Capítulo LIBragelonne continúa sus interrogaciones

El capitán se hallaba de servicio; cumplía su semana, hundido en el sillón de cuero, la espuela hincada en el entarimado, la espada entre las piernas, leyendo una porción de cartas y retorciéndose el bigote.

D’Artagnan lanzó un gruñido de alegría al ver al hijo de su amigo.

—¡Raúl, hijo querido! —le dijo—. ¿Por qué casualidad te ha llamado el rey?

Estas palabras sonaron mal a! oído del joven, que, sentándose, replicó:

—A fe que no lo sé. Lo que sé es que he venido.

—¡Hum! —dijo D’Artagnan doblando las cartas con una mirada llena de intención dirigida a su interlocutor—. ¿Qué estás diciendo, muchacho? ¿Que el rey no te ha llamado, y, sin embargo, has vuelto? No entiendo bien eso. Raúl palideció, y no hacía más que dar vueltas a su sombrero con aire cortado.

—¿Qué diablo de rostro es ése que pones y a qué viene la conversación fúnebre que traes? —exclamó el capitán—. ¿Es que en Inglaterra se adquieren esas maneras? ¡Diantre! También he estado yo allí, y he vuelto alegre como un pinzón. ¿Hablarás?

—Tengo mucho que decir.

—Vamos, bien. ¿Cómo se halla tu padre?

—Perdonad, querido amigo; eso mismo os iba a preguntar.

D’Artagnan aumentó la intención de su mirada, a la que ningún secreto resistía.

—¿Tienes penas? —dijo.

—¡Caramba! Bien lo sabéis, señor de D’Artagnan.

—¿Yo?

—Sí, por cierto; no os hagáis de nuevas.

—No me hago de nuevas, amigo.

—Querido capitán, sé muy bien que me vencéis, tanto en talento como en fuerza. En este momento, ya lo veis, soy un tonto, nada. No tengo entendimiento ni brazo; no me despreciéis, ayudadme. En fin, soy el más miserable de los seres vivientes.

—¡Oh, oh! ¿Y por qué? —preguntó D’Artagnan desabrochándose el cinturón y dulcificando su sonrisa.

—Porque la señorita de La Vallière me engaña.

D’Artagnan no cambió de fisonomía.

—¡Te engaña…! ¡Esas son palabras mayores! ¿Quién te las ha dicho?

—Todo el mundo.

—¡Ah! Si todo el mundo lo ha dicho, necesario es que haya algo de verdad. Pero yo creo en el fuego cuando veo el humo. Esto es ridículo, pero así es.

—¡Según eso creéis! —exclamó vivamente Bragelonne.

—¡Ah! Si me coges por tu cuenta…

—De eso trato.

—Yo jamás me mezclo en esos asuntos; ya lo sabes.

—¡Cómo! ¡Con un amigo, con un hijo!

—Precisamente por eso; si fueses un extraño, te diría… no te diría nada.

—¿Cómo se halla Porthos, lo sabes?

—¡Señor —exclamó Raúl, estrechando la mano de D’Artagnan—, en nombre de la amistad que profesáis a mi padre…!

—¡Diablo! Estáis muy enfermo… de curiosidad.

—No de curiosidad, sino de amor.

—¡Bueno! Otra gran frase. Si estuvieses realmente enamorado, mi querido Raúl, sería ya otra cosa.

—¿Qué queréis decir?

—Digo, que si estuvieseis poseído de un amor tan serio que me hiciese creer que podía dirigirme a tu corazón… Mas no es posible.

—Os digo que amo desatinadamente a Luisa.

D’Artagnan leyó con sus ojos en el fondo del corazón d de Raúl.

—Imposible, repito… Tú eres como todos los jóvenes, y no estás enamorado, sino loco.

—Bien; y aun cuando eso fuese…

—Nunca hombre cuerdo ha logrado volver el juicio a un cerebro que lo haya perdido. En mil ocasiones de mi vida he visto estrellarse mis esfuerzos ante tal empresa. Me escucharías, y no me oirías; me oirías, y no me entenderías; me entenderías, y no me obedecerías.

—¡Oh! Probad a ver.

—Todavía digo más: si fuese bastante desventurado para saber alguna cosa, y bastante necio para comunicártela… ¿Dices que eres mi amigo, no es cierto?

—¡Oh, sí!

—Pues bien, me malquistaría contigo, porque no me perdonarías el haber destruido tu ilusión, según se dice en amor.

—¡Señor de D’Artagnan, todo lo sabéis, y me dejáis en la ansiedad, en la desesperación, en la muerte! ¡Eso es horrible!

—¡Hola!

—Bien sabéis que nunca acostumbro a gritar. Pero como mi padre y Dios no me perdonarían jamás que me saltase la tapa de los sesos de un pistoletazo, voy a hacerme contar por el primero a quien encuentre a mano lo que os negáis a decirme: le daré un mentís.

—Y le matarás. ¡Buen negocio!

—¡Tanto mejor! ¿A mí qué se me importa? Anda, hijo; mata, si encuentras placer en ello. Lo mismo me sucede contigo que con los que sufren dolor de muelas. Cuando éstos me dicen: «¡Cuánto sufro; de buena gana mordería hierro!», yo les contesto: «Pues morded, amigos, morded, que el diente allí quedará».

—Es que no mataré, señor —replicó Raúl; con aire sombrío.

—¡Oh, sí! Ahora está en moda ese estribillo: te harás matar, ¿no es cierto? ¡Vaya una linda salida! ¡Y por cierto que te echaré mucho de menos! Es bien seguro que no dejaré de decir en todo el día: ¡Buen necio era el joven Bragelonne! ¡Bestia por los cuatro costados! Después de haberme esforzado en enseñarle a llevar convenientemente una espada, ese necio ha ido a dejarse ensartar como un ave. Anda; Raúl, ve a hacerte matar, amigo mío.

No sé quién te habrá enseñado la lógica; pero ¡Dios me perdone! (como dicen los ingleses), sea quien sea, no ha hecho más que robar el dinero a tu padre.

Raúl, silencioso, dejó caer la cabeza entre las manos, y murmuró:

—¡No hay amigos, no!

—¡Bah! —dijo D’Artagnan.

No hay más que burlones o indiferentes.

—¡Chilindrinas! No soy burlón, por muy gascón que sea. En cuanto a indiferente, si lo fuese, hace ya un cuarto de hora que te habría enviado a todos los diablos; porque eres capaz de poner triste al hombre más jovial del mundo, y de matar al triste. ¿Pues qué, joven, quieres que vaya ahora a malquistarte con tu adorado tormento, y a execrar a las mujeres, que son el honor y la dicha de la vida humana?

—¡Señor, hablad, hablad, y os bendeciré!

—Pero, amigo, ¿crees que haya ido a meterme en la cabeza todas esas aventuras del carpintero y del pintor, de la escalera y del retrato, y cien mil cuentos más capaces de hacer dormir a un hombre de pie?

—¡Un carpintero! ¿Qué significa ese carpintero?

—No lo sé, a fe mía; he oído que ha habido de por medio un carpintero que ha taladrado un suelo.

—¿En el cuarto de La Vallière?

—No sé dónde.

—¿En el del rey?

—¡Bueno! Si fuese en la habitación del rey, ahora te lo iba a decir, ¿no es verdad?

—¿En el cuarto de quién, entonces?

—Llevo una hora repitiéndote que lo ignoro.

—Pero, entonces, el pintor… y ese retrato…

—Parece que el rey ha mandado hacer el retrato de una dama de la Corte.

—¿De La Vallière?

—¡Siempre con el mismo nombre en la boca! ¿Quién te habla de La Vallière?

—Pues si no es ella, ¿cómo queréis que eso tenga para mí importancia alguna?

—Yo no afirmo que tenga o no importancia para ti. Pero me preguntas, y yo te respondo. Quieres saber la crónica escandalosa, y te doy cuenta de ella. Ahora, aprovéchate.

Raúl diose una palmada de desesperación en la frente.

—¡Esto es para morir! —dijo.

—Ya lo has dicho.

—Sí, es verdad.

Y dio un paso para alejarse.

—¿Adónde vas? —dijo D’Artagnan.

—A buscar a alguien que me diga la verdad.

—¿A quién?

—A una mujer.

—A la misma señorita de La Vallière, ¿no es así? —dijo D’Artagnan con una sonrisa—. ¡Famosa idea es ésa! Buscabas quien te consolase, y vas a serlo inmediatamente. Lo que es ella, no te hablará mal de sí propia: anda.

—Os engañáis, señor —replicó Raúl—; la mujer a quien pienso dirigirme me dirá mucho malo.

—Apuesto a que es Montalais.

—Sí, Montalais.

—¡Ah, su amiga! ¡Una mujer que, por esa misma razón, exagerará con pasión el bien o el mal! No hables a Montalais, mi buen Raúl.

—No es ésa la razón que os mueve a alejarme de Montalais.

—Pues bien, lo confieso. Y, en verdad, ¿por qué he de jugar contigo como el gato con un ratón? Me das pena, de veras. Si deseo que, en este momento, no hables a Montalais, es porque vas a entregar tu secreto y abusarán de él. Espera, si puedes.

—No puedo.

—¡Tanto peor! Mira, Raúl, si se me ocurriese alguna idea… Mas el caso es que no se me ocurre…

—Prometedme tener compasión, amigo mío, y eso me basta; por lo demás, dejadme salir del paso por mí solo.

—¡Ah, bien! ¿Que te deje en el pantano? Corriente; siéntate a esa mesa, y coge la pluma.

—¿Para qué?

—Para escribir a Montalais, y solicitarle una entrevista.

—¡Ah! —dijo Raúl abalanzándose a la pluma que le alargaba el capitán.

En aquel instante se abrió la puerta, y acercándose un mosquetero a D’Artagnan:

—Mi capitán —le dijo—, ahí está la señorita de Montalais, que desea hablaros.

—¿A mí? —murmuró D’Artagnan—. Que entre, y veré si es a mí a quien desea hablar.

El astuto capitán olfateaba con acierto.

Montalais, al entrar, vio a Raúl, y exclamó:

—¡Señor! Señor… Perdón, señor de D’Artagnan.

—Estáis perdonada, señorita —dijo el capitán—; sé que a mi edad, los que me buscan tienen necesidad de mí.

—Buscaba al señor de Bragelonne —dijo Montalais.

—¡Cómo! También yo os buscaba. Raúl, ¿no queríais ir con la señorita?

—Lo deseaba ardientemente.

—Pues andad.

Y empujó dulcemente a Raúl fuera del gabinete. Luego, tomando la mano a Montalais:

—Sed buena —le dijo en voz baja—: mirad por él y por ella.

—¡Ay! —replicó la joven con el mismo tono—. No soy yo quien le ha de hablar.

—¿Pues cómo?

—Es Madame quien le hace buscar.

—¡Ah, bien! —exclamó D’Artagnan—. ¡Es Madame…! Antes de una hora, el pobre mozo quedará curado.

—¡O muerto! —repuso Montalais con compasión—. ¡Adiós, señor de D’Artagnan!

Y corrió a reunirse con Raúl, que la esperaba lejos de la puerta, muy inquieto e intrigado por aquel diálogo que nada bueno presagiaba.