Capítulo LDonde cree el autor que ya es hora de hablar nuevamente del vizconde de Bragelonne

El lector ha visto desarrollarse paralelamente en esta historia las aventuras de la generación nueva y las de la generación pasada.

Para éstos el reflejo de la gloria de otra época, la experiencia de las cosas dolorosas de este mundo. Para éstos también la paz que se apodera del corazón, y permite a la sangre adormecerse alrededor de las cicatrices que fueron terribles heridas.

Para aquéllos los combates de propia estimación y de amor; los pesares amargos y los goces inefables: la vida en vez de la memoria.

Si en los episodios de este relato ha encontrado el lector alguna variedad, la causa debe atribuirse a los fecundos matices que brotan de esa doble paleta, donde se hallan pareados y mezclados dos cuadros armonizando el tono severo y el tono risueño.

La quietud de las emociones del uno se encuentra en el seno de las emociones del otro. Después de razonar con los viejos, gusta delirar con los jóvenes.

Así es que, aunque los hilos de esta historia no anudaran muy fuertemente el capítulo que escribimos al que acabamos de escribir, no nos dan a más cuidado que el que le daba a Ruisdael el pintar un celaje de otoño después de terminar otro de primavera.

Invitamos al lector a que haga otro tanto y a seguir a Raúl de Bragelonne en el punto que le hemos dejado.

Asustado, o mejor, falto de razón y de voluntad, sin tomar partido alguno, huyó después de la escena cuyo final había presenciado en la habitación de La Vallière. El rey, Montalais, Luisa, aquel cuarto, aquella rara conclusión, aquel dolor de Luisa, aquel espanto de Montalais, aquella cólera del rey, todo le presagiaba una desgracia. Pero ¿cuál?

De regreso de Londres porque le anunciaban un peligro, hallaba al primer golpe la apariencia de ese peligro. ¿No es eso ya demasiado para un amante? Lo era, pero no para un corazón noble, orgulloso de hacer gala de una rectitud igual a la suya.

Raúl no intentó buscar explicaciones adonde van a buscarla siempre los amantes celosos o menos tímidos. No fue a decir a su amada: «Luisa, ¿ya no me amáis? Luisa, ¿amáis a otro?». Raúl, lleno de valor y de amistad, como lo estaba de amor; escrupuloso observador de su palabra, y creyendo en la palabra de otro, pensó: «Guiche me ha escrito para avisarme; Guiche sabe algo; voy a preguntar a Guiche lo que sepa, y a referirle lo que he visto».

El trayecto no era largo. Trasladado Guiche hacía dos días desde Fontainebleau a París, principiaba a reponerse de su herida, y daba algunos paseos por su cuarto.

El conde exhaló un grito de júbilo al ver entrar a Raúl con su fuego de amistad.

Raúl dejó escapar un gritó de dolor al ver a Guiche tan flaco y triste. Dos palabras y el ademán que hizo el herido para apartar el brazo de Raúl, bastaron a éste para adivinar la verdad.

—Ahí tenéis —dijo Raúl poniéndose al lado de su amigo—; amar es morir.

—No —replicó Guiche—; no es morir, puesto que estoy en pie y os estrecho en mis brazos.

—¡Oh, yo me entiendo!

—Y yo también os entiendo. ¿Creéis que soy desgraciado, Raúl?

—¡Ay!

—No; soy el más dichoso de los hombres. Mi cuerpo, es verdad que sufre, pero no mi corazón ni mi alma. ¡Si supieseis…! ¡Oh! ¡Soy el más feliz de los hombres!

—¡Oh, tanto mejor! —contestó Raúl—. Tanto mejor, con tal que eso dure.

—Eso acabó; tengo ya para toda mi vida, Raúl.

—Vos, lo creo; mas ella… —Escuchad, querido, la amo… porque… Pero no me escucháis.

—Perdón.

—¿Estáis preocupado?

—Sí. Por vuestra salud, primero.

—No es eso.

—Querido, no creo que tengáis necesidad de interrogarme vos.

Y acentuó aquel vos de modo que pudiese ilustrar a su amigo sobre la naturaleza del mal y la dificultad del remedio.

—¿Me decís eso por lo que os he escrito?

—Sí; ¿deseáis que hablemos de ello después que hayáis terminado de manifestarme vuestras satisfacciones y vuestras penas?

—Querido amigo, ahora mismo, antes que todo.

—Gracias… Tengo una impaciencia que me consume… He llegado en menos tiempo que el que emplean los correos ordinariamente. Decidme, ¿qué queríais?

—Nada más que haceros venir, amigo.

—Pues ya estoy aquí.

—Está bien, entonces.

—Supongo que habrá algo más.

—No, a fe mía.

—¡Guiche!

—¡Por mi honor!

—No me habríais arrancado violentamente a la esperanza; no me habríais expuesto a la desgracia del rey con este regreso, que es una infracción de sus órdenes; no habríais infiltrado los celos en mi alma, si no hubieseis tenido que decirme algo más que: «Está bien, dormid tranquilo tilo».

—Yo no os digo: «dormid tranquilo», Raúl; pero, comprendedme bien, no quiero ni puedo deciros otra cosa.

—¡Oh amigo mío! ¿Por quién me tomáis?

—¿Cómo?

—Si sabéis algo, ¿por qué me lo ocultáis? Y si nada sabéis, ¿por qué me habéis avisado?

—Es verdad, hice mal. ¡Oh, bien me pesa, Raúl! Poco cuesta escribir a un amigo: venid. Mas tener a ese amigo enfrente, verle estremecerse con la esperanza de una palabra que no se atreve uno a pronunciar…

—¡Pronunciadla! ¡Tengo corazón, si a vos os falta! —exclamó Raúl desesperado.

—¡Cuán injusto sois, y cómo olvidáis que estáis hablando con un pobre herido, que es la mitad de vuestro corazón! Tranquilizaos. Yo os he dicho: «Venid». Vos habéis venido, y ahora os ruego que no preguntéis más a vuestro desventurado Guiche.

—Me habéis dicho que venga con la esperanza de que yo vería por mi mismo, ¿no es cierto?

—Pero…

—¡No titubeéis…! He visto.

—¡Ah! —murmuró. Guiche.

—O a lo menos, he creído…

—Ya veis que abrigáis dudas. Y si vos dudáis, mi buen amigo, ¿qué me queda que hacer?

—He visto a La Vallière turbada… a Montalais asustada… al rey…

—¿Al rey?

—Sí… Volvéis la cabeza… Ahí está el peligro, el mal: el rey es, ¿no es así?

—Nada digo.

—¡Oh! ¡Decís mil y mil veces más! ¡Hechos, por favor, por caridad, hechos! ¡Amigo mío, mi único amigo, hablad! Tengo el corazón traspasado, vertiendo sangre, y la desesperación me mata.

—Si así es, amigo Raúl —replicó Guiche—, me animáis a hablar, en la persuasión de que os diré cosas consoladoras en comparación de la desesperación que veo pintada en vuestro rostro.

—¡Ya os escucho!

—Pues bien —repuso el conde de Guiche—; puedo deciros lo que oiríais a cualquiera a quien preguntarais.

—¡A cualquiera! —exclamó Raúl—. ¿Pues qué, tanto se habla?

—Antes de decir eso, amigo mío, procurad saber primero de lo que pueden hablar. Os juro que no se trata de cosa alguna que en el fondo no sea muy inocente: quizá un paseo.

—¡Ah! ¿Un paseo con el rey?

—Sí, con el rey; pero me parece que el rey ha paseado ya muchas veces con damas, sin que por eso…

—Repito que no me hubierais escrito si ese paseo no hubiese tenido algo extraño.

—Conozco que durante la tempestad habría sido mejor para el rey buscar un abrigo que permanecer de pie con la cabeza descubierta en presencia de La Vallière… pero…

—Pero ¿qué?

—¡El rey es tan cortés!

—¡Oh! ¡Guiche, Guiche, me estáis matando!

—Pues callaré.

—No, continuad. ¿Ha habido otros paseos después de ése?

—No… es decir, sí; la aventura de la encina… pero no sé a punto fijo lo que ocurrió.

Raúl se levantó, y Guiche trató de hacer lo mismo, a pesar de su debilidad.

—Ya lo veis —dijo—; no añadiré ni una palabra más; quizá haya dicho demasiado, o demasiado poco. Otros os informarán, si pueden y quieren: mi deber era avisaros, y lo he hecho. Ahora, cuidad de vuestros negocios vos mismo.

—¿Preguntar? ¡Ay! no sois amigo mío cuando me habláis de ese modo —dijo el joven, desolado. El primero a quien pregunte será tal vez un malvado o un necio; si lo primero, me mentirá para atormentarme; si lo segundo, peor aún… ¡Ay, Guiche! Antes de dos horas habré tropezado con diez mentiras y diez duelos. ¡Salvadme! ¿No es mejor que sepa uno su mal?

—¡Pero si no sé nada, os digo! Yo estaba herido, con fiebre, sin conocimiento, y no tengo más que una idea vaga de todo eso. ¿Pera a qué andamos titubeando cuando tenemos ahí al hombre que necesitáis? ¿No sois amigo del señor de D’Artagnan?

—¡Oh! ¡Es verdad, es verdad!

—Pues avistaos con él. Sabrá daros luz, y no buscará el herir vuestros ojos.

Un lacayo entró.

—¿Qué hay? —preguntó Guiche.

—Una persona aguarda al señor conde en el gabinete de las Porcelanas.

—Bien. Con vuestro permiso, querido Raúl. ¡Desde que ando, me siento tan animoso!

—Os ofrecería mi brazo, Guiche, si no adivinara que la persona es una mujer.

—Creo que sí —replicó Guiche sonriendo.

Y separóse de Raúl.

Este permaneció inmóvil, absorto, abrumado, como el minero sobre quien se desploma una bóveda, el cual, viéndose herido y vertiendo sangre, siente interrumpírsele el pensamiento e intenta recobrarse y salvar su vida con su razón. Algunos minutos bastaron a Raúl para disipar el deslumbramiento de aquellas dos revelaciones. Había ya reanudado el hilo de sus ideas, cuando, súbitamente, a través de la puerta, creyó reconocer la voz de Montalais en el gabinete de las Porcelanas.

—¡Ella! —exclamó—. Sí, es su voz. Esa mujer podrá decirme la verdad; pero ¿la interrogaré aquí? Procura recatarse de mí; sin duda viene de parte de Madame. La veré en su habitación. Ella me explicará su espanto, su huida, los torpes manejos con que me han suplantado; ella me dirá todo eso… Luego que el señor de D’Artagnan, que lo sabe todo, me haya fortalecido el corazón. Madame… una coqueta… Sí, pero coqueta que ama en sus buenos momentos; coqueta que, como la muerte o la vida, tiene sus caprichos, pero que hace declarar a Guiche que es el más feliz de los hombres. Este, a lo menos, camina sobre rosas. ¡Vamos! Marchóse el joven de casa del conde, y fue a la de D’Artagnan, echándose en cara por el camino el no haber hablado a Guiche más que de sí propio.