Capítulo XLIXLa minuta del señor Colbert

La entrada de Vanel en aquel instante, no fue otra cosa para Aramis y Fouquet que el punto que termina una frase.

Mas para Vanel, que llegaba, la presencia de Aramis en el despacho de Fouquet debía tener otra significación muy distinta.

Así fue que el comprador, al primer paso que dio en la habitación, fijó en aquella fisonomía, a la vez tan fina y enérgica del obispo de Vannes, una mirada de sorpresa, que muy pronto fue escrutadora. Respecto a Fouquet, verdadero hombre político, o lo que es lo mismo, dueño de sí mismo, había hecho ya desaparecer de su rostro, por la fuerza de su voluntad, las huellas de la emoción producida por la revelación de Ararais.

No era ya el hombre abatido por la desgracia y reducido a buscar expedientes. Antes bien, con la cabeza levantada, tendió una mano hacia Vanel para invitarle a entrar.

Era el primer ministro, y se hallaba en su casa.

Aramis conocía al superintendente. Toda la delicadeza de su corazón, toda su presencia de espíritu nada tenían que pudiera extrañarle. Limitóse, por tanto, momentáneamente, salvo el tomar después una parte muy activa en la conversación, al papel difícil del hombre que observa y escucha para saber y comprender.

Vanel estaba notablemente conmovido. Adelantándose hasta el medio del despacho saludando a todo y a todos:

—Vengo… —dijo.

Fouquet hizo cierta inclinación de cabeza.

—Sois exacto, señor Vanel —dijo.

—En los negocios, monseñor —replicó Vanel—, creo que la exactitud es una virtud.

—Sí, señor.

—Perdonad —interrumpió Aramis mostrando con el dedo a Vanel, y dirigiéndose a Fouquet—: perdonad; este caballero es el que se presenta a comprar vuestro cargo, ¿no es así?

—Yo soy —contestó Vanel, sorprendido del tono de suprema altivez con que Aramis había hecho la pregunta—. Pero ¿cómo deberé llamarle al que me hace el honor…?

—Llamadme monseñor —respondió con sequedad Aramis.

Vanel se inclinó.

—Vamos, señores —dijo Fouquet—; basta de ceremonias; vengamos al hecho.

—Ya ve monseñor —dijo Vanel—, que estoy esperando sus órdenes.

—Yo era, por el contrario, el que esperaba —replicó Fouquet.

—¿Y qué esperaba monseñor? —Pensaba que tal vez tendríais que decirme algo.

«¡Oh, oh! —pensó—. El señor Fouquet ha reflexionado; estoy perdido».

Pero, cobrando ánimo:

—Nada, señor —dijo—, nada absolutamente, más que lo que os dije ayer, y estoy pronto a repetiros.

—Vamos, hablad francamente, señor Vanel: ¿no es el trato algo pesado para vos? Decid.

—Cierto, monseñor; un millón quinientos mil libras es una cantidad considerable.

—Tan considerable —dijo Fouquet—, que yo había reflexionado…

—¿Habéis reflexionado, monseñor? —exclamó con viveza Vanel.

—Sí; que quizá no estaríais todavía en disposición de comprar.

—¡Oh, monseñor! —Tranquilizaos, señor Vanel, nunca os echaré en cara una falta de palabra, hija sólo de vuestra imposibilidad.

—Sí tal, monseñor, me la echaríais en cara, y con razón —dijo Vanel—; porque es propio de un imprudente o de un loco meterse en compromisos que no puede cumplir, y yo he considerado siempre una cosa pactada como cosa hecha.

Fouquet se sonrojó. Aramis dejó escapar un hum de impaciencia.

—Preciso es, sin embargo, no exageraros esas ideas, señor —dijo el superintendente—, porque el espíritu del hombre es variable y está lleno de caprichitos muy excusables, muy respetables a veces; y quien ayer deseó una cosa, mañana se arrepiente de ello.

Vanel sintió correrle un sudor frío por la frente y las mejillas.

—¡Monseñor! —balbució.

En cuanto a Aramis, gozoso de ver al superintendente situarse con tanta claridad en el debate, se acodó en el mármol de una consola, y comenzó a jugar con un cuchillito de oro con mango de malaquita.

Fouquet recapacitó por breve rato; y enseguida:

—Venid, mi querido señor Vanel —dijo—; voy a explicaron la situación. Vanel se estremeció.

—Sois hombre galante —prosiguió Fouquet— y, como yo, comprenderéis. Vanel titubeó.

—Ayer quería vender.

—Monseñor hizo más que querer —interrumpió Vanel—; monseñor vendió.

—Bien, sea así; pero hoy os pido como un obsequio que me devolváis la palabra que os di ayer.

—Esa palabra me la disteis ya —dijo Vanel como inflexible eco.

—Lo sé, y por eso, señor Vanel, os ruego… ¿lo oís? os ruego que me la devolváis…

Fouquet se detuvo. La frase os ruego, cuyo efecto inmediato no veía, acababa de desgarrarle la garganta a su paso.

Aramis, jugando siempre con su cuchillo, fijaba en Vanel unas miradas que parecían penetrar hasta el fondo de su alma.

Vanel se inclinó.

—Monseñor —dijo—, mucho me conmueve el honor que me hacéis de consultarme sobre un hecho consumado; pero…

—No añadáis pero alguno, mi estimado señor Vanel.

—¡Ay! Monseñor, reflexionad que traigo el dinero, es decir, la cantidad.

Y abrió una gran cartera.

—Mirad, monseñor: aquí tenéis el contrato de la venta que acabo de hacer de unas tierras de mi mujer. La libranza está autorizada y revestida de todas las firmas precisas para ser pagada a la vista: es dinero contante; el negocio está hecho en una palabra.

—Mi estimado señor Vanel, no hay negocio en el mundo, por importante que sea, que no pueda deshacerse… en obsequio…

—Ya lo sé —dijo con mal gesto Vanel.

—En obsequio de un hombre que será así amigo vuestro —continuó Fouquet.

—Lo sé, monseñor…

—Con tanto más motivo, señor Vanel, cuanto más considerable sea el servicio. Conque vamos, caballero, ¿qué resolvéis?

Vanel guardó silencio.

Mientras tanto, Aramis había resumido sus observaciones.

El rostro enjuto de Vanel, sus órbitas hundidas, sus cejas redondas como arcos, habían revelado a Aramis un tipo de avaro y ambicioso. Batir en brecha una pasión por medio de otra, tal era el método de Aramis; vio a Fouquet vencido, desmoralizado, y se arrojó en la lucha con armas nuevas.

—Perdonad, monseñor —dijo—, habéis olvidado hacer comprender al señor Vanel que sus intereses están en abierta oposición con la renuncia de la venta.

Vanel miró al prelado con sorpresa, no esperando hallar en él un auxiliar. Fouquet se detuvo también para escuchar al obispo.

—Tenemos —prosiguió Aramis—, que el señor Vanel, para comprar vuestro cargo, monseñor, ha vendido unas tierras de su señora esposa. Está bien: ¡esto es un negocio! Y no se reúnen, como lo ha hecho, un millón quinientas mil libras sin notables pérdidas ni graves apuros.

—Así es —dijo Vanel, a quien Aramis, con sus miradas, arrancaba la verdad de lo íntimo de su corazón.

—Los apuros —prosiguió Aramis—, se resuelven en gastos, y cuando se hace un gasto de dinero, los gastos de dinero colócanse en el número uno entre las cargas.

—Sí, sí —dijo Fouquet, que empezaba a comprender las intenciones de Aramis.

Vanel quedó mudo, había comprendido también.

Aramis advirtió aquella frialdad y aquella reserva.

«Bueno: mal gesto —dijo entre sí—; te haces el discreto hasta que conozcas la cantidad; pero no temas, que voy a echarte tal carretada de escudos, que no podrás menos de capitular».

—Ofrezco, por consiguiente, en el acto, al señor Vanel, cien mil escudos —dijo Fouquet, arrastrado por su generosidad.

La cantidad era bellísima. Hasta un príncipe se habría contentado con semejante indemnización. Cien mil escudos en aquella época constituían el dote de una hija de rey. Vanel no pestañeó siquiera.

«Es un pillo —pensó el obispo—; quiere las quinientas mil libras redondas».

E hizo una seña a Fouquet.

—Parece que habéis gastado más que eso, querido señor Vanel —dijo el superintendente—. ¡Oh! El dinero es lo de menos; sí, habréis hecho un sacrificio vendiendo esas tierras. ¿Dónde tendría yo la cabeza? Voy a firmaros una libranza por quinientas mil libras, y aún os quedaré sumamente agradecido.

Vanel no dejó entrever ningún vislumbre de alegría o de deseo. Su fisonomía permaneció impasible, y no movió ni siquiera un solo músculo de su rostro.

Aramis envió a Fouquet una mirada de desesperación, y luego, acercándose a Vanel, lo cogió por lo alto de la ropilla con el gesto familiar a los hombres de gran importancia.

—Señor Vanel —díjole—, no es la incomodidad ni el empleo del dinero, ni la venta de vuestras tierras lo que os ocupa; es otra idea más importante. Lo comprendo. Notad bien lo que os digo.

—Sí, monseñor.

Y el desventurado empezó a temblar, devorado por el fuego de los ojos del prelado.

—Os ofrezco, por tanto, yo, en nombre del superintendente, no trescientas mil libras, no quinientas mil libras, sino un millón. Un millón, ¿oís?

Y le sacudió nerviosamente.

—¡Un millón! —repitió Vanel palideciendo.

—Un millón, o lo que es lo mismo, en los tiempos que corren, sesenta y seis mil libras de renta.

—Vamos, señor —dijo Fouquet—; eso no se rehúsa. Responded, pues, ¿aceptáis?

—Imposible… —murmuró Vanel.

Aramis se mordió los labios, y algo como una nube blanca pasó por su fisonomía.

Detrás de aquella nube adivinábase el rayo. Aramis no soltaba a Vanel.

—Habéis comprado el cargo en un millón quinientas mil libras, ¿no es verdad? Pues bien, se os darán ese millón y quinientas mil libras, y habréis ganado millón y medio con venir a ver al señor Fouquet y apretarle la mano. Honra y provecho a la vez, señor Vanel.

—No puedo —respondió Vanel sordamente.

—¡Bien! —respondió Aramis, que tenía de tal suerte apretada la ropilla, que en el momento de soltarla, tuvo Vanel que dar unos cuantos pasos hacia atrás, empujado por la conmoción—. Claramente vemos ya lo que habéis venido a hacer aquí.

—Sí, claro está que se ve —dijo Fouquet.

—Pero… —dijo Vanel, tratando de sobreponerse a la debilidad de aquellos dos hombres pundonorosos.

—¡Parece que el tunante levanta la voz! —dijo Aramis en tono de emperador.

—¿El tunante? —replicó Vanel.

—Miserable, quise decir —añadió Aramis recobrando su sangre fría—. Vamos, sacad pronto vuestra escritura de venta, caballero; debéis traerla preparada en cualquier bolsillo, como el asesino oculta su pistola o su puñal bajo la capa. Vanel refunfuñó.

—¡Basta! —gritó Fouquet—. ¡Veamos la escritura!

Vanel registró temblequeando en su bolsillo; sacó de él su cartera, y de la cartera se desprendió un papel, mientras que Vanel presentaba el otro a Fouquet.

Aramis se echó encima del papel caído, cuya letra había reconocido.

—Perdonad, es la minuta de la escritura —dijo Vanel.

—Bien lo veo —replicó Aramis con sonrisa más terrible, que si hubiese sido un latigazo—; y lo que más me sorprende es que esa minuta esté escrita de puño y letra del señor Colbert. Mirad, monseñor, mirad.

Y entregó la minuta a Fouquet, quien se convenció de la verdad del hecho. Aquel escrito, lleno de tachones, de palabras adicionadas con las márgenes ennegrecidas, aquel escrito, testimonio contundente de la trama de Colbert, acababa de revelarlo todo a la víctima.

—¿Y qué hacemos? —murmuró Fouquet.

Vanel, aterrado, parecía buscar un agujero para sumirse en él.

—Si no os llamaseis Fouquet —dijo Aramis—, y si vuestro enemigo no se llamase Colbert; si no tuvieseis que habéroslas más que con este infame ladrón, os diría: negad… una prueba tal destruye toda palabra; pero esas gentes creerían que teníais miedo, y os temerían menos. Tomad, monseñor.

Y le presentó la pluma. Fouquet apretó la mano a Aramis, mas, en vez de la escritura que le presentaban, cogió la minuta.

—No; ese papel no —dijo vivamente Aramis—: éste. El otro es demasiado precioso para que no le guardéis.

—¡Oh! No —dijo Fouquet—; firmaré en la minuta misma del señor Colbert, y escribiré: «aprobada la escritura».

Luego firmó.

—Tomad, señor Vanel —dijo. Vanel cogió el documento, dio su dinero, y trató de escapar.

—¡Un momento! —dijo Aramis—. ¿Estás bien cierto de que viene todo el dinero? Eso se cuenta; sobre todo cuando es dinero que el señor Colbert da a las mujeres. ¡Oh, no es tan bondadoso como el señor Fouquet, el digno señor Colbert!

Y Aramis, deletreando cada sílaba de la libranza, destiló toda su cólera y todo su desprecio gota a gota sobre el miserable, que sufrió medio cuarto de hora de suplicio. Luego le despidió, no con palabras, sino con un gesto, como se despide a un palurdo o se echa a un lacayo.

Luego que partió Vanel, el ministro y el prelado, mirándose fijamente uno a otro, permanecieron en silencio por un momento.

—Vamos —dijo Aramis, rompiendo el silencio— ¿a qué puede compararse un hombre que teniendo que combatir a un enemigo pertrechado, armado y furioso, se entrega desnudo, arroja sus armas y envía graciosas sonrisas a su enemigo? La buena fe, señor Fouquet, es un arma de que se sirven con frecuencia los malvados contra los hombres honrados, y con muy buen éxito. Los hombres honrados deberían servirse igualmente de la mala fe contra los bribones. Ya veríais cómo entonces serían fuertes sin dejar de ser honrados.

—Diríase que sus actos eran acciones de pillos —replicó Fouquet.

—No lo creáis; se llamaría a eso la coquetería de la probidad; en fin, supuesto que ya habéis terminado con ese Vanel; puesto que os habéis privado del placer de con fundirle negándole vuestra palabra; puesto que habéis dado contra vos mismo la única arma que puede perderos…

—¡Ay, amigo mío —exclamó Fouquet con tristeza—; hacéis ni más ni menos lo que el preceptor filósofo de que nos hablaba La Fontaine el otro día, el cual se hallaba viendo a un niño que se ahogaba, y le dirigió un discurso en tres puntos!

Aramis sonrió.

—Sabio preceptor, niño que se ahoga, todo eso está bien; pero niño que se salvará, ya lo veréis. Vamos ahora a hablar de negocios.

Fouquet miróle con aire de sorpresa.

—¿No me hablasteis hace días de cierto proyecto de dar una fiesta en Vaux?

—¡Ay! —dijo Fouquet—. Eso era en mejores tiempos.

—¿Una fiesta a la que creo se había convidado el rey a sí mismo?

—No, mi amado prelado, una fiesta a la que el señor Colbert aconsejó al rey que se convidara.

—¡Ah, sí! Contando con que la fiesta sería demasiado costosa para que quedarais arruinado.

—Así es. En mejores tiempos, como os decía, poco ha, tenía el orgullo de mostrar a mis enemigos la fecundidad de mis recursos, de asustarlos creando millones donde ellos no veían más que bancarrotas posibles. Mas, hoy, cuento con el Estado, con el rey, conmigo mismo; hoy voy a ser ya el hombre de la tacañería; verá el mundo que manejo las rentas del Estado como si fueran sacos de doblones, y, desde mañana, mis trenes serán vendidos, mis casas embargadas, mis gastos reducidos…

—Desde mañana —interrumpió Aramis tranquilamente—, vais, querido, a ocuparos sin descanso de esa hermosa fiesta de Vaux, que habrá de ser citada algún día entre las heroicas magnificencias de vuestros buenos tiempos.

—Estáis loco, caballero de Herblay.

—¿Yo? No hay tal cosa.

—Pero ¿sabéis lo que puede costar una fiesta, por humilde que sea, en Vaux…? De cuatro a cinco millones.

—No os hablo de una fiesta sencilla, mi querido superintendente.

—Dándose la fiesta al rey —repuso Fouquet, que no comprendía el pensamiento de Aramis—, no puede ser sencilla.

—Así es; por eso tiene que ser de la mayor grandeza.

—Entonces me costará de diez a doce millones.

—Aun cuando os cueste veinte, si es necesario —dijo Aramis con la mayor calma.

—¿Y de dónde los he de sacar? —exclamó Fouquet.

—Eso es cuenta mía, señor superintendente, y no tengáis el menor recelo. Tendréis el dinero a vuestra disposición antes de que hayáis arreglado el plan de vuestra fiesta.

—¡Caballero, caballero! —exclamó Fouquet como poseído de un vértigo—. ¿Adónde queréis llevarme?

—Al otro lado del abismo en que ibais a caer —replicó el prelado de Vannes—. Agarraos a mi capa, y no tengáis miedo.

—¿Por qué no me habéis dicho eso antes, Aramis? Hubo un día en que con un millón me habríais salvado.

—Mientras que hoy… Mientras que hoy tendré que dar veinte —dijo el prelado—. ¡Pues bien, sea…! Pero la razón es clara, amigo mío: el día de que me habláis no tenía yo a mi disposición el millón que se necesitaba, y hoy puedo proporcionar fácilmente los veinte millones que hacen falta.

—¡El Cielo os oiga y me salve! Aramis se sonrió de la manera particular que acostumbraba.

—El Cielo me oye siempre —dijo—, y quizá depende de que le suelo hablar muy alto.

—Me entrego a vos sin reserva —balbuceó Fouquet.

—Al contrario, yo sí que soy vuestro sin reserva. Por eso vos, que tenéis tanta elegancia, ingenio y delicadeza, arreglaréis la fiesta hasta en sus menores detalles… únicamente…

—¿Qué? —dijo Fouquet como hombre diestro en conocer el valor de los paréntesis.

—Al dejaros toda la invención de los pormenores, me reservo la inspección de la ejecución.

—Explicaos.

—Quiero decir que ese día haréis de mí un mayordomo, un intendente superior; una especie de factótum que participe de capitán de guardias y de la economía; haré andar a la gente y guardaré las llaves de las puertas; vos daréis vuestras órdenes, sí, peto las daréis a mí; pasarán por mi boca para llegar a su destino. ¿Comprendéis?

—No, no comprendo nada.

—Pero ¿aceptáis?

—¡Diantre! Sí, amigo mío.

—Es cuanto se necesita. Gracias, pues, y extended vuestra lista de convidados.

—¿Y a quién invitar?

—¡A todo el mundo!