Capítulo XLVIIIEl resguardo del señor Mazarino

Fouquet habría exhalado un grito de alegría al divisar a un nuevo amigo, si el aire glacial y la mirada distraída de Aramis no le hubieran hecho recobrar toda su reserva.

—Venís a ayudarnos a tomar los postres —preguntó, sin embargo—. ¿No os asustaréis de todo este ruido que armamos con nuestras locuras?

—Monseñor —replicó respetuosamente Aramis—, principio por pediros me disculpéis de haber venido a turbar vuestra alegre reunión, y os suplicaré que, después de los placeres, me concedáis una breve audiencia para tratar de negocios.

Como la palabra negocios hiciera aguzar el oído a algunos epicúreos, se levantó Fouquet.

—Los negocios ante todo, señor de Herblay —le dijo—; felices nosotros cuando los negocios llegan sólo al fin de la comida.

Y, diciendo esto, tomó de la mano a la señora de Bellière, que le miraba con una especie de inquietud, y la condujo al salón inmediato, donde la dejó confiada a los más razonables de la reunión.

Después, cogiendo a Aramis del brazo, entraron ambos en el despacho.

Aramis, olvidando allí el respeto y la etiqueta, se sentó.

—A ver si acertáis —dijo— a quién he visto esta tarde.

—Mi querido caballero, siempre que empezáis de ese modo, estoy seguro de oír alguna cosa desagradable.

—Pues por esta vez tampoco os equivocáis, mi querido amigo —replicó Aramis.

—No me hagáis languidecer —añadió flemáticamente Fouquet.

—Pues he visto a la señora de Chevreuse.

—¿La vieja duquesa?

—Sí.

—O su sombra.

—No; una vieja loba.

—¿Sin dientes?

—Es posible, pero no sin garras.

—¿Y por qué me ha de querer mal? No soy avaro con las mujeres que no se la echan de mojigatas, y ésta es una cualidad que estiman hasta las que no se atreven ya a provocaros el amor.

—Demasiado sabe la señora de Chevreuse que no sois avaro, supuesto que quiere sacaros dinero.

—¡Hola! ¿Bajo que pretexto?

—¡Oh! Jamás le faltan pretextos. Veréis lo que dice.

—Ya escucho.

—Parece que la duquesa posee muchas cartas del señor Mazarino.

—No me extraña; el prelado era galante.

—Sí; pero esas cartas nada tienen que ver, según dice, con los amores del prelado. Tratan de asuntos de Hacienda.

—Entonces es menor su interés.

—¿No sospecháis algo de lo que quiere decir?

—Ni lo más mínimo.

—¿No habéis oído hablar jamás de una acusación de malversación de fondos?

—Mil veces, querido Herblay: desde que estoy mezclado en los negocios no he oído hablar de otra cosa. Pasa lo mismo que con vos, que, cuando obispo, os echan en cara vuestra impiedad; cuando mosquetero, vuestra cobardía; lo que se imputa siempre a un ministro de Hacienda es que roba las rentas.

—Bien, pero precisemos el hecho, porque el señor Mazarino lo precisa, como dice la duquesa.

—Vamos a ver qué precisa.

—Algo así como una cantidad de trece millones, cuya inversión no os sería fácil probar.

—¡Trece millones! —dijo el superintendente estirándose en su sillón a fin de levantar mejor la cabeza hacia el techo—. ¡Trece millones…! Ya veis que los ando buscando entre todos los que me acusan de haberlos robado.

—No os riais, mi querido señor, que el asunto es grave. Es positivo que la duquesa tiene cartas, y que esas cartas deben de ser buenas en atención a que quería venderlas en quinientas mil libras.

—¡Menuda calumnia puede conseguirse por ese precio…! —respondió Fouquet—. ¡Ay! Ya sé lo que queréis decir.

Fouquet se echó a reír de buena gana.

—¡Tanto mejor! —dijo Aramis algo tranquilizado.

—Ahora recuerdo esa historia de los trece millones…

—Me alegro infinito, veamos.

—Figuraos, amigo, que el signor Mazarino, que en paz descanse, dio un día ese beneficio de trece millones sobre una concesión de tierras que se litigaban en la Valtelina; los anuló en el registro de ingresos, me los envió, e hizo que se los diese para gastos de guerra.

—Entonces está justificada su inversión.

—No; el cardenal los hizo colocar a mi nombre, y me envió el descargo.

—¿Y la conserváis?

—Ya lo creo —dijo Fouquet levantándose para acercarse a los cajones de su vasta mesa de ébano, incrustada de nácar y oro.

—Lo que más me asombra en vos —dijo Aramis encantado—, es, en primer lugar, vuestra memoria, luego vuestra sangre fría, y por último, el orden perfecto que reina en vuestra administración, siendo, como sois, verdaderamente el poeta por excelencia.

—Sí —dijo Fouquet—; tengo orden por efecto de la misma pereza, por ahorrarme de buscar. Así, pongo por caso, sé que el recibo de Mazarino está en el tercer cajón, letra M, y no tengo más que abrirlo para poner la mano sobre el papel que necesito. A obscuras podría encontrarlo.

Y tocó con mano segura el legajo de papeles amontonados en el cajón abierto.

—Hay más —prosiguió—, y es que me acuerdo de ese papel como si lo estuviera viendo; es fuerte, un poco arrugado y dorado por el canto. Mazarino había echado un borrón en el número de la fecha… ¡Vaya! —continuó—; parece que el papel ha conocido que se ocupan de él y le necesitan, según lo que se oculta y se rebela.

Y el superintendente miró dentro del cajón.

Aramis habíase levantado.

—¡Es extraño! —dijo Fouquet.

—Sin duda no es fiel vuestra memoria, señor Fouquet; buscad en otro legajo.

Fouquet tomó el legajo y lo recorrió otra vez; luego, palideció.

—No os obstinéis en registrar ese legajo; buscad otro.

—Inútil, inútil; jamás me he equivocado, y nadie sino yo arregla esta clase de papeles ni abre este cajón, al que, como veis, he hecho poner además un secreto que sólo yo conozco.

—¿Y qué deducís de eso? —preguntó alarmado Aramis.

—Que me han robado el recibo de Mazarino. Razón tenía la señora de Chevreuse, caballero; he malgastado los fondos públicos; he robado trece millones a las arcas del Estado; soy un ladrón, señor de Herblay.

—No os incomodéis, señor Fouquet, no os exaltéis.

—¿Por qué no exaltarme, caballero? El motivo bien vale la pena. Un proceso, una buena sentencia, y vuestro amigo, el señor superintendente, puede seguir a su colega Enguerrando de Maligny y a su predecesor Samblancat.

—¡Oh! —repuso sonriendo Aramis—. No tan aprisa.

—¿Cómo no tan aprisa? ¿Qué os parece que habrá hecho la señora de Chevreuse de esas cartas? Porque las habréis rehusado, ¿no es verdad?

—¡Oh! Sí que las he rehusado y categóricamente. Supongo que habrá ido a venderlas al señor Colbert.

—Pues bien, ya lo veis.

—He dicho que lo suponía, y debía haber dicho que estaba seguro de ello, pues hice seguir a la señora de Chevreuse, y, al separarse de mí volvió a su casa, salió después por una puerta trasera y se fue a casa del señor intendente, calle de Croix-des-Petits-Champs.

—Entonces, habrá proceso, escándalo, deshonra, que caerá como el rayo, ciega y brutalmente.

Aramis se aproximó a Fouquet, que estaba trémulo en su sillón, al lado de los cajones, y, poniéndole la mano sobre el hombro, le dijo en tono afectuoso:

—No olvidéis jamás que la posición del señor Fouquet no puede compararse a la de Samblancat o Marigny.

—¿Y por qué no?

—Porque el proceso contra esos ministros se instruyó completamente, y la sentencia fue ejecutada, mientras que respecto de vos no puede eso tener lugar.

—¿Y por qué?, vuelvo a repetir: en todo tiempo, un concusionario es un criminal.

—Los criminales que saben hallar un lugar de asilo, no están nunca en peligro.

—¿Y qué queréis, que huya? —No os hablo de tal cosa; indudablemente olvidáis que esa clase de procesos son evocados por el Parlamento, e instruidos por el fiscal general, y que vos sois fiscal general. Ya veis que a menos que os queráis condenar a vos mismo…

—¡Oh! —exclamó de pronto Fouquet, pegando con el puño en la mesa.

—¿Qué hay? ¿Qué es eso?

—Que no soy ya fiscal general. Aramis, a su vez, palideció hasta ponerse lívido, apretó con fuerza los puños, y con un mirar extraño, que aterró a Fouquet:

—¿No sois ya fiscal general? —exclamó acentuando cada sílaba.

—No.

—¿Desde cuándo?

—Desde hace unas cinco horas.

—Mirad lo que decís —interrumpió con frialdad Aramis—, que creo que no estáis en el pleno uso de vuestra razón, querido; reponeos.

—No hay más —replicó Fouquet—, sino que hace poco vino uno a ofrecerme de parte de un amigo un millón cuatrocientas mil libras por mi cargo y lo he vendido.

Aramis se quedó aturdido; su fisonomía inteligente y burlona tomó una expresión de sombrío espanto que causó más efecto en el superintendente que todos los gritos y todos los discursos del mundo.

—¿Tanta era la precisión que teníais de dinero? —dijo al fin.

—Sí, para pagar una deuda de honor.

Y contó en pocas palabras a Aramis la generosidad de la señora de Bellière y el modo como había creído corresponder a esa generosidad.

—¡Bellísima acción! —exclamó Aramis—. ¿Y cuánto os cuesta?

—Exactamente el millón cuatrocientas mil libras de mi cargo.

—¿Que habréis recibido en el acto, sin reflexionar? Indiscreto amigo.

—No las he recibido todavía, pero las recibiré mañana.

—¡Ah! ¿No está hecha la venta aún?

—Es lo mismo porque he dado al orfebre para las doce del día una libranza sobre mi Caja, donde deberá entrar el dinero del comprador esta tarde de seis a siete.

—¡Alabado sea Dios! —exclamó Aramis dando una palmada—. Nada hay concluido, puesto que no os han pagado.

—Pero ¿y el orfebre?

—Yo pondré en vuestras manos el millón cuatrocientas mil libras a las doce menos cuarto.

—Es que no sabéis aún una cosa; que he de firmar esta mañana a las seis.

—¡Oh! Yo os aseguro que no firmaréis.

—He dado mi palabra, caballero.

—Si la habéis dado, la recogeréis, y se acabó.

—¿Qué decís? —exclamó Fouquet con aire de profunda lealtad—. ¡Recoger Fouquet una, palabra dada!

Aramis respondió a la mirada casi severa del ministro con otra preñada de enojo.

—Señor —le dijo—, creo haber merecido el dictado de hombre honrado, ¿no es cierto? Bajo la casaca del soldado he arriesgado quinientas veces mi vida; bajo el traje de eclesiástico he prestado todavía mayores servicios a Dios, al Estado o a mis amigos. Una palabra vale lo que el hombre que la da. Cuando la cumple, es oro puro; cuando no quiere cumplirla, un cortante acero. Entonces defiéndese con esa palabra como con una arma de honor, en atención a que, cuando ese hombre de honor no la cumple, es porque está amenazado de muerte, pues corre más riesgos que beneficios puede reponer su adversario. Entonces, caballero, apela uno a Dios y a su derecho. Fouquet bajó la cabeza.

—Soy —dijo—, un pobre bretón, tenaz y humilde; mi entendimiento admira y teme el vuestro. No diré que cumpla mis palabras por virtud; las cumplo, si así lo queréis, por rutina; pero, como quiera que sea, los hombres vulgares son demasiado simples para admirar esa rutina. Esta es quizá mi única virtud; dejadme conservarla intacta.

—¿Según eso, firmaréis mañana la venta de ese cargo, que os defendía contra todos vuestros adversarios?

—Firmaré.

—¿Y os entregaréis atado de pies y manos por un falso punto de honor, que desdeñaría el casuista más escrupuloso?

—Firmaré.

Aramis exhaló un profundo suspiro, y miró a su alrededor con la impaciencia del hombre que quisiera romper algo.

—Aun nos queda un medio, y espero que no os negaréis a emplearlo.

—No me negaré si es leal… como todo lo que proponéis, querido amigo.

—No hay cosa más leal que una renuncia de parte del comprador. ¿Es amigo vuestro?

—Sí… Pero.

—Pues si me permitís manejar el negocio, no desespero aún.

—¡Oh! Sois enteramente dueño de hacerlo.

—¿Con quién habéis hecho el trato? ¿Qué clase de persona es?

—No sé si conocéis a los individuos del Parlamento.

—Conozco a muchos. ¿Es uno de los presidentes?

—No, un simple consejero.

—¡Ah! ¡Ah!

—Que se llama Vanel.

Aramis se puso encendido como la grana.

—¡Vanel! —exclamó levantándose—. ¡Vanel! ¿El marido de Margarita Vanel?

—Precisamente.

—¿De vuestra antigua querida?

—Sí, amigo mío, ha deseado ser fiscala general, y bien le debo eso al pobre Vanel. Todavía salgo ganando, pues hago en ello un obsequio a su mujer.

Aramis se aproximó a Fouquet, y le cogió la mano.

—¿Sabéis —dijo con aparente sangre fría— el nombre del nuevo amante de la señora Vanel?

—¡Ah! ¿Tiene un nuevo amante…? Pues no lo sabía, y por consiguiente ignoro su nombre.

—Pues se llama Juan Bautista Colbert; es intendente de Hacienda; y habita en la calle de Croix-des-Petits-Champs, adonde ha ido la señora de Chevreuse a llevar las cartas de Mazarino que quiere vender.

—¡Dios mío! —exclamó Fouquet limpiándose su frente bañada en sudor—. ¡Dios mío!

—Principiáis ya a comprender, ¿no es verdad?

—Que estoy perdido, sí.

—¿Y os parece que eso valga la pena de ser menos escrupuloso que Régulo en el cumplimiento de la palabra?

—No —contestó Fouquet.

—Estas gentes obstinadas —murmuró Aramis—, siempre hacen de modo que no se pueda por menos de admirarlas.

Fouquet le tendió la mano.

En aquel momento un rico reloj de concha, con figuras de oro, colocado sobre una consola frente a la chimenea, dio las seis de la mañana.

En el vestíbulo rechinó una puerta.

—El señor Vanel —dijo Gourville aproximándose a la puerta del despacho— pregunta si monseñor puede recibirle.

Fouquet apartó sus ojos de los de Aramis, y contestó:

—Haced pasar al señor Vanel.