Fouquet estrechó la mano a La Fontaine con efusión.
—Mi amado poeta —le dijo—, hacednos otros cien cuentos, no sólo por los ochenta doblones que cada uno os producirán, sino para enriquecer también nuestra lengua con cien obras maestras.
—¡Oh! —dijo La Fontaine, contoneándose—. No se crea que he traído sólo esa idea y esos ochenta doblones al señor superintendente.
—¡Ea —exclamaron de todos lados—, hoy está en fondos el señor La Fontaine!
—Bendita sea la idea, si me trae uno o dos millones —dijo alegremente Fouquet.
—Precisamente —contestó La Fontaine.
—¡Pronto, pronto! —exclamó la asamblea.
—¡Cuidado! —dijo Pellisson al oído de La Fontaine—. Hasta ahora habéis conseguido un gran triunfo. No vayáis a arrojar la flecha más allá del blanco.
—Necuácuam, señor Pellisson, y vos, que sois hombre de buen gusto, seréis el primero en aplaudir.
—¿Se trata de millones? —dijo Gourville.
—Tengo aquí un millón quinientas mil libras, señor Gourville. Y se golpeó el pecho.
—¡Al diablo el gascón de Château-Thierry! —exclamó Loret.
—No es el bolsillo lo que hay que golpear —dijo Fouquet—, sino el cerebro.
—Veamos —añadió La Fontaine—; señor superintendente, vos no sois un fiscal general, sino un poeta.
—¡Eso es verdad! —exclamaron Loret, Conrart y todos los literatos que allí había.
—Sois, digo, un poeta, un pintor, un escultor, un amigo de las artes y de las ciencias, pero confesad vos mismo que no sois curial.
—Lo confieso —replicó sonriendo el señor Fouquet.
—Aun cuando os nombrasen académico lo rehusaríais, ¿no es verdad?
—Creo que sí, mal que les pese a los académicos.
—Bien; y ¿por qué, no queriendo formar parte de la Academia, consentís en formarla del Parlamento?
—¡Hola! —exclamó Pellison—. Parece que entramos en política.
—Pregunto —prosiguió La Fontaine— si la toga sienta o no sienta bien al señor Fouquet.
—No se trata aquí de togas —dijo Pellisson, contrariado por la risa de la asamblea.
—Al contrario —dijo Loret—, de la toga es de lo que se trata.
—Quítese la toga el fiscal general —dijo Conrart—, y tenemos al señor Fouquet, de lo cual no nos quejamos; pero, como hay fiscal general sin toga, declaremos, de conformidad con lo expuesto por el señor de La Fontaine, que seguramente la toga es un espantajo.
—Fugiunt risus leporesque —dijo Loret.
—Las risas y las gracias —añadió un filósofo.
—Yo —prosiguió Pellisson con gravedad— no es así como traduzco lepores.
—¿Pues cómo lo traducís? —preguntó La Fontaine.
—Así: «Las liebres huyen al ver al señor Fouquet».
El auditorio prorrumpió en risas, de que también participó el superintendente.
—¿Y por qué las liebres? —arguyó Conrart, picado.
—Porque será liebre el que no se alegre de ver al señor Fouquet con los atributos de su fuerza parlamentaria.
—¡Oh, oh! —exclamaron los poetas.
—Quo non ascendant —dijo Conrart—, me parece imposible con toga de fiscal.
—Y a mí sin toga —dijo el obstinado Pellisson—. ¿Qué os parece, Gourville?
—Me parece que la toga es buena —replicó éste—; pero opino también que millón y medio valdría más que la toga.
—Y yo soy del parecer de Gourville —dijo Fouquet cortando la discusión con su dictamen, que debía dominar por necesidad a todos los otros.
—¡Millón y medio! —suspiró Pellisson—. ¡Diantre! Sé una fábula india…
—Contádmela —dijo La Fontaine—; yo también debo saberla.
—¡Contadla, contadla!
—La tortuga tenía una concha —dijo Pellisson, en la que se ocultaba cuando se veía amenazada por sus enemigos. Un día le dijo uno: «Mucho calor debéis tener en el verano en esa casa, que hasta os impide poder mostrar vuestras gracias. Ahí tenéis la culebra, que os pagará por ella millón y medio».
—¡Bien! —dijo riendo el superintendente.
—¿Y qué más? —preguntó La Fontaine, teniendo más interés por el apólogo que por la moraleja.
—La tortuga vendió su concha y se quedó desnuda. Acertó a verla un buitre que tenía hambre, y, de un picotazo en los lomos, la devoró.
—O mythos deloi?… —dijo Conrart.
—Que el señor Fouquet hará bien en conservar su toga.
La Fontaine tomó en serio el sentido moral de la fábula.
—Olvidáis a Esquilo —dijo a su adversario.
—¿A quién decís?
—A Esquilo el Calvo.
—¿Y qué?
—A Esquilo, cuyo cráneo un buitre, bastante aficionado a tortugas, que sería probablemente el vuestro, tomó por una piedra y arrojó sobre él una tortuga muy envuelta en su concha.
—La Fontaine tiene razón —replicó Fouquet pensativo—. Todo buitre, cuando tiene hambre de tortugas, sabe muy bien romperles gratis la concha. ¡Felices las tortugas que encuentran una culebra que se la compre en millón y medio! Que me den una culebra generosa, como la de vuestra fábula, Pellisson, y le doy mi concha.
—Rara avis in terris! —murmuró Conrart.
—Y parecida a un cisne negro, ¿no es verdad? —añadió La Fontaine—. Pues bien, esa ave rara y negra la he encontrado yo.
—¿Habéis encontrado quien quiera tomar mi cargo de fiscal? —preguntó Fouquet.
—Sí, señor.
—Pero el señor superintendente no ha dicho nunca que quisiera venderlo —repuso Pellisson.
—Perdonad; vos mismo habéis hablado de ello —dijo Conrart.
—Yo soy testigo —dijo Gourville.
—Se apasiona mucho con los excelentes sermones que me predica —dijo riendo Fouquet.
—Y vamos a ver, La Fontaine, ¿quién es el comprador?
—Un pájaro negro, un consejero del Parlamento; una excelente persona.
—¿Que se llama?
—Vanel.
—¡Vanel! —exclamó Fouquet—. ¡Vanel! ¿El marido de…?
—El mismo, su marido; sí, señor.
—¡Pobre hombre! —dijo Fouquet con interés—. ¿Y quiere ser fiscal general?
—Quiere ser todo lo que sois —dijo Gourville—, y hacer lo mismo que habéis hecho.
—¡Oh, qué divertido! ¡Contadnos eso, La Fontaine!
—Es sencillísimo. Como suelo encontrarle de vez en cuando, le vi el otro día paseando por la plaza de la Bastilla, en el momento precisamente en que iba yo a tomar el carruaje de Saint-Mandé.
—Estaría acechando a su mujer, de seguro —interrumpió Loret.
—¡No, pardiez! —dijo sencillamente Fouquet—. No es celoso.
—Me detuvo, pues, me abrazó, me llevó a la taberna de la Image Saint-Fiacre, y me comunicó sus penas.
—¿Tiene penas?
—Sí; su mujer le inspira ambición.
—¿Y os dijo…?
—Que le habían hablado de un cargo en el Parlamento; que había sido pronunciado el nombre del señor Fouquet, y que, desde entonces, la señora Vanel sueña con llamarse señora fiscala general, y que se perece todas las noches soñando con eso.
—¡Diantre!
—¡Pobre mujer! —dijo Fouquet.
—Esperad. Conrart me está diciendo continuamente que no sé manejar los asuntos: ahora veréis cómo me he conducido en éste.
—Veamos.
—¿Sabéis, le dije a Vanel, que vale caro un cargo como el del señor Fouquet?
—¿Sobre cuánto, aproximadamente?, me preguntó.
—El señor Fouquet ha rehusado ya un millón setecientas mil libras.
—Mi mujer, replicó Vanel, había calculado dar alrededor de un millón cuatrocientas mil.
—¿Al contado?, le hice observar.
—Sí; ha vendido una posesión en Guinea, y tiene dinero."
—Es un bonito premio para recibirlo de una vez —dijo sentenciosamente el abate Fouquet, que aún no había hablado.
—¡Vaya con la pobre señora Vanel! —exclamó Fouquet.
Pellisson se encogió de hombros.
—¡Es el demonio! —dijo por lo bajo a Fouquet.
—¡Precisamente…! Sería delicioso reparar con el dinero de ese demonio el mal que por mí se ha causado un ángel.
Pellisson miró con aire de sorpresa a Fouquet, cuyas ideas se fijaron desde entonces en un nuevo objeto.
—¿Qué tal mi negociación? —preguntó La Fontaine.
—¡Admirable, querido poeta!
—Sí —dijo Gourville—; pero no hay cosa más frecuente que oír hablar de comprar caballo a quien no tiene ni con qué pagar la brida.
—Vanel se desdeciría si le cogiesen la palabra —continuó el abate Fouquet.
—No lo creo —dijo La Fontaine.
—¡Qué sabéis!
—Es que aún ignoráis el desenlace de mi historia.
—¡Ah! Pues si hay ya desenlace, ¿a qué andar con rodeos?
—Semper ad adventum. ¿No es cierto? —dijo Fouquet en el tono de un gran señor que se engolfa en barbarismos.
Los latinistas aplaudieron.
—Mi desenlace —dijo La Fontaine—, es que Vanel, ese temible pájaro negro, sabiendo que venía yo a Saint-Mandé, me suplicó que le permitiese acompañarme.
—¡Hola, hola!
—Y le presentase, si era posible, a monseñor.
—¿Y qué?
—De modo que está ahí en la cespedera de Bel-Air.
—Como un escarabajo.
—Sin duda, decís eso por las antenas, ¿no es así Gourville, chistoso, desgraciado? ¿Y qué se hace, señor Fouquet?
—No es justo que el esposo de la señora Vanel se resfríe fuera de mi casa; id a buscarle, La Fontaine, puesto que sabéis dónde está.
—Ahora mismo voy.
—Yo os acompañaré —dijo Gourville—, y traeré los sacos.
—Nada de chocarrerías —dijo gravemente Fouquet—. Tratemos el negocio con seriedad, si es que hay negocio. Ante todo, seamos hospitalarios.
—Disculpadme, La Fontaine, con ese buen hombre, y decidle que siento en el alma haberle hecho esperar, pero que ignoraba que estuviese ahí.
La Fontaine había salido ya, y no fue poca fortuna que Gourville le acompañase, pues el poeta, absorto del todo en sus números, equivocaba ya el camino y corría hacia Saint-Maur.
Un cuarto de hora después fue introducido el señor Vanel en el despacho del señor superintendente, aquel mismo despacho cuya descripción y comunicaciones dimos al: principio de esta historia.
Al verle pasar Fouquet, llamó a Pellisson y le habló unas palabras al oído.
—Retened bien lo que os voy a encargar —le dijo—: que toda la plata, vajilla y alhajas sean empaquetadas en el carruaje. Tomad los caballos negros, y que os acompañe el platero; retrasad la comida hasta que llegue la señora de Bellière.
—Habrá que avisarle —dijo Pellisson.
—Es inútil; yo me encargo de eso.
—Está bien.
—Id, amigo mío.
Pellisson partió, augurando mal, pero confiando, como todos los amigos verdaderos, en la voluntad que lo dominaba. En esto está la fuerza de las almas grandes; la desconfianza es propia sólo de las naturalezas inferiores.
Vanel se inclinó, pues, en presencia del superintendente. Iba a comenzar su arenga.
—Sentaos, señor —le dijo cortésmente Fouquet—. Tengo entendido que deseáis obtener mi cargo.
—Monseñor…
—¿Cuánto podéis dar por él?
—A vos toca fijar la suma, monseñor. Sé que os han hecho ya ofrecimientos.
—Me han dicho que la señora Vanel lo aprecia en un millón cuatrocientas mil libras.
—Es todo cuanto poseemos.
—¿Podéis darme la suma inmediatamente?
—No la traigo aquí —contestó ingenuamente Vanel, asustado de aquella naturalidad, de aquella grandeza, cuando esperaba entrar en luchas y regateos de traficante.
—¿Cuándo los tendréis?
—Cuando quiera, monseñor.
Y temblaba de que Fouquet se burlara de él.
—Si no fuese por la molestia de tener que volver a París, os diría que ahora mismo.
—¡Oh monseñor…!
—Pero —interrumpió el superintendente—, fijemos el pago y la firma para mañana por la mañana.
—Sea —replicó Vanel, atónito de lo que oía.
—¿A las seis? —dijo Fouquet.
—A las seis —dijo Vanel.
—¡Adiós, señor Vanel! Decid a la señora que soy su humilde servidor.
Y Fouquet se levantó. Entonces Vanel, a quien le afluía la sangre a los ojos y principiaba a perder la cabeza:
—¡Monseñor, monseñor! —dijo con seriedad—, ¿me dais vuestra palabra?
Fouquet volvió la cabeza.
—¡Pardiez! —dijo—. ¿Y vos? Vanel vaciló, tembló, concluyó por alargar tímidamente su mano. Fouquet abrió y adelantó noblemente la suya.
Aquella mano leal se impregnó por un segundo en el sudor de una mano hipócrita. Vanel apretó los dedos de Fouquet para persuadirse mejor.
El superintendente retiró dulcemente la suya.
—¡Adiós! —dijo.
Vanel retrocedió de espaldas hacia la puerta, precipitóse por las antesalas, y escapó.