Semejantes intrigas ya agotadas, el espíritu humano, tan múltiple en sus exhibiciones, ha podido desenvolverse a sus anchas en los tres cuadros que nuestro relato le ha proporcionado.
Quizá se trate aún de política y de intrigas en el que ahora preparamos, pero los resortes están de tal modo ocultos, que no se verán más que las flores y las pinturas, absolutamente como en los teatros de feria en cuya escena aparece un coloso que anda movido por las piernecitas y los brazos raquíticos de un niño oculto en su armazón.
Volvamos a Saint-Mandé, donde el superintendente recibe, como de costumbre, su escogida sociedad de epicúreos.
De algún tiempo a esta parte, el dueño ha sufrido duras pruebas. Todos se resienten de la angustia del ministro. Ya no hay aquellas magnas y locas reuniones. La Hacienda ha sido un pretexto para el señor Fouquet, y, como dice espiritualmente Gourville, jamás ha habido un pretexto más falaz.
El señor Vatel ingéniase por sostener la reputación de la casa. Sin embargo, los jardineros se quejan de una tardanza ruinosa; los expedicionarios de vino de España envían con frecuencia remesas que nadie paga, y los pescadores que el superintendente tiene a salario en las costas de Normandía, esperan ser reembolsados para retirarse a su tierra. La marea que, más tarde, ha de hacer morir a Vatel, no llega del todo.
Sin embargo, para ser un día de recepción ordinaria, los amigos de Fouquet se presentan más numerosos que de costumbre. Gourville y el abate Fouquet hablan de cuestiones financieras, o sea, que el abate toma prestados de Gourville algunos doblones. Pellisson, sentado con las piernas cruzadas, termina la peroración de un discurso, con el que debe abrir Fouquet el Parlamento.
Y este discurso es una obra maestra, pues Pellisson lo hace para su amigo, es decir, que mete en él todo lo que ciertamente no iría a buscar para sí propio. Y estando disputando sobre las más fáciles rimas, llegaron del fondo del jardín Loret y La Fontaine.
Los pintores y los músicos se dirigen a su vez al comedor, y cuando den las ocho cenarán.
Jamás hace aguardar el superintendente.
Son las siete y media; el apetito se anuncia con bastante fuerza. Cuando todos los invitados están reunidos, Gourville se va derecho a Pellisson, le saca de su sueño, y lo lleva en medio de un salón, cuyas puertas ha cerrado.
—¿Qué hay de nuevo? —dice.
Levantando Pellisson su cabeza inteligente:
—Mi tía me ha prestado veinticinco mil libras. Aquí están en bonos de la Caja.
—Bien —contestó Gourville—, ya no faltan más que ciento noventa y cinco mil libras para el primer pago.
—¿El pago de qué? —dijo La Fontaine, con el mismo tono que usaba para decir: «¿Habéis leído a Baruch?».
—Otra vez aquí el que me distrae de todo —dijo Gourville—. ¡Cómo! ¿Vos, el que nos hizo saber que la tierra de Corbeil iba a ser vendida por un acreedor del señor Fouquet; vos, el que nos propuso el escote entre todos los amigos de Epicuro; vos, el que dijo que vendería un rincón de su casa de Château-Thierry, para dar su contingente; vos venís a decir hoy: «El pago de qué»?
Una risa universal acogió esta salida, e hizo ruborizar a La Fontaine.
—Perdón —dijo—, es verdad; no lo había olvidado… Solamente que…
—Solamente que ya no te acordabas —replicó Loret.
—Esa es la verdad. El hecho es que tiene razón. Entre olvidar y no acordarse hay una gran diferencia.
—Entonces —añadió Pellisson—, ¿traéis ese óbolo, precio del rincón de tierra vendido?
—¿Vendido?
—No.
—¿No habéis vendido vuestra tierra? —preguntó Gourville sorprendido, porque conocía el desinterés del poeta.
—Mi mujer no ha querido —contestó éste.
Nuevas risas.
—Sin embargo, habéis ido a Château-Thierry para eso —le repusieron.
—Ciertamente, y a caballo.
—¡Pobre Juan!
—Ocho caballos distintos; estaba molido.
—¡Excelente amigo…! ¿Y habéis descansado allí?
—¿Descansado? ¡Ah, sí! Buen descanso he tenido.
—¿Cómo es eso?
—Mi esposa había hecho coqueterías con aquel a quien yo quería vender la tierra; este hombre se desdijo, y yo lo desafié.
—¡Muy bien! ¿Y os habéis batido?
—Parece que no.
—¿No sabéis nada vos?
—No; mi mujer y sus parientes se han mezclado en el asunto. He tenido la espada en la mano un cuarto de hora, pero no he sido herido.
—¿Y el adversario?
—El enemigo tampoco; no pareció en el terreno.
—¡Es admirable! —exclamaron de todas partes—. Debisteis encolerizaros.
—Furiosamente, porque me resfrié; volví a casa, y mi mujer me riñó.
—¡Sin más ni más!
—Sin mas ni más me tiró a la cabeza un pan enorme.
—¿Y vos?
—Yo le volqué toda la mesa sobre el cuerpo y sobre el cuerpo de sus convidados; luego monté a caballo, y aquí estoy.
Nadie pudo guardar seriedad al oír esta exposición cómico-heroica. Cuando el huracán de risas se calmó un poco, dijeron a La Fontaine:
—¿Y eso es todo lo que habéis traído?
—¡Oh, no! Tengo una idea excelente.
—¡Decidla!
—¿Habéis observado que se hacen en Francia muchas poesías jocosas?
—¡Claro que sí! —contestó la asamblea.
—¿Y que —continuó La Fontaine— se imprimen muy pocas?
—Las leyes son duras, es verdad.
—Pues bien, mercancía rara es mercancía cara, he pensado yo; y por eso me he puesto a componer un poemita extremadamente licencioso…
—¡Oh querido poeta!
—Extremadamente picaresco.
—¡Oh!
—Extremadamente cínico.
—¡Diablo, diablo!
—Y he puesto en él —continuó fríamente el poeta— todas las palabras lúbricas que he podido encontrar.
Todos agitábanse de risa, mientras que el buen poeta ponía de este modo la muestra a su mercancía.
—Y me he aplicado —continuó a sobrepujar todo lo que Boccaccio, Aretino y otros maestros han hecho en este género.
—¡Buen Dios! —exclamó Pellisson—. ¡Eso será condenado!
—¿Suponéis? —dijo cándidamente La Fontaine—. Os juro que no he hecho eso por mí, sino únicamente por el señor Fouquet. —Esta admirable conclusión colmó la satisfacción de los concurrentes—. Y he vendido el opúsculo en ochocientas libras la primera edición —añadió La Fontaine restregándose las manos—. Los libros piadosos se compran en menos de la mitad.
—Pues más hubiese valido —dijo Gourville riendo— haber hecho dos libros piadosos.
—Eso es demasiado largo y no tan divertido —replicó La Fontaine—; mis ochocientas libras están en este saquillo y las ofrezco.
—Y, en efecto, puso su ofrenda en manos del tesorero de los epicúreos.
Después correspondió el turno a Loret, que dio ciento cincuenta libras; los otros hicieron lo mismo, y, hecha la cuenta, resultaron cuarenta mil libras en la escarcela.
Jamás resonó más generoso dinero en las balanzas divinas, donde la caridad pesa los buenos corazones e intenciones contra las monedas falsas de los devotos hipócritas.
Todavía resonaban los escudos cuando el superintendente entró, o más bien, se deslizó en la sala. Todo lo había oído.
Se vio a este hombre que había removido tantos millones; a este rico, que había agotado todos los placeres y todos los honores; a este corazón inmenso y cerebro profundo, que había devorado la substancia material y moral del primer reino del mundo; viose a Fouquet, decimos, pasar el umbral con los ojos llenos de lágrimas y meter sus dedos blancos y finos entre el oro y la plata.
—¡Pobre limosna! —exclamó con voz tierna y conmovida—. Tú desaparecerás en el más pequeño pliegue de mi bolsa vacía; pero han llenado hasta el borde lo que nadie agotará jamás: mi corazón. ¡Gracias, amigos queridos, gracias!
Y, como no podía abrazar a todos los que allí se encontraban, y que también lloraban un poco, por más filósofos que fueran, abrazó a La Fontaine, diciéndole:
—¡Pobre mozo que se ha hecho pegar por su mujer a causa mía, y condenar por su confesor!
—¡Bien! Eso no es nada —respondió el poeta—; que vuestros acreedores esperen dos años y habré hecho otros cien cuentos que, a dos ediciones cada uno, satisfarán la deuda.