Capítulo XLIVDos amigas

La reina miró orgullosamente a la señora de Chevreuse.

—Creo —dijo— que habéis pronunciado la palabra feliz hablando de mí.

Hasta ahora, duquesa, había creído imposible que una criatura humana pudiera ser menos feliz que la reina de Francia.

—Señora, habéis sido, efectivamente, una dolorosa; pero al lado de esas miserias ilustres de que hablábamos hace poco corno antiguas amigas, separadas por la perversidad de los hombres; al lado, digo, de esos regios infortunios, tenéis alegrías poco sensibles, es cierto, pero muy envidiadas de este mundo.

—¿Cuáles? —dijo tristemente Ana de Austria—. ¿Cómo podéis pronunciar la palabra alegría, duquesa, vos, que ahora mismo reconocíais la precisión que tengo de remedios para mi cuerpo y para mi alma?

La señora de Chevreuse se recogió un momento.

—¡Qué lejos están los reyes de los otros hombres! —murmuró.

—¿Qué queréis decir?

—Quiero decir que de tal suerte están alejados de lo vulgar, que olvidan todas las necesidades de la vida en los otros. Como el habitante de la montaña africana que, desde sus vertientes de esmeralda, bañadas por los riachuelos que forma el deshielo, no comprende que el habitante de la llanura muera de sed y de hambre en las tierras calcinadas por el sol.

La reina se sonrojó ligeramente; acababa de comprender.

—¿Sabéis —dijo que ha sido mal hecho haberos abandonado?

—¡Oh! Señora, se dice que el rey ha heredado el odio que me profesaba su padre. Me despediría si supiese que estaba en Palacio.

—No digo que Su Majestad esté bien dispuesto en vuestro favor, duquesa —contestó la reina—, pero yo… podría… secretamente…

La duquesa dejó escapar una sonrisa desdeñosa, que inquietó a su interlocutora.

—Por lo demás —añadió la reina—, habéis hecho muy bien en venir aquí.

—¡Gracias, señora!

—Aunque no sea más que para darnos la satisfacción de desmentir el rumor de vuestra muerte.

—¿Llegó a decirse, efectivamente, que había muerto?

—Por todas partes.

—No obstante, mis hijos no llevaban luto.

—¡Ah! Bien sabéis, duquesa, que la Corte viaja con frecuencia; vemos poco a los señores de Albert y de Luynes, y no pocas cosas escapan a las preocupaciones en medio de las cuales vivimos constantemente.

—Vuestra Majestad no debió creer en el rumor de mi muerte.

—¿Por qué no? ¡Ay! Somos mortales. ¿No veis cómo yo, vuestra hermana segunda, según decíamos en otro tiempo, me inclino ya hacia la sepultura?

—Si Vuestra Majestad creía en mi muerte, debió sorprenderse entonces de no haber recibido noticias mías.

—La muerte sorprende a veces muy pronto, duquesa.

—¡Oh señora! Las almas cargadas de secretos, como aquel de que hablábamos hace poco, siempre tienen una necesidad de expansión que es necesario satisfacer de antemano. En el número de los descansos preparados para la eternidad, se cuenta el de poner en orden sus papeles. La reina se estremeció.

—Vuestra Majestad —dijo la duquesa— sabrá ciertamente el día de mi muerte.

—¿Cómo?

—Porque Vuestra Majestad recibirá al día siguiente, bajo cuádruple sobre, todo lo que se ha salvado de nuestras pequeñas correspondencias tan misteriosas de otro tiempo.

—¡No lo habéis quemado! —exclamó Ana con terror.

—¡Oh amada reina! —replicó la duquesa—. Sólo los traidores queman una correspondencia regia.

—¿Los traidores?

—Sin duda; o más bien, simulando que la queman, la guardan o la venden.

—¡Dios mío!

—Los fieles, por el contrario, sepultan preciosamente tales tesoros; luego, un día, llegan en busca de su reina, y le dicen: «Señora, me siento vieja y enferma; hay peligro de muerte para mí, peligro de revelación para el secreto de Vuestra Majestad; así, por tanto, tomad ese papel peligroso, y quemadlo vos misma».

—¡Un papel peligroso! ¿Cuál?

—En cuanto a mí, es indudable que no tengo más que uno; —pero es muy peligroso.

—¡Oh, duquesa, decid cuál, decid!

—Este billete… fechado el 2 de agosto de 1644, en el que me recomendabais que fuese a Noisy-le-Sec para ver aquel amado y desgraciado hijo. Señora, de vuestra mano está escrito: «Querido y desgraciado hijo». Hubo entonces un momento de silencio profundo; la reina sondeaba el abismo; la señora de Chevreuse tendía su lazo.

—¡Sí, desgraciado, muy desgraciado! —murmuró Ana de Austria—. ¡Qué triste existencia ha llevado ese pobre niño para llegar a un fin tan cruel!

—¿Ha muerto? —exclamó vivamente la duquesa con curiosidad, de cuyo acento sincero se apoderó con avidez la reina.

—Muerto de consunción, muerto olvidado, marchito, muerto como esas flores dadas por un amante y que la amada deja expirar en el cajón por ocultarlas a todo el mundo.

—¡Muerto! —repitió la duquesa con un tono de desaliento que hubiese regocijado mucho a la reina, a no ir templado por una mezcla de duda—. ¿Muerto en Noisy-le-Sec?

—Sí, en brazos de su ayo, honrado servidor que no ha sobrevivido largo tiempo.

—Eso se concibe; ¡es tan pesado de llevar un luto y un secreto semejantes!

La reina no se tomó el trabajo de observar la ironía de esta reflexión, y la señora de Chevreuse continuó:

—Pues bien, señora, hace algunos años que me informé en el mismo Noisy-le-Sec de la suerte de ese niño, y me dijeron que no pasaba por muerto; por eso no me afligí desde el principio con Vuestra Majestad. ¡Oh! Si yo lo hubiera sabido, nunca una alusión mía a este deplorable suceso hubiera venido a despertar los muy legítimos dolores de Vuestra Majestad.

—¿Afirmáis que el niño no pasaba por muerto en Noisy?

—No, señora.

—¿Pues qué se decía de él?

—Decíase… pero sin duda se equivocaban.

—Continuad.

—Decíase que una tarde, hacia 1645, una bella y majestuosa dama, lo cual se notó no obstante la máscara y el manto que la cubrían, una dama de calidad, de alta calidad sin duda, había llegado en una carroza a la salida del camino, el mismo en que yo aguardaba noticias del joven príncipe cuando Vuestra Majestad se dignaba enviarme allí.

—¿Y qué?

—Y que el ayo había entregado el niño a la dama.

—¿Qué más?

—Al siguiente día, ayo y niño habían abandonado el país.

—¡Ya lo veis! Algo de cierto hay en eso, puesto que, en efecto, el pobre niño murió herido de uno de esos rayos que, según el decir de los médicos, amenazan la vida de los niños hasta los siete años.

—¡Oh! Lo que me dice Vuestra Majestad es lo cierto, pues nadie lo sabe mejor, ni nadie lo cree más que yo. ¡Pero admirad lo raro…!

«¿Qué más habrá?», pensó la reina.

—La persona que me llevó esos detalles, que había ido a informarse de la salud del niño, esa persona…

—¿Confiasteis tal cuidado a otro? ¡Oh, duquesa!

—Otro que era mudo como vos, señora, como yo misma; pongamos que fui yo mismo; señora; ese otro digo, pasando algunos meses después por Turena…

—¿Por Turena?

—Reconoció al ayo y al niño. ¡Perdón! Creyó reconocerlos. Vivían los dos, alegres y felices y floreciendo ambos, el uno en verde vejez, el otro en su lozana juventud. Juzgad, según esto, lo que son los rumores; tened fe en lo que pasa en este mundo. Pero observo que canso a Vuestra Majestad. ¡Oh! No es ésa mi intención, y pediré permiso para retirarme después de haberle renovado la seguridad de mi respetuosa adhesión.

—Deteneos, duquesa; hablemos algo de vos.

—¿De mí? ¡Oh señora! No bajéis hasta ahí vuestras miradas.

—¿Por qué? ¿No sois vos mi más antigua amiga? ¿Me queréis mal, duquesa?

—¡Yo, Dios mío! ¿Por qué motivo? ¿Hubiera venido a ver a Vuestra Majestad si tuviese causa para quererla mal?

—Duquesa, los años cargan sobre nosotras, y es necesario unirnos contra la muerte que nos amenaza.

—Señora, me abrumáis con esas dulces palabras.

—Nadie me ha servido ni amado jamás como vos, duquesa.

—¿Se acuerda de ello Vuestra Majestad?

—Siempre… Duquesa, una prueba de amistad.

—¡Ah, señora! Todo mi ser pertenece a Vuestra Majestad…

—Pues esa prueba…

—¿Qué prueba?

—Pedidme algo.

—¿Pedir?

—¡Oh! Ya sé que tenéis el alma más desinteresada, la más grande, la más regia.

—No me elogiéis demasiado, señora —dijo la duquesa inquieta.

—Jamás os elogiaré tanto como merecéis.

—¡Con la edad, con las desgracias, se cambia mucho, señora!

—¡Dios os oye, duquesa!

—¿Cómo?

—Sí; la duquesa de otra época, la bella, la orgullosa, la adorada Chevreuse, me hubiera respondido ingratamente: «No quiero nada de vos». Benditas sean, pues, las desgracias, si han venido, puesto que os habrán cambiado, y quizá me contestéis: «Acepto».

La duquesa dulcificó su mirada y su sonrisa; estaba bajo un encanto y no lo ocultaba.

—Hablad, duquesa —dijo la reina—; ¿qué queréis?

—Luego es preciso explicarse…

—Sin vacilar.

—Pues bien, Vuestra Majestad puede proporcionarme una alegría indecible, incomparable.

—Vamos a ver —dijo la reina un poco más fría por la inquietud—. Pero ante todo, mi buena Chevreuse, acordaos que estoy en poder de un hijo, como estaba en otro tiempo en poder de un marido.

—Lo tendré en cuenta, señora.

—Llamadme Ana, como en otro tiempo; será un dulce eco de la hermosa juventud.

—Pues bien, mi venerada dueña, Ana querida…

—¿Sabes aún el español?

—Sí.

—Pues pídeme en español.

—Hacedme el favor de venir a pasar unos días en Dampierre.

—¿Eso es todo? —murmuró la reina, estupefacta.

—Sí.

—¿Nada más que eso?

—¡Santo Dios! ¿Tendríais la idea de que no os pido en esto el más enorme beneficio? Si es así, no me conocéis. ¿Aceptáis?

—Sí, de todo corazón.

—¡Oh! Gracias.

—Y seré muy feliz —continuó la reina con desconfianza— si mi presencia puede seros útil en alguna cosa.

—¿Útil? —exclamó la duquesa riendo—. ¡Oh! No, no, agradable, grata, deliciosa, sí, mil veces deliciosa. ¿Queda, pues, prometido?

—Jurado.

La duquesa se abalanzó a la mano tan bella de la reina y la cubrió de besos.

«Es una buena mujer en el fondo… —dijo para sí la reina—. Y… de espíritu generoso».

—¿Consentiría Vuestra Majestad en darme quince días? —repuso la duquesa.

—Indudablemente; ¿por qué?

—Porque sabiendo que estoy en desgracia, nadie quema prestarme los cien mil escudos que necesito para reparar la posesión de Dampierre; mas cuando se sepa que son para recibir en ella a Vuestra Majestad, todos los fondos de París afluirán a mi casa.

—¡Ah…! —contestó la reina moviendo dulcemente la cabeza con inteligencia—. ¡Cien mil escudos! ¿Se necesitan cien mil escudos para las reparaciones de Dampierre?

—Por lo menos.

—¿Y nadie quiere prestároslos?

—Nadie.

—Pues yo os los prestaré si lo deseáis, duquesa.

—¡Oh! No me atrevería…

—Pues haríais mal.

—¿De veras?

—A fe de reina… Cien mil escudos no es realmente mucho.

—¿Verdad que no?

—No. ¡Oh! Bien sé que jamás habéis hecho pagar vuestra discreción en lo que vale. Duquesa, aproximadme aquel velador para que os extienda el bono contra el señor Colbert; no, para el señor Fouquet, que es hombre mucho más galante.

—¿Paga?

—Si él no paga, pagaré yo; pero será la primera vez que se niegue a mi firma.

La reina escribió, dio la cédula a la duquesa, y la despidió después de haberla abrazado alegremente.