Capítulo XLIIIEn el aposento de la reina madre

La reina madre permanecía en su dormitorio en el Palais Royal con la señora de Motteville y la señora Molina. El rey, a quien se aguardó hasta la noche, no había parecido; la reina, impaciente, había enviado a preguntar con frecuencia por él.

El tiempo estaba de borrasca. Los cortesanos y las damas evitábanse en las antecámaras y los corredores para no hablarse de asuntos de compromiso.

Monsieur se había ido con el rey por la mañana a una partida de caza. Madame permanecía en su cuarto, poniendo mal gesto a todo el mundo. Respecto a la reina madre, después de haber rezado sus oraciones en latín, hablaba de cosas de la casa con sus dos amigas en castellano puro.

La señora de Motteville, que comprendía admirablemente aquella lengua, respondía en francés.

Después que las tres damas agotaron todas las fórmulas del disimulo y de la política, para venir a decir que la conducta del rey hacía morir de pena a la reina, a la reina madre y a todos sus parientes, y después que fulminaron en términos decentes todas las imprecaciones posibles contra la señorita de La Vallière, terminó la reina madre las recriminaciones con las siguientes palabras, propias de su pensamiento y de su carácter:

—¡Estos hijos! —exclamó dirigiéndose a Molina; expresión profunda en boca de una madre, y terrible en boca de una reina que, como Ana de Austria, ocultaba tan extraños secretos en su alma sombría.

—¡Sí —repuso Molina—, estos hijos, por quienes se sacrifican las madres!

—Por quienes —repuso la reina— una madre lo ha sacrificado todo…

Y no concluyó su frase. Parecióle, cuando levantó los ojos hacia el retrato de cuerpo entero del pálido Luis XIII, que los ojos de su esposo recobraban su brillo. El retrato animábase y amenazaba sin hablar. Profundo silencio sucedió a las últimas palabras de la reina madre. La Molina empezó a revolver las cintas y encajes de un gran cestillo. La señora de Motteville, sorprendida por aquel relámpago de inteligencia que iluminó simultáneamente la mirada de la confidente y la de su ama, bajó los ojos, como mujer discreta, y, absteniéndose de ver, se hizo toda oídos; pero no sorprendió más que un ¡hum! expresivo de la dueña española, imagen de la circunspección, y un suspiro exhalado como un soplo del pecho de la reina.

Inmediatamente levantó la cabeza.

—¿Sufrís? —dijo.

—No, Motteville, no. ¿Por qué dices eso?

—Como Vuestra Majestad parecía quejarse.

—Tienes razón, sí, sufro un poco.

—El señor Valot está cerca de aquí; creo que se halla con Madame.

—¿Con Madame? ¿Y por qué?

—Los nervios.

—¡Valiente enfermedad! Hace mal el señor Valot en visitar a Madame, cuando otro doctor la curaría…

La señora de Motteville volvió a, levantar sus ojos con sorpresa.

—¿Otro doctor que el señor Valot? —dijo—. ¿Cuál?

—El trabajo, Motteville, el trabajo. ¡Ay! Si alguien está enferma, es mi pobre hija.

—Y también Vuestra Majestad.

—Esta noche, no.

—¡No estéis tan confiada, señora!

Y, como para justificar esta amenaza de la señora de Motteville, sintió la reina un dolor fuerte en el corazón que le hizo palidecer y la derribó sobre el sillón, con todos los síntomas de un desmayo repentino.

—¡Las gotas! —murmuró.

—¡Voy, voy! —replicó la Molina, quien, sin apresurar el paso, fue a sacar de un armario dorado un enorme frasco de cristal de roca, y se lo presentó abierto a la reina. Esta respiró con frenesí repetidas veces, y exclamó:

—Por aquí es por donde el Señor me ha de matar. ¡Hágase su santa voluntad!

—No por estar mala se muere una —repuso la Molina, volviendo a colocar el frasco en el armario.

—¿Está mejor Vuestra Majestad? —preguntó la señora de Motteville.

—Mejor.

Y la reina se puso un dedo en los labios, para encargar discreción a su favorita.

—¡Es extraño! —dijo la señora de Motteville después de un silencio.

—¿Qué es extraño? —preguntó la reina.

—¿Se acuerda Vuestra Majestad del día que se le presentó ese dolor por primera vez?

—Me acuerdo de que fue un día bien triste, Motteville.

—Ese día no había sido siempre triste para Vuestra Majestad.

—¿Por qué?

—Porque veintitrés años antes nació a la misma hora el rey reinante, vuestro glorioso hijo.

La reina dio un grito, inclinó la frente sobre sus manos, y permaneció abismada durante algunos segundos.

¿Era aquello recuerdo, meditación o efecto de dolor todavía?

La Molina fijó en la señora de Motteville una mirada casi furiosa, según lo que se asemejaba a una reconvención, y la digna mujer, no comprendiendo nada de aquello, iba a preguntar a fin de tranquilizar su conciencia, cuando levantándose de repente Ana de Austria:

—¡El 5 de septiembre! —exclamó—. Sí, el dolor se me presentó el 5 de septiembre. Inmensa alegría un día, y gran dolor otro. Gran dolor —añadió por lo bajo—; expiación de una alegría demasiado grande.

Y desde aquel instante, Ana de Austria, que parecía haber agotado toda su memoria y toda su razón, permaneció impenetrable, con los ojos tristes, vago el pensamiento y colgando las manos.

—Vamos a recogernos —dijo la Molina.

—Al momento, Molina.

—Dejemos a la reina —añadió la tenaz española.

La señora de Motteville se levantó; gruesas y brillantes lágrimas como las de un niño, corrían por las mejillas blancas de la reina.

Así que lo advirtió la Molina, clavó en Ana de Austria sus ojos negros y vigilantes.

—Sí, sí —prosiguió de pronto la reina—; dejadnos, Motteville; podéis iros.

La palabra dejadnos sonó muy mal a los oídos de la favorita francesa. Significaba que iba a seguir a su marcha un cambio de secretos o de recuerdos; significaba que había una persona de más en la conferencia, cuando estaba precisamente en la fase más interesante.

—Señora —preguntó la francesa—, ¿bastará Molina para el servicio de Vuestra Majestad?

—Sí —respondió la española.

Y la señora de Motteville se inclinó.

De pronto, una anciana camarera, vestida como en la corte de España en 1620, abrió las cortinas, y sorprendió a la reina en medio de sus lágrimas, a la señora de Motteville en su diestra retirada, y a la Molina en su diplomacia.

—¡El remedio, el remedio! —gritó gozosamente a la reina aproximándose al grupo sin ceremonia.

—¿Qué remedio, chica? —replicó Ana de Austria.

—Para el mal de Vuestra Majestad —contestó ésta.

—¿Quién lo trae? —preguntó con presteza la señora de Motteville—. ¿El señor Valot?

—No, una dama de Flandes.

—¿Una dama de Flandes? ¿Una española? —interrogó la reina.

—No sé.

—¿Quién la envía?

—El señor Colbert.

—¿Nombre?

—No lo ha dicho.

—¿Condición?

—Ella la dirá.

—¿Su cara?

—Está enmascarada.

—¡Anda a ver, Molina! —exclamó la reina.

—Es inútil —respondió de pronto una voz firme y dulce a la vez, que salió del otro lado de las colgaduras, voz que hizo estremecer a las otras damas y sobresaltar a la reina.

Al mismo tiempo aparecía entre las cortinas una mujer enmascarada. Antes de que la reina hiciera ninguna pregunta:

—Soy una hermana del beaterio de Brujas —dijo la desconocida—, y traigo, en efecto, el remedio que debe curar a Vuestra Majestad.

Todos callaron. La beguina no dio un paso.

—Hablad —dijo la reina.

—Cuando estemos solas —añadió la beguina.

Ana de Austria dirigió una mirada a sus compañeras, y éstas se retiraron.

La beguina dio entonces tres pasos hacia la reina, y se inclinó cortésmente.

La reina miraba con desconfianza a aquella mujer, la cual la miraba también con ojos brillantes a través de los agujeros de su antifaz.

—¿Tan grave está la reina de Francia —dijo Ana de Austria— que hasta en el beaterio de Brujas se ha sabido que necesita curarse?

—Vuestra Majestad, a Dios gracias, no se halla de tal modo enferma que no tenga remedio.

—Pero ¿cómo sabéis que padezco?

—Vuestra Majestad tiene amigos en Flandes.

—¿Y esos amigos os han enviado?

—Sí, señora.

—Nombrádmelos.

—Es ya inútil, señora, puesto que el corazón de Vuestra Majestad no ha despertado su memoria.

Ana de Austria levantó la cabeza, intentando descubrir bajo la sombra de la careta y bajo el misterio de la palabra el nombre de la que se expresaba con tan familiar abandono.

Mas, cansada muy luego de una curiosidad que lastimaba todos sus hábitos de orgullo:

—Señora —dijo—: sin duda ignoráis que no se habla a las personas reales con la cara cubierta.

—Tened la bondad de disculparme, señora —contestó humildemente la beguina.

—No puedo disculparos; lo que puedo hacer es perdonaros si os quitáis la careta.

—Señora, es voto que tengo hecho de auxiliar a las personas afligidas o enfermas sin dejarles ver mi rostro. Había podido dar alivio a vuestro cuerpo y a vuestra alma; pero ya que Vuestra Majestad me lo prohíbe, me retiro. ¡Adiós, señora, adiós!

Estas palabras fueron pronunciadas con tal encanto de armonía y de respeto, que disiparon la ira y la desconfianza de la reina, sin disminuir su curiosidad.

—Tenéis razón —dijo—; no está bien que las personas que sufren desdeñen los consuelos que el Cielo les envía. Hablad, señora, y ojalá que, como acabáis de decir, podáis dar alivio a mí cuerpo… ¡Ay! Creo que Dios se prepara a probarme de una manera cruel.

—Hablemos algo del alma, si lo tenéis a bien —dijo la beata—; del alma, que estoy cierta que sufrirá también.

—¿Mi alma…?

—Hay cánceres devoradores, cuya pulsación es invisible. Estos cánceres, reina, dejan a la piel su blancura de marfil, y no ensucian la carne con sus azulados humores; el médico que examina el pecho del enfermo, no oye rechinar en los músculos, bajo las oleadas de sangre, el diente insaciable de esos monstruos; ni el hierro ni el fuego han podido matar ni desarmar la rabia de esos azotes mortales, que habitan en el pensamiento y lo corrompen, que crecen en el corazón y lo desgarran: ahí tenéis, señora, otros cánceres fatales a las reinas. ¿No sufrís de esa especie de males?

Ana levantó lentamente su brazo, brillante de blancura y puro de formas como en la época de su juventud.

—Esos males de que habláis —dijo—, son la condición de nuestra vida, para nosotros, los grandes de la tierra, a quienes encomienda Dios la cura de las almas. Cuando esos males son demasiado pesados, el Señor nos alivia de ellos en el tribunal de la penitencia. Allí, depositamos el peso que nos agobia y los secretos. Mas no olvidéis que ese mismo Señor soberano proporciona las pruebas a las fuerzas de sus criaturas, y mis fuerzas no son inferiores al peso que sustentan. Respecto a los secretos de otros, me basta la discreción de Dios; respecto de los míos propios, no me fío de mi confesor.

—Os veo animosa, como siempre, contra vuestros adversarios, y os considero desconfiada respecto de vuestros amigos.

—Las reinas no tenemos amigos. Si no tenéis otra cosa que decirme, si os sentís inspirada de Dios, como una profetisa, retiraos, pues temo el porvenir.

—Pues hubiera creído —dijo resueltamente la beguina— que temieseis más todavía el pasado.

Apenas pronunció estas palabras, cuando la reina, levantándose:

—¡Hablad! —exclamó en tono breve e imperioso—. ¡Hablad! Explicaos claramente, vivamente, completamente; si no…

—No amenacéis, reina —dijo la beguina con dulzura—; he venido a vos llena de respeto y compasión; y he venido en nombre de una amiga.

—¡Demostradlo! Consolad, en vez de irritar.

—Fácilmente; y Vuestra Majestad va a ver si es una amiga la que me envía.

—Veamos.

—¿Qué desgracia ha sucedido a Vuestra Majestad en estos últimos veintitrés años?

—Desgracias enormes… ¿No he perdido al rey?

—No hablo de esa clase de desgracias. Lo que os pregunto es si desde… el nacimiento del rey… ha tenido Vuestra Majestad alguna pena grave a causa de una indiscreción de amiga.

—No os comprendo —contestó la reina apretando los dientes para ocultar su emoción.

—Me explicaré más claramente. Vuestra Majestad recordará que el rey nació el 5 de mayo de 1638, a las once y cuarto.

—Sí —balbució la reina.

—A las doce y media —prosiguió la beguina—, el delfín, después de bautizado con el agua de socorro por monseñor de Meaux a presencia del rey y vuestra, era reconocido heredero de la corona de Francia. El rey se dirigió a la capilla del antiguo palacio de Saint-Germain para asistir al Te Deum.

—Todo eso es muy cierto —murmuró la reina.

—El alumbramiento de Vuestra Majestad se había verificado en presencia del difunto hermano de vuestro esposo, de los príncipes y de las damas de la Corte. El médico del rey, Bouvard, y el cirujano Honoré, se hallaban en la antecámara; Vuestra Majestad se durmió a eso de las tres hasta cerca de las siete, ¿no es así?

—Sin duda; pero me estáis diciendo lo que todo el mundo sabe tan bien como vos y como yo.

—Llego, señora, a lo que saben pocas personas; y digo pocas, debiendo decir dos solamente, pues en otro tiempo no eran más que cinco, y de algunos años a esta parte, el secreto se ha ido asegurando con la muerte de los principales partícipes. El rey señor nuestro duerme con sus antepasados; la matrona Peronne le siguió poco después, y Laporte está ya olvidado.

La reina abrió la boca para contestar; pero bajo su fría mano, con la cual se acariciaba el rostro, se deslizaban las gotas de un sudor ardiente.

—Eran las ocho —prosiguió la beguina— el rey almorzaba con apetito y en torno suyo no había más que alegría, gritos y algazara; el pueblo gritaba bajo los balcones; los suizos, los mosqueteros y los guardias eran conducidos en triunfo por los ciudadanos, ebrios de júbilo. Aquellos formidables ruidos de alegría general hacían gemir dulcemente en los brazos de la señora de Hausac, su aya, al delfín, futuro rey de Francia, cuyos ojos, cuando se abriesen, debían ver dos coronas en el fondo de su cuna. De pronto, Vuestra Majestad lanzó un grito agudo y acudió a la cabecera de vuestra cama la matrona Peronne. Los médicos se hallaban almorzando en una pieza lejana. El palacio, desierto a fuerza de la mucha gente que lo invadía, no tenía consignas, ni guardias. La matrona, después de examinar el estado de Vuestra Majestad, lanzó una exclamación de sorpresa; y, cogiéndoos en brazos, desolada, loca de dolor, envió a Laporte para avisar al rey que Su Majestad la reina quería verle en su cuarto. Laporte, como sabéis, era hombre de talento y serenidad. No se acercó al rey como servidor asustado que conoce su importancia y quiere asustar también. Además, no era una mala noticia lo que esperaba al rey. De todos modos, Laporte se presentó con la sonrisa en los labios, junto a la silla del rey, y le dijo:

»—«Señor, la reina es dichosa, y lo sería más todavía si viese a Vuestra Majestad».

»Aquel día habría dado su corona a un pobre por un ¡Dios le bendiga! Alegre, ligero, vivo, el rey se levantó, diciendo, en el mismo tono que lo hubiera hecho Enrique IV.

»—«Señores, voy a ver a mi mujer».

»Llegó, señora, a vuestro cuarto en el momento en que la matrona Peronne le mostraba un segundo príncipe, lindo y robusto como el primero, diciéndole:

»—«Señor, el Cielo no quiere que el reino de Francia recaiga en hembras».

»El rey, en su primer impulso, abalanzóse al niño, gritando:

»—«¡Gracias, Dios mío!».

La beguina se detuvo en este punto, advirtiendo lo mucho que sufría la reina. Ana de Austria, metida en su sillón, con la cabeza inclinada y los ojos fijos, escuchaba sin oír, y sus labios se agitaban convulsivamente como si formularan un ruego a Dios o una imprecación contra aquella mujer.

—¡Ah! No creáis que si no hay más que un delfín en Francia —dijo la beguina—, no creáis que si la reina ha dejado vegetar a ese niño lejos del trono, ha sido porque sea mala madre. ¡Oh! No… Hay personas que saben cuántas lágrimas ha vertido, que han podido contar los ardientes besos que daba a la infeliz criatura en cambio de aquella vida de miseria y de sombra a que la razón de Estado condenaba al hermano gemelo de Luis XIV.

—¡Dios mío, Dios mío! —murmuró débilmente la reina.

—Se sabe —continuó con viveza la beguina— que el rey, viéndose con dos hijos de una misma edad y con iguales pretensiones, tembló por la salvación de Francia, por la tranquilidad de su Estado. Se sabe que el señor cardenal Richelieu llamado de intento por Luis XIII, estuvo reflexionando más de una hora en el despacho de Su Majestad, y pronunció esta sentencia: «Ha nacido un rey para suceder a Su Majestad. Dios ha enviado otro para suceder a ese primer rey; pero por ahora, no tenemos precisión más que del que nació primero; ocultemos el segundo a Francia, como Dios lo había ocultado a sus mismos padres. Un príncipe es para el Estado el orden y la seguridad; dos competidores, son la guerra y la anarquía».

La reina se levantó bruscamente, pálida y con los puños crispados.

—Sabéis demasiado —dijo con sorda voz—, puesto que os entrometéis en los secretos de Estado. En cuanto a los amigos que os han revelado ese secreto, son amigos falsos y desleales. Sois su cómplice en el crimen que hoy se está cometiendo. Ahora, abajo la máscara u os mando arrestar por mi capitán de guardias. ¡Oh…! ¡Ese secreto no me da miedo, y ya que lo habéis bebido, yo os lo haré devolver! Quedará ahogado en vuestro seno; ni ese secreto ni vuestra vida os pertenecen desde este instante.

Ana de Austria, uniendo la acción a la amenaza dio dos pasos hacia la beguina.

—Aprender —dijo ésta— a conocer la lealtad, el honor y la discreción de vuestros amigos abandonados.

—Y súbitamente se quitó la careta.

—¡La señora de Chevreuse! —dijo la reina.

—La única confidente del secreto con Vuestra Majestad.

—¡Ah! —murmuró Ana de Austria—. ¡Abrazadme, duquesa! ¡Ay! Es matar a los amigos jugar de ese modo con sus mortales sufrimientos.

Y la reina, apoyando la cabeza en el hombro de la vieja duquesa, dejó escapar de sus ojos un raudal de amargas lágrimas.

—¡Qué joven estáis todavía! —exclamó ésta con voz sorda—. ¡Lloráis!