Dio Colbert la carta a la duquesa, y le retiró suavemente la silla, detrás de la cual se guarecía ella.
La señora de Chevreuse saludó muy ligeramente, y salió.
Colbert, que había reconocido la letra de Mazarino y contado las cartas, llamó a su secretario y le encargó fuese a buscar a su casa al señor Vanel, consejero del Parlamento. Contestó el secretario que, fiel a sus costumbres, el señor consejero acababa de entrar en la casa a fin de dar cuenta al intendente de los principales detalles del trabajo terminado aquel mismo día en la sesión del Parlamento.
Colbert se aproximó a las lámparas, volvió a leer las cartas del difunto cardenal, sonrióse varias veces reconociendo en ellas todo el valor de los documentos que acababa de entregarle la señora de Chevreuse, y, apoyando por espacio de bastantes minutos su enorme cabeza entre las manos, reflexionó profundamente.
Mientras tanto, un hombre grueso y alto, de semblante huesudo, ojos fijos y nariz acaballada, había pasado al gabinete de Colbert con modesta resolución, que denunciaba un carácter flexible y decidido; flexible para con el amo que podía abandonarle una presa, firme para con los perros que hubiesen podido disputársela. El señor Vanel llevaba bajo el brazo una voluminosa cartera, que dejó sobre el mismo pupitre en que los codos de Colbert sostenían su cabeza.
—Buenos días, señor Vanel —dijo saliendo de su meditación.
—Buenos días, monseñor —dijo naturalmente Vanel.
—Eso es lo que hace falta decir —replicó suavemente Colbert.
—Yo llamo monseñor a los ministros —dijo Vanel con sangre fría imperturbable—. Y si vos no lo sois todavía, no por eso dejáis de ser mi señor.
Colbert levantó la cabeza para leer en la fisonomía del consejero la sinceridad de su adhesión. Pero nada descubrió en el rostro de Vanel. Podía ser honrado. Colbert pensó que aquel inferior era para él superior, respecto a que tenía una mujer infiel.
En el momento en que se apiadaba de la suerte de aquel hombre, Vanel sacó fríamente de su bolsillo un billete perfumado, sellado con cera, y lo tendió a Colbert.
—¿Qué es esto, Vanel?
—Una carta de mi mujer, monseñor.
Colbert tosió. Cogió la carta, la abrió, la leyó y se la guardó en el bolsillo, mientras Vanel hojeaba impasiblemente su volumen de procedimientos.
—Vanel —dijo de repente el protector a su protegido—: ¿sois un hombre de trabajo?
—Sí, monseñor.
—¿No os asustan doce horas de estudio?
—Quince trabajo al día.
—¡Imposible! Un consejero no trabajaría jamás más de tres horas para el Parlamento.
—¡Oh! Yo hago —estados para un amigo que tengo en el Tribunal de Cuentas, y, como me sobra tiempo, estudio el hebreo.
—¿Sois muy considerado en el Parlamento, Vanel?
—Creo que sí, monseñor.
—Bueno sería no pudrirse en la silla de consejero.
—¿Qué hacer para eso?
—Comprar un empleo.
—¿Cuál?
—Algo grande. Las ambiciones pequeñas son las más difíciles de satisfacer.
—Y las bolsas pequeñas, monseñor, son las más difíciles de llenar.
—Pero ¿veis algún empleo bueno? —dijo Colbert.
—Yo no veo ninguno, la verdad.
—Yo sí veo uno, aunque sería preciso ser el rey para comprarlo cómodamente; pero creo que el rey no tendrá la fantasía de comprar un cargo de fiscal general.
Al oír semejantes palabras, Vanel fijó en Colbert su mirada humilde y empañada a la vez.
Colbert se preguntó si había sido adivinado o únicamente encontrado por el pensamiento de aquel hombre.
—¿Me habláis, monseñor, del oficio de fiscal general en el Parlamento?
—No conozco otro, como no sea el del señor Fouquet.
—Precisamente, mi querido consejero.
—No vais con rodeos, monseñor; mas, antes de comprar la mercancía, ¿no hace falta que se halle en venta?
—Es que yo creo que dentro de poco estará en venta ese cargo.
—¡En venta! ¿El empleo de fiscal del señor Fouquet?
—Eso se dice.
—¡El empleo que le hace inviolable, en venta! ¡Oh…! ¡Oh…! Y Vanel se echó a reír.
—¿Tendríais miedo a ese empleo? —dijo seriamente Colbert.
—¡Miedo! No.
—¿Ni ganas?
—Monseñor se burla de mí —contestó Vanel—. ¿Cómo un consejero del Parlamento no ha de tener ganas de ser fiscal general?
—Entonces, señor Vanel… cuando yo os digo que el cargo se presenta en venta…
—Monseñor lo dice.
—Es el rumor que corre.
—Repito que eso es imposible; nunca tira un hombre el escudo detrás del cual ha salvado su honor, su fortuna y su vida.
—A veces vense locos que se creen por encima de todas las malas eventualidades, señor Vanel.
—Sí, monseñor; pero las locuras de esos locos no aprovechan a los pobres Vanel que hay en el mundo.
—¿Por qué no?
—Porque esos Vanel son pobres.
—Cierto es que el empleo del señor Fouquet puede costar caro. ¿Qué daríais por él?
—Todo lo que poseo, monseñor.
—Lo cual quiere decir…
—Trescientas o cuatrocientas mil libras.
—¿Y cuánto vale el cargo?
—Millón y medio lo menos. Sé de personas que han ofrecido un millón setecientas mil libras, sin decidir al señor Fouquet. De modo que, si por casualidad quisiera el señor Fouquet venderlo, lo cual no creo yo, no obstante lo que me han dicho…
—¡Ah, os han dicho algo! ¿Quién?
—El señor de Gourville… Él señor Pellisson…
—Pues bien, si el señor Fouquet quisiese venderlo…
—No podría comprarlo, en atención a que el superintendente lo haría por tener dinero fresco, y no hay nadie que tenga millón y medio para poner sobre una mesa.
Colbert interrumpió en aquel punto al consejero con una pantomima imperiosa. Había vuelto a reflexionar.
Viendo la actitud grave del amo, y su perseverancia en llevar la conversación hacia aquel tema, Vanel esperaba una solución, sin atreverse a provocarla.
—Explicadme bien —dijo entonces Colbert— los privilegios del cargo de fiscal general.
—El derecho de acusar a todo súbdito francés que no sea príncipe de la sangre; el de destruir toda acusación dirigida contra todo francés que no sea rey o príncipe. Un fiscal general es el brazo derecho de Su Majestad para herir al culpable, y también su brazo para apagar la antorcha de la justicia. Así es que el señor Fouquet se sostendrá contra el rey mismo, sublevando los parlamentos, y Su Majestad contemplará al señor Fouquet para que se registren sus edictos sin contestación. El fiscal general puede ser un instrumento muy útil o muy peligroso.
—¿Deseáis ser fiscal general, Vanel? —dijo de pronto Colbert, dulcificando su mirada y su voz.
—¿Yo? —exclamó éste—. Pero ya he tenido la honra de manifestaros que faltan para eso en mi caja más de un millón de libras.
—Tomaréis prestada esa suma de vuestros amigos.
—No tengo amigos más ricos que yo.
—¡Un hombre de bien!
—¡Si todo el mundo pensase como vos, monseñor!
—Pues yo lo pienso, y basta; y si es preciso, yo responderé por vos.
—Tened presente el proverbio, monseñor.
—¿Cuál?
—«Quien responde paga».
—¿Qué importa eso?
Vanel levantóse, conmovido por esta oferta tan súbita, hecha inopinadamente por un hombre a quien los más frívolos tomaban muy en serio.
—No os burléis de mí, monseñor —dijo.
Veamos, señor Vanel. Decís que el señor Gourville os ha hablado del cargo del señor Fouquet.
Y el señor Pellisson también.
—¿Oficial u oficiosamente?
—He aquí sus palabras: «Esas gentes del Parlamento son codiciosas y ricas; deberían hacer un escote para reunir dos o tres millones al señor Fouquet, su protector, su lumbrera».
—¿Y vos qué dijisteis?
—Dije que por mi parte daría diez mil libras si era preciso.
—¡Ah! ¿Conque estimáis al señor Fouquet? —murmuró Colbert con una mirada llena de odio.
—No; pero el señor Fouquet es nuestro fiscal general, y como se llena de deudas, nosotros debemos salvar el honor del cuerpo.
—He ahí lo que me explica por qué el señor Fouquet será siempre sano y salvo mientras ocupe su empleo —replicó Colbert.
—Y después de esto —prosiguió Vanel—, dijo el señor Gourville: «Dar limosna al señor Fouquet es siempre un proceder humillante, al cual respondería con una negativa; que el Parlamento, pues, haga un escote a fin de comprar dignamente el empleo de fiscal general, y entonces todo se salva, el honor del cuerpo y el orgullo del señor Fouquet».
—Esa es una proposición.
—Así la he considerado yo, monseñor.
—Pues bien, Vanel, inmediatamente iréis en busca del señor Gourville o del señor Pellisson. ¿Conocéis algún otro amigo del señor Fouquet?
—Conozco bastante al señor de La Fontaine.
—¿La Fontaine el poetastro?
—Justamente; hacía versos a mi mujer cuando el señor Fouquet era de nuestros amigos.
—Pues dirigíos a él para conseguir una entrevista con el señor superintendente.
—Con mucho gusto; pero ¿el dinero…?
—No os impacientéis por eso, señor Vanel; en el día y a la hora que se fijen estaréis provisto de la suma.
—¡Monseñor, qué munificencia…! ¡Aventajáis al rey, sobrepujáis al señor Fouquet…!
—Un instante… no abuséis de las palabras. Yo no os doy ese millón y pico de libras, señor Vanel; tengo hijos.
—Pero me las prestáis, señor, y eso basta.
—Eso sí, os las presto.
—Pedid interés, garantía, lo que gustéis, monseñor, a todo estoy dispuesto, y, satisfechos vuestros deseos, seguiré repitiendo que sobrepujáis a los reyes y al señor Fouquet en munificencia. ¿Qué condiciones?
—El reembolso en ocho años.
—¡Oh! Muy bien.
—Hipoteca sobre el cargo mismo.
—Perfectamente; ¿es eso todo?
—Aguardad. Me reservo el derecho de compraros el empleo con ciento cincuenta mil libras de beneficio, si no seguís en su desempeño una línea de conducta conforme a los intereses del rey y a mis designios.
—¡Ah! ¡ah! —dijo Vanel algo emocionado.
—¿Contiene esto algo que, pueda chocaros, señor Vanel? —dijo fríamente Colbert.
—No, no —replicó Vanel vivamente.
—Pues bien, firmaremos este contrato cuando gustéis. Corred a casa de los amigos del señor Fouquet.
—Voy volando…
—Y obtened del superintendente una entrevista.
—Sí, monseñor.
—Sed fácil en concesiones.
—Sí.
—¿Y una vez hechos los arreglos?
—Me apresuro a que se firmen.
—¡Guardaos de ellos…! No habléis jamás de firmas con el señor Fouquet, pues lo perderías todo, ¿entendéis?
—¿Pues qué he de hacer entonces, señor? Es muy difícil…
—Tratad solamente de que el señor Fouquet os dé la mano… ¡Corred!