Capítulo XLIDonde se ve que el trato que no puede hacerse con una persona se hace con otra

Aramis no se había engañado; así que salió la señora de Chevreuse de la casa de la plaza de Baudoyer, se hizo conducir a la suya.

Indudablemente temía que la siguiesen, y trataba con eso de burlar a los espías, caso que los hubiese. Pero, apenas entró en su casa y se cercioró de que nadie la seguía para inquietarla, hizo abrir la puerta del jardín que daba a otra calle, y se dirigió a la Croix-des-Petits-Champs, donde vivía el señor Colbert.

Como hemos dicho, era de noche, y de las más obscuras; París, ya en calma, escondía en su indulgente sombra a la noble duquesa conduciendo su intriga política, y a la sencilla menestrala que, retrasada por un convite, tomaba, de bracero con su amante, el camino más largo para dirigirse a la morada conyugal.

La señora de Chevreuse tenía demasiada práctica en la política nocturna para que ignorase que un ministro jamás se niega, aun cuando sea en su casa, a las damas jóvenes y bellas que temen el polvo de las oficinas, ni a las viejas instruidas que temen el eco de los ministerios.

Un sirviente recibió a la duquesa en el pórtico, y preciso es decir que la recibió bastante mal. Aquel hombre le significó, después de haber visto su cara, que ni aquella hora ni aquella edad eran a propósito para distraer de sus ocupaciones al señor Colbert.

Pero la señora de Chevreuse, sin inmutarse, escribió en una hoja de su libro de memorias su nombre, nombre ruidoso, que había resonado tantas veces desagradablemente en los oídos de Luis XIII y del gran cardenal.

Escribió, pues, su nombre con aquella letra gorda y desigual, digna de los elevados personajes de aquella época; dobló el papel de un modo peculiar suyo, y lo entregó al criado sin hablar palabra, pero con ademán tan imperioso, que el gran tuno, habituado a olfatear a la gente, olió a la princesa, y bajando la cabeza, corrió al despacho del señor Colbert.

No hay que decir que el ministro dejó escapar un pequeño grito al abrir el papel, y que aquel grito, informando suficientemente al criado del interés de la visita misteriosa, bastó para que éste volviese corriendo a buscar a la duquesa.

Subió, pues, con bastante lentitud al piso principal de la linda casa nueva, se detuvo en el descansillo para no entrar sofocada, y apareció luego ante el señor Colbert, que abría él mismo las hojas de la puerta.

La duquesa se detuvo en el umbral para mirar al hombre con quien tenía que habérselas.

A primera vista, el conjunto de aquella cabeza redonda, pesada, maciza, las espesas cejas, la jeta desgraciada de aquella figura aplastada bajo un casquete semejante a un solideo, prometía a la duquesa pocas dificultades en las negociaciones, pero también poco interés en el debate de los artículos.

Porque no había la menor apariencia de que aquella naturaleza grosera fuera sensible a los encantos de una venganza refinada o de una ambición sedienta.

Pero, cuando la duquesa vio más de cerca los ojillos penetrantes, la arruga longitudinal de aquella frente protuberante, severa, la crispación imperceptible de aquellos labios, en los que pocas veces se revelaba la campechanía, la señora de Chevreuse mudó de parecer y pudo decir: «Hallé mi hombre».

—¿A qué debo el honor de vuestra visita, señora? —preguntó el intendente de Hacienda.

—A la necesidad que tengo de vos, señor —contestó la duquesa—, y a la que vos tenéis de mí.

—A dicha tengo, señora, la primera parte de vuestra frase; respecto a la segunda…

La señora de Chevreuse se sentó en un sillón que le aproximó Colbert.

—Señor Colbert, ¿sois intendente de Hacienda?

—Sí, señora.

—¿Y aspiráis a ser superintendente?

—¡Señora!

—No lo neguéis; eso no haría más que alargar nuestra conversación: es inútil.

—Sin embargo, señora, por muy buena voluntad y cortesía que tenga hacia una señora de vuestro mérito, nada en el mundo me hará confesar que trate de suplantar a mi superior.

—Es que yo no he hablado de suplantar, señor Colbert. ¿He dicho eso, acaso…? Creo que no. La palabra reemplazar es menos agresiva y más conveniente gramaticalmente, como decía el señor de Voiture. Me parece, pues, que aspiráis a reemplazar al señor Fouquet.

—Señora, la fortuna del señor Fouquet es de aquellas que resisten. El señor superintendente hace en este siglo el papel del coloso de Rodas: los barcos pasan por debajo de él sin derribarle.

—Esa misma comparación habría usado yo. En efecto, el señor Fouquet hace el papel del coloso de Rodas: pero recuerdo haber oído contar al señor Conrart… un académico, según creo… que, habiendo caído el coloso de Rodas, el comerciante que lo hizo derribar… un simple comerciante, señor Colbert… cargó cuatrocientos camellos con sus restos. Y, no obstante, un comerciante es mucho menos que un intendente de Hacienda.

—Señora, puedo aseguraros que nunca derribaré al señor Fouquet.

—Bien, señor Colbert; puesto que os obstináis en haceros el sensible conmigo, como si ignoraseis que me llamo Chevreuse, y que soy vieja, es decir, que estáis hablando con una mujer hecha a la política del señor Richelieu, y que no tiene tiempo que perder; ya que cometéis esa imprudencia, voy a buscar a otras personas más inteligentes y más solícitas en hacer fortuna.

—¡Pero explicaos, señora!

—Me estáis dando una pobre idea de las negociaciones de hoy día. Os juro que si en mi tiempo hubiera ido una mujer en busca del señor de Cinq-Mars, que no era un gran talento, y le hubiese dicho sobre el cardenal lo que yo acabo de deciros del señor Fouquet, el señor de Cinq-Mars se habría decidido al momento.

—Vamos, señora, un poco de indulgencia.

—Por tanto, ¿consentís en reemplazar al señor Fouquet?

—Si el rey lo despide, sí, ciertamente.

—Una palabra más; es evidentísimo que si aún no habéis logrado echar al señor Fouquet, es porque no habéis podido hacerlo. Así es que yo sería una necia pécora si, viniendo a vos, no os trajera lo que os falta.

—Ya estoy cansado de tanto insistir, señora —dijo Colbert después de un silencio que había permitido a la duquesa sondear toda la profundidad de su disimulo—; pero debo participaros que hace seis meses que se suceden denuncias sobre denuncias contra el señor Fouquet, sin que jamás haya sido desocupado el asiento del superintendente.

—Hay tiempo para todo, señor Colbert; los que han hecho esas denuncias no se llamaban Chevreuse, ni tenían pruebas equivalente a seis cartas del señor Mazarino probando el delito de, que se trata.

—¿El delito?

—El crimen, si os parece mejor.

—¡Un crimen! ¿Cometido por el señor Fouquet?

—Nada más que eso… Y es extraño, señor Colbert; vos, que tenéis el rostro frío y poco significativo, os veo ahora todo entusiasmado.

—¿Un crimen?

—Me encanta que eso os produzca algún efecto.

—¡Oh, es que esa palabra encierra tantas cosas, señora!

—Encierra un despacho de superintendente de Hacienda para vos, y una orden de destierro o de Bastilla para el señor Fouquet.

—Perdonadme, señora duquesa; es casi imposible que el señor Fouquet sea desterrado. ¡Preso, en desgracia, es demasiado!

—¡Oh! Yo sé lo que digo —repuso fríamente la señora de Chevreuse—. No vivo tan alejada de París que no sepa lo que sucede aquí. El rey no quiere al señor Fouquet, y lo perderá de buen grado si se le da la ocasión.

—Preciso es que la ocasión sea buena.

—Bastante buena; y por eso evalúo a ésta en quinientas mil libras.

—¿Cómo? —exclamó Colbert.

—Quiero decir que, teniendo esta ocasión en mis manos, no la dejaré pasar a las vuestras sino mediante el cambio de quinientas mil libras.

—Perfectamente, señora, comprendo; pero ya que acabáis de fijar un precio a la venta, veamos el valor vendido.

—¡Oh, no es cosa mayor! Seis cartas, ya os lo he dicho, del señor Mazarino; autógrafos que no serán demasiado caros, ciertamente, si prueban de manera irrecusable que el señor Fouquet ha distraído grandes cantidades del Tesoro para apropiárselas.

—¡De manera irrecusable! —dijo Colbert con los ojos brillantes de alegría.

—¡Irrecusables! ¿Queréis leer las cartas?

—Con mucho gusto. Se entiende, la copia.

—La copia, sí.

La señora duquesa sacó de su seno un legajito aplastado por el corpiño de terciopelo.

—Leed —dijo.

Colbert devoró ávidamente todos los papeles.

—¡Magnífico! —dijo.

—Es bastante claro, ¿no es cierto?

—Sí, señora, sí, el señor Mazarino entregó dinero al señor Fouquet, el cual se lo guardó; pero ¿qué dinero?

—¡Oh! Si tratamos de eso, añadiré a esas seis cartas una séptima que os dará los últimos detalles.

Colbert reflexionó.

—¿Y los originales de las cartas?

—Pregunta inútil. Es como si yo os preguntase: «Señor Colbert, los talegos que me daréis, ¿estarán llenos o vacíos?».

—Muy bien, señora.

—¿Concluido?

—No.

—¡Cómo!

—Hay una cosa en que ni uno ni otro hemos pensado.

—Decídmela.

—El señor Fouquet no puede ser perdido en esta ocasión sino por un proceso.

—Bien.

—Un escándalo público.

—Sí. ¿Y qué?

—Que no puede formársele ni un proceso ni un escándalo…

—¿Por qué?

—Porque es fiscal general en el Parlamento; porque todo, en Francia, administración, ejército, justicia, comercio, se liga a él por una cadena que se llama espíritu de cuerpo. Así es, señora, que nunca sufrirá el Parlamento que su jefe sea arrastrado ante un tribunal. Jamás será condenado, si es llevado a él por la autoridad del rey.

—A fe mía, señor Colbert, que eso no me concierne.

—Ya lo sé, señora; pero me concierne a mí, y disminuye el valor de lo que me traéis. ¿De qué puede aprovecharme una prueba de crimen sin posibilidad de condena?

—Sólo con la sospecha perderá el señor Fouquet su empleo de superintendente.

—He aquí una gran cosa —dijo Colbert, cuyas facciones sombrías brillaron de repente con expresión luminosa de odio y de venganza.

—¡Ah, señor Colbert! —exclamó la duquesa—. ¡Perdonadme; no sabía que fueseis tan impresionable:! ¡Muy bien, muy bien! Puesto que os hace falta más de lo que yo tengo, no hablemos más del asunto.

—Sí tal, señora, hablemos; mas ya que vuestros valores han bajada, rebajad también vuestras pretensiones.

—¿Regateáis?

—Es una necesidad para quien desea pagar lealmente.

—¿Cuánto me ofrecéis?

—Doscientas mil libras.

La duquesa se rio y repuso al instante:

—Esperad.

—¿Consentís?

—Aún no. Tengo otra combinación.

—Decidla.

—Me daréis trescientas mil libras.

—¡No, no!

—¡Oh! ¡Es cuestión de tornarlo o dejarlo…! Además, no es esto todo.

—¿Todavía? Os hacéis imposible, señora duquesa.

—Menos de lo que creéis, pues no es dinero lo que os solicito.

—¿Pues qué?

—Un favor; sabéis que siempre he amado a la reina.

—¿Y qué?

—Que quiero tener una entrevista con Su Majestad.

—¿Con la reina?

—Sí, señor Colbert, con la reina, que ya no es amiga, verdad es, hace mucho tiempo, pero que puede volver a serlo si se le da una ocasión.

—Su Majestad no recibe ya a nadie, señora. Sufre mucho. No ignoráis que los accesos de su enfermedad se repiten más a menudo.

—Cabalmente por eso deseo tener una entrevista con Su Majestad. Figuraos que en Flandes tenemos muchas de esas enfermedades.

—¿De cánceres? Enfermedad terrible, incurable.

—No creáis eso, señor Colbert.

El campesino flamenco es un hombre casi en estado de naturaleza; no tiene precisamente una mujer, sino una hembra.

—¿Y qué, señora?

—Que en tanto que él fuma su pipa, la mujer trabaja; saca agua de los pozos, carga la mula o el jumento, y hasta se carga a sí propia. No llevando cuidado, se da golpes en todas partes, y es azotada muchas veces. Un cáncer viene de una contusión.

—Verdad es.

—Pues las flamencas no se mueren por eso. Cuando padecen mucho van en busca del remedio. Las beguinas de Brujas son médicos notables para todas las enfermedades. Tienen aguas preciosas, tópicos, específicos; dan a la enferma un botecito y un cirio, benefician al cura y sirven a Dios explotando sus dos mercancías. Yo traeré a la reina agua del beaterio de Brujas. Curará Su Majestad y quemará tantos cirios como juzgue conveniente. Ya veis, señor Colbert, que impedirme ver a la reina es casi un crimen de regicidio.

—Señora duquesa, sois una mujer de mucho talento, me confundís; sin embargo, veo que esa grande caridad hacia la reina envuelve algún pequeño interés personal.

—¿Me tomo la molestia de ocultarlo, señor Colbert? Me parece que habéis dicho un pequeño interés personal. Pues sabed que es uno muy grande, y os lo probaré. Si me hacéis entrar en la habitación de Su Majestad, me contento con las trescientas mil libras reclamadas; si no, guardo mis cartas, a menos que me deis en el acto quinientas mil libras.

Y, levantándose al pronunciar estas palabras decisivas, la vieja duquesa dejó al señor Colbert en una desagradable perplejidad.

Regatear todavía era ya imposible, y no regatear, perder infinitamente mucho.

—Señora —dijo—, voy a tener el gusto de contaros cien mil escudos.

—¡Oh! —dijo la duquesa.

—Pero ¿cómo tendré las cartas verdaderas?

—De la manera más sencilla, mi querido señor Colbert… ¿De quién os fiais?

El grave financiero se echó a reír silenciosamente, de suerte que sus enormes cejas negras bajaban y subían como las alas de un murciélago sobre la línea profunda de su amarilla frente.

—De nadie —dijo.

—¡Oh! Indudablemente haréis una excepción en favor vuestro, señor Colbert.

—¿Cómo es eso, señora duquesa?

—Quiero decir que si os tomáis el trabajo de venir conmigo al sitio donde se hallan las cartas, se os entregarán a vos mismo y entonces podréis confrontarlas y averiguar su verdad.

—Es cierto.

—Y vos iréis provisto de cien mil escudos, porque yo tampoco me fío de nadie.

El señor intendente Colbert ruborizóse hasta las cejas. Era, como todos los hombres superiores en el arte de los guarismos, de una probidad insolente y matemática.

—Llevaré la cantidad prometida en dos bonos pagaderos en mi Caja. ¿Os satisface?

—¡Que no sean dos millones vuestros bonos; señor intendente…! Voy a tener el honor de indicaron el camino.

—Permitid que haga enganchar mis caballos.

—Tengo una carroza a la puerta, señor.

Colbert tosió como hombre irresoluto. Figuróse un momento que la proposición de la duquesa era un lazo; que tal vez esperaban a la puerta, y que aquella cuyo secreto acababa de vender en cien mil escudos a Colbert, debía de haberlo propuesto a Fouquet por la misma cantidad.

Como vacilaba mucho, la duquesa lo miró fijamente y le dijo:

—¿Queréis mejor vuestra carroza?

—Confieso que sí.

—¿Suponéis que os conduzco a alguna trampa?

—Señora, tenéis un carácter alocado, y yo, revestido de uno bastante grave, puedo verme comprometido por una broma.

—En fin, si sentís miedo, tomad vuestra carroza y tantos lacayos como gustéis… Pero reflexionad bien en ello… Sólo nosotros dos sabemos lo que hacemos, y lo que vea un tercero lo sabrá todo el mundo. Después de todo, a mí nada me importa: mi carroza seguirá a la vuestra, y yo me daré por satisfecha con subir en la vuestra para ir a visitar a la reina.

—¿A la reina?

—¿Lo habíais ya olvidado? ¡Qué! ¿Una cláusula de tal importancia para mí era tan poca cosa para vos? Si lo hubiese sabido hubiera pedido doble.

—He reflexionado en ello, señora duquesa; no os acompañaré.

—¡De veras…! ¿Por qué?

—Porque tengo en vos una confianza ilimitada.

—¡Me lisonjeáis…! Mas para tomar los cien mil escudos…

—Aquí los tenéis.

El intendente garabateó unas palabras sobre un papel que entregó a la duquesa.

—Estáis pagada —dijo.

—La acción es hermosa, señor Colbert, y voy a recompensaros.

Y, diciendo estas palabras, se echó a reír.

La risa de la señora de Chevreuse era un murmullo siniestro; cualquier hombre que siente la juventud, la fe, el amor, la vida latir en su corazón, prefiere el llanto a esa risa lamentable.

La duquesa abrió la parte superior de su casaca y extrajo del seno un enrojecido legajillo de papeles atados con cinta color de fuego. Los broches habían cedido a la presión brutal de sus nerviosas manos. La piel, arañada por la extracción y frotamiento de los papeles, aparecía sin pudor a los ojos del intendente, muy inquieto con estos preliminares raros.

La duquesa seguía riendo.

—Aquí están —dijo— las verdaderas cartas del señor Mazarino. Las tenéis, pues, y además, la duquesa de Chevreuse se ha medio desnudado ante vos, como si hubieseis sido… No quiero deciros nombres que os darían orgullo o envidia. Ahora, señor Colbert —añadió, abrochando con rapidez el corpiño de su vestido—, vuestra fortuna está hecha; acompañadme a la habitación de la reina.

—No, señora. Si vais a incurrir de nuevo en la desgracia de Su Majestad, y se sabe en Palacio que he sido vuestro introductor, la reina no me perdonaría jamás. Tengo personas adictas en Palacio, y os harán entrar sin comprometerme.

—Como queráis, con tal que yo entre.

—¿Cómo llamáis a las religiosas de Brujas que cuidan a las enfermas?

—Beguinas.

—Pues una beguina sois vos.

—Bien; pero será preciso que deje de serlo.

—Eso es cuenta vuestra.

—¡Perdón! No quiero exponerme a que me nieguen la entrada.

—También eso os concierne señora. Voy a ordenar al primer ayuda de cámara del gentilhombre de servicio en el cuarto de Su Majestad, que deje entrar a una beguina que lleva un remedio eficaz para mitigar los dolores de Su Majestad. Vos lleváis mi carta, y os encargáis del remedio y de las explicaciones; así confieso a la beguina y niego a la señora de Chevreuse.

—Está bien.

—He aquí la carta de introducción, señora.