En tanto que en la Corte pensaba cada cual en sus asuntos, un hombre se dirigía misteriosamente de la plaza de la Grève, a una casa que ya conocemos por haberla visto sitiada un día de revuelta por D’Artagnan.
Esta casa tenía su entrada principal por la plaza de Baudoyer. De bastante capacidad, cercada de jardines y rodeada por la calle de San Juan de herrerías que la mantenían al abrigo de miradas indiscretas, se hallaba encerrada en aquel triple baluarte de piedras, de ruido y de verdor, como una momia perfumada en su triple caja.
El hombre de que hablamos andaba con paso seguro a pesar de no hallarse en su primera juventud. Al ver su capa de color obscuro y su larga espada que mantenía levantada la capa, cualquiera habría reconocido en él a un buscador de aventuras; y si examinaba aquellos bigotes retorcidos y aquel cutis fino que aparecía bajo el sombrero, calcularía con razón que esas aventuras debían ser galantes.
Apenas entró el caballero en la casa, sonaron las ocho en San Gervasio.
Y diez minutos después, una dama, seguida de un lacayo armado, fue a llamar a la misma puerta, que una sirvienta anciana abrió al punto.
La dama se levantó el velo al entrar. No era ya una belleza, pero era todavía una mujer; no era ya joven, pero se hallaba ágil y no tenía mal ver. Bajo un prendido rico y de buen gusto, disimulaba una edad que sólo Ninón de Lenclos pudo arrostrar con la sonrisa en los labios.
Apenas entró en el zaguán, cuando el caballero, del que no hemos hecho más que bosquejar los rasgos, adelantóse a recibirla dándole la mano.
—Querida duquesa —dijo—, buenas noches.
—Felices, mi querido Aramis —replicó la duquesa.
Aramis la condujo a un salón amueblado elegantemente, cuyas ventanas elevadas se teñían con los últimos resplandores del día, que se filtraban por las cimas negras de algunos abetos.
Los dos se sentaron al lado uno de otro, sin que a ninguno le pasase por la imaginación la idea de pedir luz, sepultándose de este modo en la sombra, como hubieran querido sepultarse mutuamente en el olvido.
—Caballero —dijo la duquesa—, desde nuestra entrevista en Fontainebleau no me habéis comunicado noticias vuestras, y confieso que vuestra presencia, el día de la muerte del franciscano, y vuestra iniciación en ciertos secretos, me han causado la mayor sorpresa que he tenido en mi vida.
—Puedo datos explicaciones respecto de mi presencia en Fontainebleau y de mi iniciación —dijo Aramis.
—Pero, antes de nada —repuso con viveza la duquesa—, hablemos algo de nosotros. Hace mucho tiempo que somos buenos amigos.
—Sí, señora, y si Dios lo permite, lo seremos, si no por mucho, tiempo, a lo menos siempre.
—Así es, caballero, y mi visita es una prueba de ello.
—Ahora, señora, no tenemos el mismo interés que en otro tiempo —dijo Aramis, sonriendo sin temor en la penumbra, porque la falta de luz hacía que no pudiera adivinarse si su sonrisa era menos agradable y menos fresca que en otros tiempos.
—Hoy, caballero, tenemos otros intereses; cada edad trae consigo los suyos; y como hoy nos entendemos hablando, como en otra época nos entendíamos sin hablar, hablemos, si os parece.
—Duquesa, a vuestras órdenes. ¡Ah, perdonad! ¿Cómo habéis encontrado mi dirección? ¿Para qué me llamáis?
—¿Para qué? Ya os lo he ficho.
La curiosidad me ha movido a ello. Deseaba saber qué teníais que ver con el franciscano, a quien yo conocía, y que murió de un modo tan particular. Ya sabéis que cuando nos encontramos en Fontainebleau, en aquel cementerio, al pie de aquella sepultura recientemente cerrada, nos emocionamos uno y otro hasta el punto de no acertar a confiarnos cosa alguna.
—Sí, señora.
—Pues bien, apenas os dejé, me arrepentí de ello. Siempre me ha sido grato saber, en lo cual se me parece algo madame de Longueville. ¿No es cierto?
—No sé —dijo Aramis discretamente.
—Recordé, pues —prosiguió la duquesa—, que nada nos habíamos dicho en aquel cementerio, ni vos de lo que teníais que ver con aquel franciscano, cuya inhumación vigilabais, ni yo de las relaciones que con él tenía. Todo eso me ha parecido impropio de dos buenos amigos como nosotros, y he buscado ocasión de que nos veamos para darnos una prueba más de que María Mechón, la pobre difunta, ha dejado sobre la tierra una sombra de buenos recuerdos.
Aramis inclinóse hacia la mano de la duquesa y estampó en ella un beso galante.
—Algún trabajo os habrá costado hallarme —dijo.
—Sí —repuso la dama, sintiendo volver a lo que deseaba indagar Aramis—; pero como sabía que sois amigo del señor Fouquet, me he informado por los allegados a éste.
—¿Amigo? —dijo el caballero—. Mucho decís, señora. No soy más que un pobre cura favorecido por tan generoso protector; un corazón lleno de reconocimiento y fidelidad. He ahí lo que soy respecto al señor Fouquet.
—¿Es verdad que os ha hecho obispo? —replicó la dama.
—Sí, duquesa.
—Este es vuestro retiro, gallardo mosquetero.
«Como el tuyo las intrigas políticas», dijo entre sí Aramis.
Y añadió:
—¿De modo que os informasteis en el círculo de relaciones del señor Fouquet?
—Fácilmente. Estuvisteis en Fontainebleau con él, y habéis hecho un viajecito a vuestra diócesis, que es Belle-Île-en-Mer, según creo.
—No, no, señora —dijo Aramis—. Mi diócesis es Vannes.
—Eso quise decir; sólo que me parecía que Belle-Île-en-Mer…
—Es una posesión del señor Fouquet, nada más.
—Sí, mas me habían dicho que estaba fortificada, y recordaba que sois militar, amigo mío.
—Desde que abracé el estado eclesiástico, todo lo he olvidado —dijo picado Aramis.
—Claro… Supe, decía, que habíais vuelto de Vannes, y envié a preguntar a un amigo vuestro, al conde de La Fère.
—¡Ah! —murmuró Aramis.
—Ése es discreto, y me contestó que ignoraba vuestra dirección. "¡Siempre Athos! —pensó el obispo—. Lo bueno, siempre es bueno.
—Entonces… Ya sabéis que no puedo presentarme aquí, porque la reina madre siempre tiene algo contra mí.
—Sí, y por eso me asombro de veros.
—He tenido muchos motivos para venir…
—Pero continúo… Tuve, pues, que esconderme; pero, por suerte, encontré al señor de D’Artagnan, uno de vuestros antiguos amigos, ¿no es cierto?
—De mis amigos actuales, duquesa.
—Bien; pues él me informó, enviándome al señor Baisemeaux, alcaide de la Bastilla.
Aramis estremecióse, y sus ojos despidieron en la sombra una llama que no pudo escapar a su perspicaz amiga.
—¡El señor Baisemeaux! —exclamó—. ¿Y por qué os envió D’Artagnan al señor Baisemeaux? —¡Ah! No sé.
—¿Qué quiere decir eso? —dijo el obispo, reuniendo todas las fuerzas intelectuales a fin de sostener dignamente el combate.
—El señor Baisemeaux os está obligado, según me ha dicho D’Artagnan.
—Es verdad.
—Pues bien, sabiéndose dónde para un deudor, es fácil saber dónde hallar al acreedor.
—También eso es verdad… Y Baisemeaux entonces os indicó…
—Saint-Mandé, donde os hice entregar una carta.
—Que tengo aquí y me es muy preciosa —dijo Aramis—, puesto que me ha proporcionado el placer de veros.
Contenta la duquesa de haber orillado sin contratiempo todas las dificultades de aquella exposición delicada, respiró.
Aramis no respiró.
—Estábamos —dijo— en vuestra visita a Baisemeaux.
—No —dijo ella riendo—, más lejos.
—Entonces, en vuestro rencor contra la reina madre.
—Más allá todavía —dijo la dama—, más allá; estábamos en las relaciones… Es sencillo —prosiguió la duquesa tomando su partido—. Ya sabéis que vivo con el señor de Laicques.
—Sí, señora.
—Un casi marido.
—Así dicen.
—¿En Bruselas?
—Sí.
—Ya sabéis que mis hijos me han arruinado y despojado.
—¡Oh, qué miseria, duquesa!
—¡Es horrible! He tenido que ingeniarme para vivir, y principalmente para no vegetar.
—Lo concibo.
Tenía odios que explotar, amistades que favorecer, y me encontraba sin crédito ni protectores.
—¡Vos, que habéis protegido a tantos! —dijo suavemente Aramis. Así pasa siempre, caballero. Entonces vi al rey de España, que acababa de nombrar un general de los jesuitas, como de costumbre.
—¡Ah! ¿Es eso costumbre?
—¿Lo ignorabais?
—Perdonad; estaba distraído.
—En efecto, no podíais ignorarlo, estando en una intimidad tan grande con el franciscano.
—¿Con el general de los jesuitas, queréis decir?
—Precisamente… Vi, pues, al rey de España. Quiso favorecerme, pero no podía. Sin embargo, me recomendó en Flandes, a mí y a Laicques, e hízome dar una pensión de los fondos de la Orden.
—¿De los jesuitas?
El general, quiero decir el franciscano, vino a verme.
—Muy bien.
—Y como, para regularizar la situación, según los estatutos de la Orden, debía ser considerado como prestando servicios… Ya sabéis que ésa es la regla.
—Lo ignoraba.
Madame de Chevreuse detúvose para mirar a Aramis; pero reinaba una gran obscuridad.
—Pues bien, ésa es la regla —añadió—. Debía, pues, aparecer que yo prestaba alguna utilidad. Propuse viajar para la Orden, y se me inscribió entre los afiliados viajeros. Ya comprendéis que eso no era más que apariencia y una formalidad.
—Perfectamente.
—Así cobraba yo mi pensión, que era muy decente.
—¡Dios mío, duquesa, es para mí una puñalada lo que estáis diciendo! ¡Vos precisada a recibir una pensión de los jesuitas!
—No, caballero, de España.
—¡Oh! Salvo el caso de conciencia, duquesa, no podréis menos de convenir en que es lo mismo.
—No, no; de ninguna manera.
—De modo, que de toda aquella pingüe fortuna, queda…
—Dampierre, y nada más.
—Vamos, todavía es una bicoca! —Sí, pero Dampierre hipotecado y algo arruinado, como la propietaria.
—¿Y la reina madre ve todo eso con ojos enjutos? —preguntó Aramis con mirada curiosa, que sólo encontró tinieblas.
—Sí, todo lo ha olvidado.
—Me parece, duquesa, que habéis intentado volver a su gracia.
—Sí; pero, por una singularidad que no tiene nombre, me encuentro con que el joven rey ha heredado la antipatía que su querido padre me profesaba. Bien podéis decir que pertenezco a la especie de mujeres a quienes se odia, no a la de aquellas a quienes se ama.
—Querida duquesa, os suplico que vengamos al objeto que os trae, porque se me figura que podremos servirnos recíprocamente.
—Eso mismo he pensado. Fui, por tanto, a Fontainebleau con un doble objeto. En primer lugar, me llamó allí el franciscano de que ya tenéis noticia… A propósito, ¿de dónde le conocíais…? Porque yo he referido mi historia, y vos no me habéis hablado de la vuestra.
—Lo conocí de una manera muy natural, duquesa. Estudié teología con él en Parma, nos hicimos íntimos, y unas veces los negocios, otras los viajes, otras las guerras, nos tenían apartados.
—¿Sabíais que fuese general de los jesuitas?
—Lo presumía.
—¿Y por qué extraña casualidad fuisteis, vos también, a la hostería donde se reunían los afiliados viajeros?
—¡Oh! —dijo Aramis con voz tranquila—. Pura casualidad. Iba a Fontainebleau a casa del señor Fouquet, para obtener una audiencia de rey, cuando encontré en el camino a aquel desgraciado moribundo y le reconocí. Ya sabéis lo demás el pobre expiró en mis brazos.
—Sí, pero dejándoos en el cielo y sobre la tierra un poder tan grande, que disteis en su nombre órdenes soberanas.
—En efecto, me hizo varios encargos.
—¿Y qué os dijo para mí?
—Ya os lo he dicho: que se os entregase una suma de doce mil libras. Me parece haberos dado la firma necesaria para cobrar. ¿No lo habéis hecho?
—Sí, mi amado prelado; pero me han dicho que dabais esas órdenes con tal misterio y con tan soberana majestad, que generalmente os han creído sucesor del querido difunto.
Aramis púsose encarnado de impaciencia. La duquesa continuó:
—Procuré informarme cerca del rey de España, y se disiparon mis dudas sobre el particular. El general de los jesuitas es de nombramiento suyo, y debe ser español, conforme a los estatutos de la Orden. Vos no sois español, ni habéis sido nombrado por el rey de España.
Aramis sólo contestó:
—Ya a veis, duquesa, que estabais en un error, puesto que el rey de España os ha dicho eso.
—Amigo Aramis; pero hay otra cosa, en la cual he pensado.
—¿Qué es?
—Ya sabéis que suelo pensar algo en todo.
—Sí, duquesa.
—¿Conocéis el español?
—Todo francés que ha entrado en la Fronda lo sabe.
—¿Habéis residido en Flandes?
—Tres años.
—¿Y habéis estado en Madrid?
—Quince meses.
—Entonces, os halláis en estado de poder ser naturalizado español.
—¿De veras? —dijo Aramis con candor que engañó a la duquesa.
—Sin duda… Dos años de permanencia y el conocimiento de la lengua son las condiciones indispensables. Habéis estado más de cuatro años… más del doble.
—¿Adónde vais a parar, querida dama?
—A esto: estoy en buenas relaciones con el rey de España.
«Tampoco estoy yo en malas», pensó Aramis.
—¿Queréis —continuó la duquesa— que solicite del rey la sucesión del franciscano para vos?
—¡Oh duquesa!
—¿Tal vez la tengáis ya?
—¡No, a fe mía!
—Pues bien, puedo haberos ese servicio.
—¿Por qué no se lo habéis hecho al señor de Laicques, duquesa? Es hombre de talento, y le amáis.
—Cierto que sí; pero no conviene eso. En fin, responded, Laicques o no Laicques, ¿aceptáis?
—¡No, duquesa, gracias!
La duquesa calló. «Nombrado está», pensó.
—Ya que de ese modo rehusáis mi oferta —replicó la señora de Chevreuse—, no creo excederme pidiéndoos algo para mí.
—Pedid, duquesa, pedid.
—¡Pedir…! Inútil sería, si no tenéis la facultad de conceder.
—Por poco que pueda, no dejéis de pedir.
—Necesito algún dinero a fin de hacer reparar Dampierre.
—¡Ah! —replicó Aramis fríamente—. ¿Dinero…? Veamos, duquesa, ¿cómo cuánto?
—Una suma regular.
—¡Malo! Ya sabéis que no soy rico.
—Vos, no; pero la Orden, sí. Si fuerais general…
—Pero ya sabéis que no lo soy.
—Entonces, tenéis un amigo que debe de ser rico; el señor Fouquet.
—¿El señor Fouquet? ¡Señora, si está medio arruinado!
—Así lo he oído, pero no lo quise creer.
—¿Por qué, duquesa?
—Porque tengo del cardenal Mazarino algunas cartas, es decir, las tiene Laicques, en que se detallan cuentas muy extrañas.
—¿Qué cuentas?
—Son rentas vendidas, empréstitos hechos… no me acuerdo bien. Pero sea come quiera, de ellas resulta que el superintendente, en, virtud de cartas firmadas por Mazarino, ha sacado de las arcas del Estado unos treinta millones. El caso es grave.
Aramis clavóse las uñas en la mano.
—¡Bah! ¿Y cómo es que teniendo cartas de esa naturaleza no le habéis hablado de ella al señor Fouquet?
—¡Oh! —replicó la duquesa—. Semejantes cosas se tienen siempre reservadas, para sacarlas del armario el día que se necesiten.
—¿Y ha llegado ese día? —dijo Aramis.
—Sí, amigo.
—¿Y vais a enseñar esas cartas al señor Fouquet?
—Prefiero entenderme con vos.
—Muy necesitada debéis estar de dinero, pobre amiga, para pensar en tales cosas, pues recuerdo la poca estima en que teníais la prosa del señor Mazarino.
—En efecto, necesito dinero.
—Además —prosiguió Aramis con la mayor frialdad—, habréis tenido que hacer un esfuerzo para echar mano de ese recurso. Es cruel.
—¡Oh! Si hubiera querido hacer mal y no bien —dijo la señora de Chevreuse—, en vez de pedir al general de la orden o al señor Fouquet las quinientas mil libras que necesito…
—¡Quinientas mil libras! —Nada más. ¿Os parece mucho?
Es lo menos que necesito para reparar Dampierre.
—Sí, señora.
—Decía, pues, que en lugar de pedir esa cantidad, hubiera buscado a mi antigua amiga, la reina madre. Las cartas de su esposo, el signor Mazarini, habrían servido para introducirme hasta ella, y le habría pedido aquella bagatela, diciéndole: «Señora, quiero tener el honor de recibir a Vuestra Majestad en Dampierre; permitidme que lo ponga en estado de poderlo hacer dignamente».
Aramis no replicó una palabra.
—Vamos —preguntó la dama—, ¿en qué pensáis?
—Hago sumas —dijo Aramis.
—Y el señor Fouquet substracciones. Pero yo quiero multiplicar. ¡Qué excelentes matemáticos somos! ¡Qué bien podríamos entendemos!
—¿Me concedéis algún tiempo para reflexionar? —dijo Aramis.
—No… Para tal negociación, entre personas como nosotros, es preciso decir sí o no en el acto.
«Este es un lazo —pensó el obispo—; es imposible que Ana de Austria dé oídos a semejante mujer».
—¿Qué decís? —insistió la duquesa.
—Digo, señora, que extrañaría mucho que el señor Fouquet pudiese disponer en estos momentos de quinientas mil libras.
—No hablemos más, pues, del asunto, y Dampierre se reparará como se pueda.
—¡Oh! Supongo que no llegarán vuestros apuros hasta ese punto.
—No, yo no me apuro nunca.
—Y la reina —continuó el obispo— hará en vuestro favor lo que no puede hacer el superintendente.
—Así lo creo… Mas, decidme, ¿no os pare bien que hable yo misma al señor Fouquet de esas cartas?
—En este punto, duquesa, podéis hacer lo que mejor os plazca; pero una de dos: o el señor Fouquet se reconoce culpable o no; en el primer caso, le creo bastante orgulloso para no confesarlo; en el segundo, no podrá menos de mostrarse altamente ofendido por tal amenaza.
—Discurrís siempre como un ángel.
La duquesa se levantó.
—¿De consiguiente, vais a denunciar a la reina al señor Fouquet? —dijo Aramis.
—¿Denunciar…? ¡Vaya una palabra! No creáis que yo denuncie, querido amigo; conocéis sobrado bien la política para ignorar cómo se hacen semejantes cosas; tomaré partido contra el señor Fouquet.
—Tenéis razón.
—Y, en una guerra de partido, un arma es un arma.
—Sin duda.
—Una vez reconciliada con la reina, puedo ser peligrosa.
—Y estaréis en vuestro derecho, duquesa.
—De que pienso usar, mi querido amigo.
—¿Ya sabéis que el señor Fouquet está en la mejor armonía con el rey de España, duquesa?
—¡Oh! Lo presumo.
—Y el señor Fouquet, si le hacéis una guerra de partido, como habéis dicho, os declarará otra por su parte.
—¡Cómo ha de ser!
—También estará en su derecho, ¿no?
—Indudablemente.
—Y, como está en buenas relaciones con España, hará un arma de su amistad.
—Queréis decir que tendrá también a su favor al general de los jesuitas, mi querido Aramis.
—Puede suceder, duquesa.
—Y entonces me suprimirán la pensión que percibo de ese lado…
—Mucho me lo temo.
—Ya veremos de consolarnos… ¡Ay, amigo mío! Después de Richelieu, de la Fronda y del destierro, ¿qué puede temer madame de Chevreuse?
—La pensión, como sabéis, es de cuarenta y ocho mil libras.
—¡Ay! Bien lo sé.
—Además, en las guerras de partido, no lo ignoráis, se persigue a los amigos del enemigo.
—¡Ah! ¿Lo decís por el pobre Laicques?
—Es casi inevitable, duquesa.
—No percibe más que doce mil libras de pensión.
—Sí; pero el rey de España tiene crédito; aconsejado por el señor Fouquet, podría hacer encerrar al señor Laicques en alguna fortaleza.
—No me causa eso gran miedo, mi buen amigo, porque a favor de la reconciliación con Ana de Austria, conseguiré que Francia pida la libertad de Laicques.
—Es verdad. Entonces tendréis que temer otra cosa.
—¿Cuál? —preguntó la duquesa aparentando sorpresa y temor.
—Ya sabéis que el que llega a ingresar en la Orden, no puede salir de ella sin gran dificultad. Los secretos que se penetran son muy peligrosos, y llevan consigo gérmenes de desgracia para el indiscreto que los revela.
La duquesa reflexionó un momento.
—¡Eso es cosa más seria! —dijo—. Lo reflexionaré.
Y, no obstante la obscuridad profunda, sintió Aramis una mirada abrasadora como un hierro candente, escapar de los ojos de su amiga para ir a hundirse en su corazón.
—Recapitulemos —dijo Aramis, que estaba prevenido y deslizando la mano bajo la ropilla, en donde ocultaba un estilete.
—Eso es, recapitulemos: las buenas cuentas hacen los buenos amigos…
—La supresión de vuestra pensión…
—Cuarenta y ocho mil libras, y las de Laicques, doce mil, hacen sesenta mil libras. ¿Es eso lo que queréis decir?
—Exactamente, y busco lo que ganáis en cambio.
—Quinientas mil libras que obtendré de la reina.
—O no.
—Sé el medio de conseguirlas —dijo aturdidamente la duquesa. Estas palabras hicieron aguzar el oído a Aramis. A partir de aquella falta del adversario, estuvo su inteligencia tan alerta, que fue ganando siempre ventaja sobre ella.
—Admito que saquéis ese dinero —repuso—; aún perderéis el dobles, puesto que podéis cobrar cien mil francos de pensión en vez de los sesenta mil, y por espacio de diez años.
—No, porque sólo tendré esa disminución de renta mientras dure el Ministerio del señor Fouquet, y no le doy de vida arriba de dos meses.
—¡Ah! —exclamó Aramis.
—Ya veis que soy sincera.
—Os doy las gracias, duquesa; pero haríais mal en suponer que después de la caída del señor Fouquet siguiera la Orden pagándoos la pensión.
—Sé los medios de obligar a ello a la Orden, como sé también los de hacer contribuir a la reina madre.
—Entonces, duquesa, no nos queda otro remedio que arriar bandera ante vuestro poderío. ¡Sea vuestra la victoria! ¡Para vos el triunfo! Sed clemente, os lo ruego. ¡Sonad, clarines!
—¿Cómo es posible —replicó la duquesa sin hacer caso de la ironía— que retrocedáis ante quinientas mil miserables libras, cuando se trata de evitaros, quiero decir a vuestro amigo, perdón, a vuestro protector, los disgustos que lleva consigo una guerra de partido?
—Os lo diré, duquesa: porque después de esas quinientas mil libras, el señor Laicques reclamará su parte, que será también de otras quinientas mil libras, ¿no es así?
Así es que, después de la parte del señor Laicques y la vuestra, vendrá la de vuestros hijos, la de vuestros pobres, la de todo el mundo, y unas cartas, por mucho que comprometan, no valen tres o cuatro millones.
¡Caray, duquesa! Los herretes de la reina de Francia valían más que esos pedazos de papel firmados por el señor Mazarino, y no costó adquirirlos la cuarta parte de lo que pedís para vos.
—¡Ah, verdad es, verdad es! Pero el comerciante pone a su mercancía el precio que le da la gana, y el comprador queda en libertad de tomarlo o rehusarlo.
—Escuchad, duquesa: ¿queréis que os diga por qué no compro vuestras cartas?
—Decid.
—Vuestras cartas de Mazarino son falsas.
—¡De veras!
—Sí; porque sería por lo menos extraño que, enemistada con la reina por Mazarino, hubierais mantenido con éste un trato íntimo; eso olería a pasión, a espionaje, a… perdonad; no quiero decir la palabra.
—Hablad sin reparo.
—A complacencia.
—Todo eso es verdadero; pero no lo es menos lo que contienen las cartas.
—Os juro, duquesa, que no podréis serviros de ellas para con la reina.
—¡Oh! Sí tal: de todo puedo servirme para con ella.
«¡Bueno! —pensó Aramis—. ¡Canta, pues, arpía! ¡Silba lo que quieras, víbora!».
Pero la duquesa había dicho ya bastante, y dio dos pasos hacia la puerta.
Aramis le reservaba una desgracia… la imprecación que deja oír el vencido tras el carro del triunfador. Llamó.
En el salón aparecieron luces. Aramis clavó una mirada irónica en aquellas mejillas pálidas y descarnadas, en aquellos ojos, cuyo fuego escapaba de los párpados desnudos, y en aquella boca, cuyos labios ocultaban con cuidado unos dientes ennegrecidos y raros.
Enseguida se cuadró graciosamente, dejando ver su nerviosa y bien formada pierna, su cabeza luminosa y altiva, y sonrió para enseñar unos dientes que, a la luz, despedían aun cierto brillo. La envejecida coqueta comprendió al galante mofador, hallándose colocada casualmente delante de un gran espejo que reflejaba toda su decrepitud, tan cuidadosamente disimulada.
Entonces, sin saludar siquiera a Aramis, que se inclinaba con flexibilidad y donaire, como el mosquetero de otro tiempo, se marchó con paso vacilante y entorpecido por la precipitación.
Aramis se deslizó como un céfiro por el piso para acompañarla hasta la puerta.
La señora de Chevreuse hizo un ademán a su lacayo, que volvió a coger el mosquete, y abandonó aquella casa en que dos amigos tan tiernos no se habían entendido por comprenderse demasiado bien.