El rey inspeccionaba el retrato de La Vallière con un cuidado que provenía, tanto del deseo de que saliese parecida, como del designio de hacer durar el retrato mucho tiempo.
Era curioso observarle cómo seguía el pincel o esperaba la conclusión de un trozo o el resultado de una tinta, aconsejando al pintor distintas modificaciones, a las que se prestaba éste con respetuosa docilidad.
Luego, cuando el pintor, siguiendo el consejo de Malicorne, se había retrasado algo, cuando Saint-Aignan tenía una corta ausencia, eran de ver, y nadie los veía, aquellos silencios preñados de expresión, que confundían en un suspiro dos almas fuertes dispuestas a entenderse, y muy deseosas de calma y meditación.
Entonces pasaban los minutos como por magia. El rey, acercándose a su amante, la abrasaba con el fuego de su mirada, con el contacto de su aliento.
Un ruido que se oyera en la habitación inmediata: el pintor que llegaba; Saint-Aignan que volvía disculpándose, se ponía el rey a hablar, y La Vallière a contestarle con precipitación; y sus ojos manifestaban a Saint-Aignan que, durante su ausencia, habían vivido un siglo.
En fin, Malicorne, filósofo sin saberlo, había acertado a dar al rey el apetito en la abundancia, y el deseo en la certidumbre de la Posesión.
No pasó lo que La Vallière se temía.
Nadie supo que, por el día, salía por dos o tres horas de su cuarto; además simuló una salud irregular. Los que iban a verla, llamaban antes de entrar. Malicorne, el hombre de las invenciones ingeniosas, había imaginado un mecanismo acústico, por cuyo medio La Vallière era avisada en la habitación de Saint-Aignan de las visitas que iban a hacerle en el cuarto que habitaba de ordinario.
Así, pues, sin salir ni tener confidentes, La Vallière volvía a su habitación, presentándose como una aparición, algo tardía si se quiere, pero que combatía victoriosamente todas las sospechas, hasta de los escépticos más extremados.
Malicorne había tenido buen cuidado de pedir noticias a Saint-Aignan, y éste se vio obligado a confesar que aquel cuarto de hora de libertad ponía al rey del mejor humor del mundo.
—Será necesario doblar la dosis —replicó Malicorne—, pero insensiblemente; aguardad a que lo deseen.
No tardó en revelarse ese deseo, pues una noche, al cuarto día, en el momento en que el pintor recogía sus pinceles sin que Saint-Aignan hubiera vuelto, entró Saint-Aignan y advirtió en el rostro de La Vallière una sombra, de contrariedad que aquélla no pudo reprimir. El rey fue menos secreto y manifestó su despecho con un movimiento de hombros muy significativo.
La Vallière se puso encarnada.
«¡Bueno! —dijo para sí Saint-Aignan—, el señor Malicorne quedará satisfecho esta noche».
En efecto, Malicorne quedó encantado.
—Es cosa clara —dijo al conde que la señorita de La Vallière esperaba que tardaseis por lo menos diez minutos.
—Y el rey media, hora, querido señor Malicorne.
—Seríais un mal servidor del rey —replicó éste—, si rehusaseis esa media hora de satisfacción a Su Majestad.
—Pero ¿y el pintor? —objetó Saint-Aignan.
—Yo me encargo de él —dijo Malicorne—; lo único que os pido es que me dejéis tomar consejo de los semblantes y de las circunstancias; éstas son mis operaciones de magia, y mientras que los hechiceros toman con el astrolabio la altura del sol, de la luna y de sus constelaciones, yo me contento con ver si los ojos tienen algún círculo negro, o si la boca describe el arco convexo o cóncavo.
—¡Pues observad!
—Así lo haré.
Y el astuto Malicorne pudo observar muy a sus anchas.
Porque, aquella misma noche, fue el rey a la habitación de Madame con las reinas, y traía un semblante tan triste, lanzó tan hondos suspiros, miró a La Vallière con ojos tan melancólicos, que Malicorne dijo a Montalais:
—¡Hasta mañana!
Y fue a buscar al artista a su casa de la calle de los Jardines de San Pablo, para rogarle que aplazase la sesión dos días.
Saint-Aignan no estaba en su cuarto cuando La Vallière, familiarizada ya con el piso inferior, levantó la trampa y bajó.
El rey, como de costumbre, la esperaba en la escalera con un ramillete en la mano. Al verla, la cogió en sus brazos.
La Vallière, toda emocionada, miró en torno suyo, y, no viendo más que al rey, no lo llevó a mal. Se sentaron.
Luis, recostado junto a los almohadones sobre que ella descansaba, con la cabeza inclinada sobre las rodillas de su amada, clavado allí como en un asilo de donde nadie pudiera arrancarle, la miraba fijamente, y, como si hubiera llegado el momento en que nada pudiera ya interponerse entre aquellas dos almas, se puso ella por su parte a devorarle con la mirada.
De sus ojos tan dulces, tan puros, brotaba una llama continua, cuyos rayos iban a buscar el corazón de su regio amante para calentarle primero y devorarle después.
Abrasado por el contacto de las trémulas rodillas, estremecido de placer cuando la mano de Luisa se deslizaba por sus cabellos, el rey se extasiaba en aquella felicidad turbada por el temor de ver entrar al pintor o a Saint-Aignan.
Con esta previsión dolorosa, se esforzaba a veces en dominar la seducción que se infiltraba en sus venas, invocaba el sueño del corazón y de los sentidos, y rechazaba la realidad inminente para correr tras una sombra. Mas la puerta no se abrió ni para Saint-Aignan ni para el pintor, y ni se movieron siquiera las cortinas. Un silencio impregnado de misterio y de voluptuosidad aletargó hasta a los pájaros en su dorada jaula.
EL rey, vencido, volvió la cabeza y pegó su boca enardecida a las dos manos de La Vallière. Ésta, sin saber ya lo que hacía, oprimió con sus temblorosas manos los labios de su regio amante.
Luis se dejó caer vacilante de rodillas, y, como La Vallière no moviera la cabeza, la frente del rey se halló junto a los labios de la joven, la cual, en medio de su éxtasis, rozó con un furtivo y moribundo beso los cabellos perfumados que le acariciaban las mejillas.
El rey la cogió en sus brazos, y, sin que ella opusiera resistencia, cambiaron los dos ese beso ardiente que trueca el amor en delirio.
Ni el pintor ni Saint-Aignan entraron aquel día.
Una especie de embriaguez pesada y dulce que refresca los sentidos y deja circular como un lento veneno el sueño en las venas, ese sueño impalpable, lánguido como una vida dichosa, se interpuso, como una nube, entre la vida pasada y futura de los dos amantes.
En medio de aquel sueño preñado, de ilusiones, un ruido continuo que se oía en el piso superior alarmó primero a La Vallière, pero sin despertarla del todo.
No obstante, como el ruido continuaba y se oía cada vez con más claridad, recordando la realidad a la pobre joven embriagada de ilusión, se levantó asustada, bella en su desorden, diciendo:
—¡Alguien me aguarda arriba! ¡Luis, Luis! ¿No oís?
—¿No os espero yo a vos? —dijo el rey con ternura—. ¡Que en adelante os esperen los demás!
Pero ella movió la cabeza.
—¡Felicidad oculta! —dijo asomando a sus ojos dos gruesas lágrimas—. Poder oculto… Mi orgullo debe callarse como mi corazón. El ruido volvió a oírse.
—Oigo la voz de Montalais —dijo La Vallière.
Y subió precipitadamente la escalera.
El rey subía con ella, no acertando a separarse de su lado, y cubría de besos su mano y la fimbria de su vestido.
—Sí, sí —repitió la joven asomando medio cuerpo por la trampa—, sí, es la voz de Montalais que llama; por fuerza ha ocurrido alguna novedad importante.
—Pues id, vida mía —dijo el rey—, y volved pronto.
—¡Oh! Hoy no. ¡Adiós, adiós! Y, bajándose otra vez para abrazar a su amante, entró en la habitación. Montalais la aguarda, en efecto, pálida y agitada.
—¡Pronto, pronto, que sube! ¿Quién? ¿Quién sube?
—¡Él! ¡Ya me lo temía!
—Pero ¿quién es él? ¡Me matas!
—¡Raúl! —murmuró Montalais.
—Yo, sí, yo —contestó una voz gozosa desde las últimas gradas de la escalera.
La Vallière lanzó un grito terrible, y retrocedió, espantada.
—Aquí estoy, aquí estoy, amada Luisa —dijo Raúl acudiendo presuroso—. ¡Oh! ¡Bien sabía que me amabais siempre!
Luisa hizo un movimiento de terror y otro de maldición, y, aunque se esforzó por hablar, sólo pudo pronunciar esta palabra:
—¡No! ¡no!
Y cayó en brazos de Montalais, murmurando:
—¡No os aproximéis!
Montalais hizo una seña a Raúl, que, petrificado en el umbral, ni trató de dar un paso más en la habitación.
Después, dirigiendo su vista hacia el biombo:
—¡Imprudente! —dijo ella—. ¡La trampa no está cerrada!
Y fue hacia el ángulo de la pieza para cerrar primero el biombo; después, detrás de éste, la trampa.
Pero al mismo tiempo lanzábase por ella el rey, que había oído el grito de La Vallière y acudía a socorrerla.
Luis se arrodilló ante ella, redoblando sus preguntas a Montalais, que iba ya perdiendo la cabeza.
Pero en el instante en que el rey se hincaba de rodillas, se oyó un grito de dolor en la puerta, y ruido de pasos en el corredor. El rey quiso correr a fin de ver quién había dado aquel grito y producía el ruido de pasos.
Montalais procuró retenerle, pero no lo consiguió.
El rey, dejando a La Vallière, se acercó a la puerta; pero Raúl estaba ya lejos, de modo que el rey no vio más que una especie de sombra que volvía la esquina del corredor.