Capítulo XXXVIIIEl correo de Madame

Carlos II se había propuesto demostrar a miss Stewart que no pensaba más que en ella; en consecuencia, le prometió un amor igual al que su abuelo Enrique IV había profesado a Gabriela. Desgraciadamente para Carlos II, eligió mal día, porque fue precisamente uno en que a miss Stewart se le puso en la cabeza dar celos al rey. De modo que en vez de enternecerse al oír aquella promesa, como esperaba Carlos II, se echó a reír.

—¡Oh, señor, señor! —exclamó sin dejar de reír—. Si tuviera la desgracia de pediros una prueba de ese amor, ¡cuán fácilmente se vería que mentís!

—Escuchad —le dijo Carlos—; ya conocéis mis cartones de Rafael y el aprecio en que los tengo; el mundo me los envidia. Mi padre los hizo comprar por Van Dyck. ¿Queréis que los traslade hoy mismo a vuestra casa?

—¡Oh, no! —replicó la joven—. No hagáis tal cosa, señor; mi casa es muy reducida para hospedar tales huéspedes.

—Entonces, os donaré Hampton Court para que coloquéis los cartones.

—Sed menos generoso, señor, y amad más tiempo: esto es cuanto deseo.

—Os amaré eternamente; ¿creéis que sea bastante?

—Veo que os reís, señor. ¿Quisierais que llorase?

—No; pero quisiera veros algo más melancólico.

—¡A Dios gracias, hermosa mía, lo he estado bastante tiempo! Catorce años de destierro, de pobreza y de miseria, me parece que ya es deuda satisfecha; además, la melancolía afea.

—¡Ca! Ved, si no, al joven francés.

—¡Oh! ¡El vizconde de Bragelonne…! ¿Vos también? Dios me perdone, pero creo que, unas tras otras, todas se van a volver locas… El vizconde tiene motivos para estar melancólico.

—¿Cuáles?

—¡Ah, caramba! ¿Será preciso también que os revele los secretos de Estado?

—Sí lo será, si yo quiero, ya que habéis dicho que estabais dispuesto a hacer todo lo que yo quisiera.

—Pues bien, se aburre en este país. ¿Estáis contenta?

—¿Se aburre?

—Si; prueba de que es un necio.

—¿Cómo un necio?

—¡Claro! ¿No comprendéis? ¡Le permito amar a miss Lucy Stewart, Y él se aburre!

—¡Bueno! Eso significa que si no os amase miss Lucy Stewart, os consolaríais amando a miss Mary Graffton.

—No he dicho eso: en primer lugar, sabéis perfectamente que miss Mary Graffton no me ama, y para consolarse uno de un amor perdido, es preciso que halle otro. Y, además, aquí no se trata de mí, sino de ese joven. No parece sino que la que deja allá es una Elena, por supuesto, antes de que conociera a París.

—Pero ¿deja alguien allá ese gentilhombre?

—Más bien le dejan.

—¡Pobre joven! Le está bien empleado.

—¿Y por qué?

—Sí: porque se va.

—¿Suponéis que se ha ido por gusto?

—¿Se ha ido obligado?

—Por orden, querida Stewart, de quien puede ordenar en París.

—¿Orden de quién?

—¿A ver si lo acertáis?

—¿Del rey?

—Exacto.

—¡Ah! Me abrís los ojos.

—No digáis nada, ¿eh?

—Ya sabéis que, en cuanto a discreción, valgo como un hombre. De modo, ¿qué el rey es quien le aleja? —Sí.

—Y, durante su ausencia, le birla la dama.

—Sí, y el pobre muchacho, en vez de dar las gracias al rey, no hace más que lamentarse.

—¿Dar las gracias al rey, porque le birla a su amada? En verdad, señor, que lo que estáis diciendo no es nada galante para las mujeres en general, y particularmente para las amantes.

—¡Comprended bien lo que os digo, pardiez! Si esa mujer que el rey le roba fuera una miss Graffton o una miss Stewart, sería de su opinión, y hasta lo encontraría poco desesperado; pero se trata de una chiquilla flaca y coja… ¡Al diablo la fidelidad!, como dicen en Francia. Rehusar una rica por otra pobre, a una que le ama por otra que le engaña, ¿se ha visto cosa igual?

—¿Creéis que Mary desee en serio agradar al vizconde, señor?

—Sí, lo creo.

—Pues bien, el vizconde se acostumbrará a Inglaterra. Mary tiene buena cabeza, y cuando quiere, quiere bien.

—Mi querida miss Stewart, si el vizconde ha de aclimatarse en este país, no hay tiempo que perder; anteayer vino ya a pedirme permiso para partir.

—¿Y se lo habéis negado? —¡Ya lo creo! El rey, mi hermano, toma muy a pechos que ese joven esté ausente, y respecto a mí, tengo interesado en ello mi amor propio; no quiero que se diga que he presentado a ese young man el cebo más noble y más dulce de Inglaterra…

—Galante estáis, señor —contestó miss Stewart con encantador mohín.

—No hablo de miss Stewart —dijo el rey—; ése es un regio cebo, y puesto que yo he picado en él, no quiero que otro pique; en fin, no es justo que ese joven desaire mis obsequios; se quedará entre nosotros, y se casará aquí, o Dios me condene.

—Y espero que, después de casado, en vez de inculpar a Vuestra Majestad, le estará agradecido; todo el mundo se apresura a complacerle, hasta el señor de Buckingham, que, a pesar de su orgullo, parece reconocerle alguna superioridad.

—Y hasta miss Stewart, que le llama caballero encantador. Escuchad, señor: bastante me habéis elogiado a miss Graffton, conque permitidme que me desquite en algo con Bragelonne. Noto que, de algún tiempo a esta parte, manifestáis una bondad que me sorprende: pensáis en los ausentes; perdonáis injurias; sois casi perfecto…

—¿De qué proviene eso?

Carlos II se echó a reír.

—Es porque os dejáis amar —dijo.

—¡Oh! Alguna otra razón habrá.

—¡Vaya! La de que así obligo a mi hermano Luis XIV.

—Otra debe de haber aún.

—Pues bien, el verdadero motivo es que Buckingham me recomendó a ese joven, y me dijo: «Señor, principio por renunciar en favor del vizconde de Bragelonne a miss Graffton; haced vos lo propio».

—¡Oh, el duque es todo un caballero!

—¡Vaya; calentaos ahora los cascos por Buckingham! Parece que os habéis empeñado hoy en hacerme condenar.

En aquel momento llamaron a la puerta.

—¿Quién se permite incomodarnos? —dijo Carlos con impaciencia.

—En verdad, señor —dijo Stewart—, he ahí un quién se permite de la más suprema fatuidad; y, para castigaros…

Y fue ella misma a abrir la puerta.

—¡Ah! Es un mensajero de Francia —exclamó miss Stewart.

—¡Un mensajero de Francia! —exclamó Carlos—. ¿De mi hermana tal vez?

—Sí, señor —dijo el ujier de cámara—, y mensajero especial.

—¡Entrad, entrad! —dijo Carlos.

El correo entró.

—¿Traéis carta de la señora duquesa de Orléans? —preguntó el rey.

—Sí, señor —respondió el correo—; y con tal urgencia, que no he empleado más que veintiséis horas en traerla a Vuestra Majestad, no obstante haber perdido tres cuartos de hora en Calais.

—Se os recompensará ese celo —dijo el rey.

Y abrió la carta.

Luego, echándose a reír a carcajadas:

—En verdad —exclamó— que no comprendo nada.

Y leyó la carta nuevamente. Miss Stewart aparentaba la mayor reserva, procurando reprimir su ardiente curiosidad.

—Francisco —dijo el rey a su lacayo—, cuida de que traten bien a ese valiente mozo, y que, mañana al despertar, encuentre a la cabecera de su cama un saquito de cincuenta luises.

—¡Señor!

—¡Anda, amigo, anda! Razón sobrada tenía mi hermana en encargarte actividad; es cosa urgente en efecto.

Y se echó a reír con más ganas que antes.

El mensajero, el sirviente y la misma miss Stewart no sabían qué aire tomar.

—¡Vaya! —continuó el rey, echándose sobre el respaldo del sillón—. Y cuando considero que has reventado… ¿cuántos caballos?

—Dos.

—¡Dos caballos para traer esta noticia! Muy bien, amigo, muy bien. El correo salió con el criado. Carlos II se fue a abrir la ventana, y, asomándose:

—¡Duque —prorrumpió—, duque de Buckingham, mi querido Buckingham, venid!

El duque se apresuró *a obedecer; Pero, cuando llegó al umbral de la puerta y vio a miss Stewart, titubeó en entrar.

—Entra y cierra la puerta, duque.

El duque obedeció, y, viendo al rey de tan buen humor, se aproximó sonriendo.

—Vamos a ver, querido duque, ¿a qué altura te hallas con tu francés?

—Desesperado hasta no poder más.

—¿Y por qué?

—Porque la adorable miss Graffton quiere casarse con él, y él no quiere.

—¡Pero ese francés no es más que un beocio! —exclamó miss Stewart—. Que diga sí o no, y concluya de una vez.

—Supongo, señor —dijo seriamente Buckingham—, que sabéis o debéis saber que el señor de Bragelonne ama en otra parte.

—Entonces —dijo el rey acudiendo en ayuda de miss Stewart—, no hay cosa más sencilla: que diga que no.

—¡Oh, es que le he demostrado lo mal que hacía en no decir que sí!

—¿Le has dicho, pues, que su La Vallière le engaña?

—Se lo he dicho, sin andarme con rodeos.

—¿Y qué ha hecho?

—Dar un brinco como si quisiese salvar el estrecho.

—Al fin —dijo miss Stewart—, ya ha hecho algo: no es poca suerte.

—Pero pude contenerle —continuó Buckingham—, se lo entregué a miss Mary, y espero que no tendrá ya tanta prisa por partir.

—¿Pensaba irse? —exclamó el rey.

—Por un momento llegué a creer que no había fuerzas humanas que bastasen a contenerle; pero los ojos de miss Mary taladran: se quedará.

—Pues bien, estás en un error, Buckingham —dijo el rey estallando de risa—; ese desgraciado está predestinado.

—¿Predestinado a qué?

—A ser engañado, lo cual es poca cosa; pero, por lo que se ve, ya es algo.

—A distancia, y con el auxilio de miss Graffton, podrá pararse el golpe.

—Pues bien, nada de eso; ni habrá distancia ni ayuda de miss Graffton. Bragelonne partirá para París dentro de una hora.

Buckingham tembló, y miss Stewart abrió ojos tamaños.

—Pero, señor —replicó el duque—, Vuestra Majestad sabe que eso es imposible.

—Lo imposible, mi querido Buckingham, es lo contrario.

—Señor, figuraos que ese joven es un león.

—Y aun cuando así sea, Villiers.

—Y su cólera es terrible.

—No digo que no, querido amigo.

—Si ve su desgracia de cerca, tanto peor para el autor de ella.

—Bien; pero ¿qué quieres que le haga?

—¡Aun cuando fuese el rey —exclamó Buckingham gravemente—, no respondería yo de él!

—¡Oh! El rey tiene mosqueteros que le guarden —dijo Carlos tranquilamente—, tengo motivos para saberlo desde que me vi precisado a hacer antesala en su casa en Blois. Está a su lado el señor de D’Artagnan. ¡Diantre! ¡Vaya un guardián! No temería yo veinte cóleras como las de tu Bragelonne si tuviese cuatro guardias como el señor de D’Artagnan.

—¡Oh! Pero Vuestra Majestad, que es tan bondadoso, lo reflexionará bien —dijo Buckingham.

—Toma —dijo Carlos II presentando la carta al duque—; lee y contesta tú mismo. ¿Qué harías en mi lugar?

Buckingham cogió lentamente la carta de Madame, y leyó estas palabras temblando de emoción:

Por vos, por mí, por el honor y la salvación de todos, enviad inmediatamente a Francia al señor de Bragelonne.

Vuestra afectísima hermana.

ENRIQUETA.

—¿Qué dices eso, Villiers?

—A fe mía, señor, que ignoro qué decir —respondió estupefacto el duque.

—¿Me aconsejas todavía —dijo el rey con afectación—, que desobedezca a mi hermana cuando me habla con tales instancias?

—¡Oh! No, no, señor; y sin embargo…

—Pues no has leído todavía la postdata; que está en un doblez, y se me había escapado a mí mismo: lee.

El duque deshizo el doblez donde estaba aquella línea.

«Mil recuerdos a los que me aman».

El duque inclinó al suelo su frente descolorida, y la carta tembló en sus manos, como si el papel se hubiese convertido en plomo.

El rey aguardó un momento, y, viendo que Buckingham permanecía mudo:

—Que siga su destino, como nosotros el nuestro —prosiguió—; cada cual tiene que sufrir su pasión en este mundo; yo he sufrido ya la mía y la de los míos, que ha sido para mí una doble cruz. ¡Vayan ahora al demonio los cuidados! Anda, Villiers, y búscame a ese gentilhombre.

El duque abrió la puerta enrejada del gabinete, y, mostrando a Raúl y Mary, que iban al lado uno de otro:

—¡Ay, señor —dijo—, qué crueldad para esa pobre miss Graffton!

—Vamos, vamos, llámale —dijo Carlos II frunciendo sus negras cejas—. ¿Es que todo el mundo se encuentra aquí en estado sentimental? ¡Vaya! ¿También miss Stewart se enjuga las lágrimas? ¡Condenado francés…! Anda.

El duque llamó a Raúl, y, acercándose a tomar la mano de miss Graffton, la condujo delante del gabinete del rey.

—Señor de Bragelonne —dijo Carlos II—, ¿no me solicitabais anteayer permiso para volver a París?

—Sí, señor —respondió Raúl, a quien aquella salida desconcertó algún tanto.

—Me parece, querido vizconde, que os lo negué. ¿No es así?

—Sí, señor.

—¿Y os habéis incomodado?

—No, señor; Vuestra Majestad habrá tenido excelentes motivos para ello; Vuestra Majestad tiene demasiada bondad y cordura para que no haga bien todo lo que hace.

—Alegué, según creo, esta razón: que el rey de Francia no os había llamado.

—Sí, señor; eso me dijo Vuestra Majestad.

—Pues bien, he reflexionado, señor de Bragelonne, que si bien el rey no os fijó la fecha de regreso, me recomendó que procurara haceros grata la permanencia en Inglaterra; ahora bien, puesto que me habéis pedido permiso para marchar, es señal de que no estáis aquí contento.

—Señor, no he dicho eso.

—No —dijo el rey—, pero vuestra petición significaba por lo menos que estaríais con más gusto en otra parte que aquí.

En aquel instante volvió Raúl la cabeza hacia la puerta, contra el quicio de la cual estaba recostada miss Graffton acongojada.

El otro brazo lo tenía apoyado en el brazo de Buckingham.

—¿No respondéis? —continuó Carlos—. Me atendré entonces al proverbio que dice: «Quien calla otorga». Pues bien, señor de Bragelonne; estoy en el caso de satisfacer vuestros deseos, y os autorizo para que marchéis a Francia cuando queráis.

—¡Señor! —exclamó Raúl.

—¡Ay! —exclamó Mary apretando el brazo a Buckingham.

—Esta noche podéis estar en Douvres; la marea sube a las dos de la madrugada.

Raúl, estupefacto, balbucía palabras que tanto participaban del reconocimiento como de la disculpa…

—Me despido, pues, de vos, señor de Bragelonne, y os deseo toda suerte de prosperidades —dijo el rey levantándose—: hacedme el favor de conservar, como recuerdo mío, este diamante que destinaba a formar parte de un regalo de boda. Miss Graffton parecía próxima al desfallecimiento.

Raúl recibió el diamante; al recibirlo, le temblaban las rodillas. Dirigió algunas frases atentas al rey y a miss Stewart, y buscó a Buckingham para despedirse de él. El rey aprovechó aquel momento para ausentarse.

Raúl encontró al duque ocupado en animar a miss Graffton.

—Decidle que se quede, señorita —exclamaba Buckingham.

—Yo le digo que se marche —replicó miss Graffton, reanimándose—; no soy de esas mujeres que tienen más orgullo que corazón. Si le aman en Francia, que regrese a Francia, y que me bendiga a mí que le habré aconsejado que fuese a buscar su dicha; si, por el contrario, no le aman, que vuelva y le amaré siempre, porque su infortunio no le habrá rebajado ni un ápice a mis ojos. Hay en las armas de mi casa lo que Dios ha grabado en mi corazón: Habenti parum, egenti cuncta. «A los ricos poco, a los pobres todo».

—Dudo, amigo querido —dijo Buckingham—, que encontréis allá el equivalente de lo que dejáis aquí.

—Creo, o espero por lo menos —dijo Raúl—, que la mujer que amo sea digna de mí; pero si es cierto que mi amor es indigno, como habéis querido darme a entender, señor duque, lo arrancaré de mi corazón, aun cuando tuviera que arrancarme el corazón con él.

Mary Graffton fijó en él los ojos con una expresión de indefinible piedad.

Raúl sonrió melancólicamente.

—Señorita —dijo—, el diamante que el rey me ha regalado estaba destinado a vos: permitidme que os lo ofrezca; si me caso en Francia, podéis enviármelo; si no me caso, conservadlo.

Y, saludando, se alejó.

—¿Qué pensará hacer? —se había dicho Buckingham, mientras Raúl estrechaba respetuosamente la mano de miss Mary.

Miss Mary comprendió la mirada que le dirigía Buckingham.

—Si fuera una sortija de boda —dijo—, no la habría aceptado.

—Sin embargo, le habéis ofrecido que vuelva a vos.

—¡Ay, duque! —murmuró la joven suspirando—. Jamás un hombre como él tomará para consolarse una mujer como yo.

—¿Pensáis, entonces, que no volverá?

—Jamás —dijo miss Graffton con voz sofocada.

—Pues bien, yo os digo que encontrará allí su felicidad destruida, a su novia perdida… y su honor lastimado… ¿Qué podrá quedarle que equivalga a vuestro amor? ¡Oh! ¡Decidlo, Mary, vos que tenéis el don de conoceros tan bien!

Miss Graffton puso su blanca mano sobre el brazo de Buckingham, y, en tanto que Raúl huía por la arboleda de los tilos con una rapidez febril, cantó con voz moribunda estos dos versos de Romeo y Julieta: Hay que partir y vivir o bien quedar y morir. Cuando acabó la última palabra, Raúl había ya desaparecido.

Miss Graffton retiróse a su casa, más pálida silenciosa que una sombra.

Buckingham aprovechó el correo que, había traído la carta del rey, a fin de escribir a Madame y al conde de Guiche.

El rey había dicho bien. A las dos de la madrugada estaba alta la marea, y Raúl se embarcaba para Francia.