La revelación que, como hemos visto en el penúltimo capítulo, hizo Montalais a La Vallière, nos conduce naturalmente a hablar del héroe principal de esta historia, infeliz caballero errante a merced del capricho del rey.
Si el lector quiere seguirnos, pasaremos con él ese estrecho más borrascoso que el Euripo, que separa a Calais de Douvres, atravesaremos la verde y poblada campiña de mil arroyuelos que rodea a Charing, Maidstone y otras ciudades a cual más pintoresca, y llegaremos por fin a Londres.
De allí, como sabuesos que siguen una pista, después que hayamos sabido que Raúl había estado primero en Whitehall y luego en Saint James, que había sido recibido por Monk e introducido en las mejores reuniones de la corte de Carlos II, le seguiremos a uno de los palacios de verano del rey Carlos II, junto a la ciudad de Kingston, a Hampton Court, palacio que baña el río Támesis.
Los paisajes extiéndense a su alrededor tranquilos y ricos de vegetación; las casas de ladrillo arrojan por sus chimeneas azuladas humaredas que atraviesan las copas espesas y apiñadas de los abetos amarillos y verdes; los muchachos aparecen y desaparecen en las praderas como amapolas que se doblan al soplo del viento.
Los grandes carneros rumian cerrando los ojos a la sombra de los álamos blancos, y de trecho en trecho, el martín pescador, de flancos de esmeralda y oro, corta como bala mágica la superficie del agua, rozando aturdidamente el hilo de su cofrade, el hombre pescador, que acecha, sentado sobre su batel, el paso de la tenca y del sábalo.
Sobre aquel paraíso, formado de negra sombra y de dulce luz, se levanta el palacio de Hampton Court, construido por Wolsey, mansión que el orgulloso cardenal había creído deseable hasta para un soberano, y que, como cortesano tímido, tuvo que dar a su amo Enrique VIII, el cual había fruncido el ceño de envidia y codicia con sólo ver el aspecto del nuevo palacio.
Hampton Court, de murallas de ladrillo, de enormes ventanas y de hermosas verjas de hierro; Hampton Court, con sus mil torrecillas, sus extraños campanarios, sus discretos paseos y sus fuentes interiores, semejantes a las de la Alhambra; Hampton Court, lecho de rosas, jazmines y clemátides… era alegría de la vista y del olfato, el realce más encantador de aquel cuadro de amor que ofreció Carlos II, entre las voluptuosas pinturas del Ticiano, del Pordedone, de Van Dyck, no obstante tener en su galería el retrato de Carlos 1, rey mártir, y taladradas sus puertas y ventanas por las balas puritanas que arrojaron los soldados de Cromwell, el 24 de agosto de 1648, cuando llevaron allí preso a Carlos I.
Allí tenía su corte aquel rey ansioso siempre de placeres; aquel rey poeta por el deseo; aquel desventurado de otro tiempo, que se pagaba, con un día de voluptuosidad, cada minuto apenas pasado de agonía y de miseria.
Ni el suave césped de Hampton Court, césped que al pisarlo parece terciopelo; ni el círculo de flores que se ciñe al pie de cada árbol, formando un lecho a los rosales de veinte pies que se abren al aire libre como gavillas artificiales; ni los grandes tilos cuyas ramas bajan hasta el suelo como sauces, y velan el amor y las ilusiones a su sombra, o más bien bajo su cabellera; nada de eso era lo que amaba Carlos II en su hermoso palacio de Hampton Court.
Tal vez serían entonces aquellas hermosas aguas, semejantes a las del mar Caspio; aquellas aguas inmensas, rizadas por un viento fresco, como las ondulaciones de la cabellera de Cleopatra; aquellas aguas tapizadas de berros, de nenúfares bancos, de bulbos vigorosos, que se entreabren para dejar ver como el huevo el germen de oro rutilante en el fondo de la envoltura lechosa; aquellas aguas llenas de murmullos, sobre las cuales navegan los cisnes negros y los pequeños ánades, que persiguen a la mosca verde en las espadañas, y a la rana en su madriguera de musgo.
¿Serían acaso los enormes acebos de ramaje bicolor, los risueños puentes echados sobre los canales, las ciervas que braman en los paseos interminables, y las aguzanieves que revolotean en los arriates de boj y de trébol?
Porque de todo eso hay en Hampton Court, más las espalderas de rosas blancas que reptan a lo largo de los altos enrejados para dejar caer sobre el suelo su odorífera nieve; como se ven en el parque los vetustos sicómoros de troncos verdegueantes que bañan sus pies en un poético y lujuriante moho.
No, lo que Carlos II amaba en Hampton Court eran las sombras sorprendentes que después del mediodía se corrían sobre sus terrazas, cuando, como Luis XIV, había hecho pintar a las beldades en su gabinete por uno de los pincelas más hábiles de su tiempo, pinceles que sabían fijar en el lienzo un rayo escapado de tantos hermosos ojos que despedían amor. El día en que llegamos a Hampton Court, el cielo estaba apacible y sereno, como en un día de Francia; la temperatura era de una tibieza húmeda, y los geranios, los crecidos guisantes de olor, las jeringuillas y los heliotropos, sembrados a centenares en los jardines, exhalaban sus aromas embriagadores.
Era la una. El rey, después de volver de caza, había comido y visitado a la duquesa de Castelmaine, su querida de nombre, cuya prueba de fidelidad le permitía ya entregarse a su gusto a mil infidelidades hasta la noche.
Toda la Corte estaba entregada a las locuras de amor. Era aquella la época en que las damas preguntaban seriamente a los caballeros su opinión sobre tal o cual pie, más o menos gracioso, según estuviera calzado con media de seda color de rosa o verde.
Era la época en que Carlos 11 decía que no había salvación para una mujer que no llevase medias de seda verde, porque la señorita Lucy Stewart las gastaba de ese color.
En tanto que el rey se entretenía en dar a conocer sus preferencias, pasemos nosotros a la arboleda de hayas que daba frente al terrado, y por la que iba una joven dama, en traje de color severo, detrás de otra vestida de color lila y azul obscuro.
Atravesaron la terraza del jardín, en medio de la cual se elevaba una hermosa fuente con sirenas de bronce, y siguieron más allá conversando a lo largo de la tapia de ladrillo, de la que resaltaban en el parque varios gabinetes de diversas formas; pero, como aquellos gabinetes estaban en su mayor parte ocupados, las jóvenes pasaron adelante: la una ruborizada, la otra meditando.
Llegaron, por último, al término de aquella terraza que dominaba todo el Támesis, y hallando un sitio cómodo se sentaron una al lado de otra.
—¿Adónde vamos, Stewart? —preguntó la más joven de las dos a su compañera.
—Mi querida Graffton, vamos, ya lo ves, a donde tú nos llevas.
—¿Yo?
—Sí, tú; al extremo del palacio, hacia el banco donde el joven francés espera y suspira.
Miss Mary Graffton se detuvo.
—No —dijo a su compañera—; no voy allá.
—¿Por qué?
—Regresemos, Stewart.
—Al contrario, sigamos adelante, y expliquémonos.
—¿Sobre qué?
—Sobre eso de ir el señor vizconde de Bragelonne a todos los paseos a que tú vas, y tú a los que va él.
—Y deduces de ahí que me ama, o que yo le amo.
—¿Por qué no? Es un joven muy gallardo… Creo que nadie nos oye —añadió miss Lucy Stewart, volviéndose con una sonrisa que indicaba no ser grande su inquietud.
—No, no —dijo Mary—; el rey se halla en su gabinete oval con el señor de Buckingham.
—A propósito del señor de Buckingham, Mary…
—¿Qué?
—Me parece que se ha declarado caballero tuyo desde su regreso de Francia. ¿Cómo va tu corazón por este lado?
Mary Graffton se encogió de hombros.
—¡Bueno, bueno! Ya se lo preguntaré al gallardo Bragelonne —dijo Stewart riendo—; vámonos a buscarle cuanto antes.
—¿Para qué?
—Tengo que hablarle.
—Aún no; escucha antes una palabra. Tú, Stewart, que sabes los secretillos del rey…
—¿Crees que los sepa?
—Si tú no los sabes, ignoro quién pueda saberlos. Dime, ¿a qué ha venido el señor de Bragelonne a Inglaterra? ¿Qué hace aquí?
—Lo que todo gentilhombre enviado por su rey a otro rey.
—Bien; pero, hablando seriamente, aunque la política no sea nuestro fuerte, sabemos lo bastante para comprender que el señor de Bragelonne no ha traído misión importante.
—Oye —dijo Stewart con afectada gravedad—; voy a vender en tu obsequio un secreto de Estado. ¿Quieres que te recite la carta de recomendación dada por el rey Luis XIV al señor de Bragelonne, y dirigida a Su Majestad el rey Carlos II?
—Sí, por cierto.
—Pues dice así: «Hermano mío, os envío a un gentilhombre de mi Corte, hijo de una persona a quien apreciáis. Tratadle bien, os lo ruego, y hacedle aficionarse a Inglaterra».
—¿Eso decía?
—En los mismos términos u otros parecidos. No respondo de la forma, pero sí del fondo.
—Bien: ¿y qué has inferido de ahí, o más bien qué ha inferido el rey?
—Que el rey de Francia tenía motivos para alejar al señor de Bragelonne, y casarlo… en otra parte que no sea Francia.
—De modo que a consecuencia de esa carta…
—El rey Carlos II ha recibido al señor de Bragelonne, según ya sabes, espléndida y amistosamente, dándole la mejor habitación de Whitehall, y, como tú eres la dama más preciosa de su Corte, en atención a que has rehusado su corazón… ea, no hay por qué ruborizarse… ha querido inspirarte afición hacia el francés, y hacerle ese hermoso obsequio. Ahí tienes por lo que Su Majestad te ha hecho tornar parte en todos los paseos del señor de Bragelonne: a ti, heredera de trescientas mil libras, futura duquesa, y joven tan buena como hermosa. En una palabra, eso ha sido un complot, una especie de conspiración, a la cual tú verás si quieres poner fuego, pues yo te entrego la mecha.
Miss Mary sonrió con la expresión encantadora que le era familiar, y apretando el brazo de su compañera:
—Dale las gracias al rey —dijo.
—Sí, sí; pero el señor de Buckingham está celoso; mira lo que haces —replicó Lucy Stewart.
Apenas habían sido dichas estas palabras, cuando salió el señor de Buckingham de uno de los pabellones de la terraza, y, acercándose a las dos jóvenes con una sonrisa:
—Os equivocáis, miss Lucy —replicó—, no, no estoy celoso, y en prueba de ello, miss Mary, allá abajo tenéis al que debería ser la causa de mis celos, el vizconde de Bragelonne, que está allí solo, absorto en sus meditaciones. ¡Pobre muchacho! Permitidme que le deje vuestra agradable compañía por algunos momentos, pues tengo que hablar a miss Lucy Stewart.
Entonces, inclinándose hacia miss Lucy:
—¿Me haréis —le preguntó el honor de aceptar mi brazo para ir a saludar al rey, que nos espera?
Y, al pronunciar estas palabras, Buckingham, con amable sonrisa tomó la mano de miss Lucy, y se llevó a ésta.
Mary Graffton, luego que quedó sola, inclinando la cabeza sobre el hombro con aquel gracioso abandono peculiar de las jóvenes inglesas, permaneció por un momento inmóvil, con los ojos fijos en Raúl, pero como indecisa sobre lo que había de hacer. Al fin, luego que sus mejillas, perdiendo y recobrando alternativamente el color, revelaron el combate que tenía lugar en su corazón, la joven pareció tomar una resolución, y se aproximó con paso bastante firme hacia el banco en que estaba Raúl entregado a sus reflexiones.
Por ligero que fuera el ruido de los pasos de miss Mary sobre el menudo césped, llamó la atención de Raúl; volvió la cabeza, vio a la joven y se adelantó a recibir a la compañera que su buena fortuna le deparaba.
—Me envían a vuestro lado, señor —dijo Mary Graffton—. ¿Me aceptáis?
—¿Y a quién debo tan marcado favor, señorita? —preguntó Raúl.
—Al señor de Buckingham —replicó Mary afectando alegría.
—¿Al señor de Buckingham, que con tanto anhelo busca siempre vuestra preciosa compañía? Señorita, ¿debo creerlo?
—En efecto, señor, ya lo veis; todo conspira a que pasemos juntos la mejor, o más bien, la mayor parte de los días. Ayer fue el rey el que me mandó que os hiciese sentar en la mesa a mi lado; hoy, es el señor de Buckingham quien me ruega que venga a sentarme al lado vuestro en este banco.
—¿Y se ha alejado a fin de dejarme libre la plaza? —preguntó Raúl con embarazo.
—Miradle allí, que va a desaparecer con miss Stewart por el recodo que forma la arboleda. ¿Se gastan complacencias de esta clase en Francia, señor vizconde?
—Señorita, apenas os puedo decir lo que se acostumbra en Francia, pues casi no soy francés. He vivido en muchos países, casi siempre como soldado, y además he pasado gran parte de mi vida en el campo, de suerte que soy bastante agreste.
—¿No estáis contento en Inglaterra?
—No sé —dijo Raúl distraídamente y exhalando un suspiro.
—¿Cómo que no sabéis?
—Perdonad —apresuróse a decir Raúl, sacudiendo la cabeza, como para salir de su distracción—, perdonad, no os había oído.
—¡Ay! —exclamó la joven suspirando a su vez—. ¡Mal ha hecho el duque de Buckingham en enviarme aquí!
—¿Ha hecho mal? —dijo con viveza Raúl—. Tenéis razón; mi compañía es fastidiosa, y os aburrís conmigo. Mal ha hecho el señor de Buckingham en enviaros aquí.
—Precisamente —replicó la joven con su voz grave y armoniosa—, por no aburrirme con vos, ha hecho mal el señor de Buckingham en enviarme al lado vuestro.
Raúl se sonrojó de nuevo.
—Pero ¿cómo es —dijo que el señor de Buckingham os haya enviado a mi lado, y que vos hayáis venido? El señor de Buckingham os ama, y vos le amáis.
—No —respondió gravemente Mary—, no. El señor de Buckingham no me ama, puesto que ama a la duquesa de Orléans; y, en cuanto a mí, no profeso amor al duque.
Raúl miró a la joven, sorprendido.
—¿Sois amigo del señor de Buckingham, vizconde? —continuó ésta.
—El duque me hace el honor de llamarme amigo suyo desde que nos vimos en Francia.
—¿No sois entonces más que simples conocidos?
—No; porque el señor de Buckingham es amigo íntimo de un gentilhombre a quien amo como a un hermano.
—¿Del señor conde de Guiche?
—Sí, señorita.
—¿Que ama a la señora duquesa de Orléans?
—¡Oh! ¿Qué decís?
—Y que es amado por ella —prosiguió tranquilamente la joven. Raúl bajo la cabeza. Mis Mary Graffton prosiguió con un suspiro:
—¡Qué dichosos son…! Vamos, señor de Bragelonne, no hagáis caso de mí, pues el señor de Buckingham os ha dado un encargo bien enojoso con ofrecerme a vos para compañera de paseo. Vuestro corazón está en otra parte, y a duras penas me concedéis un poco de atención… Confesad, confesad… Haríais mal en negarlo, vizconde.
—Señorita, no lo niego. Miss Mary le miró.
Mostrábase Raúl tan sincero y hermoso, su mirada revelaba tan amable franqueza y tal resolución, que no pudo ocurrírsele a una mujer tan distinguida como miss Mary la idea de que el joven fuese un descortés o un necio.
Lo que vio fue que amaba a otra mujer que no era ella con toda la franqueza de su corazón.
—Os comprendo —dijo—; estáis enamorado en Francia.
Raúl se inclinó.
—¿Sabe el duque ese amor?
—Nadie lo sabe —contestó Raúl.
—¿Y por qué no me lo confesáis a mí?
—Señorita…
—Vamos, explicaos.
—No puedo.
—Entonces, me toca a mí abriros el camino: no queréis decirme nada porque estáis persuadido, ahora, de que no amo al duque, porque veis que quizá yo os habría amado, porque sois un gentilhombre todo corazón y delicadeza, que en lugar de tomar, aun cuando sólo fuera por distraeros un momento, una mano que se arrima a la vuestra, en lugar de sonreír a mi boca que os sonreía, habéis preferido, vos, que sois joven, decirme, a mí que soy hermosa: «¡Amo en Francia!». Pues bien, gracias, señor de Bragelonne; sois un noble gentilhombre, y por eso os amo más… en amistad. No hablemos ya de mí, por tanto, sino de vos. Olvidad que miss Graffton os ha hablado de ella; decidme por qué estáis triste, por qué lo estáis más aún de algunos días a esta parte.
Raúl conmovióse hasta lo íntimo de su corazón al oír el acento dulce y melancólico de aquella voz, y no pudo hallar palabras para contestar. La joven acudió otra vez en su ayuda.
—Compadecedme —le dijo—. Mi madre era francesa; de consiguiente, puedo decir que soy francesa por la sangre y el alma. Pero sobre este ardor pesan incesantemente las nieblas y la tristeza de Inglaterra. A veces tengo mis sueños de oro y de mágicas felicidades; pero de repente viene la bruma y los hace desaparecer. Así me ha pasado ahora también. Perdonad, no hablemos más de esto; dadme vuestra mano, y confiad vuestros pesares a una amiga.
—¡Decís que sois francesa, francesa de alma y de sangre!
—Sí, lo repito; no sólo mi madre era francesa, sino que también, como mi padre, amigo de Carlos I, se desterró a Francia, y en tanto duró el proceso del príncipe y la vida del Protector, fui educada en París; a la restauración del rey Carlos 11, mi padre volvió a Inglaterra, donde murió poco después… ¡pobre padre! Entonces, el rey Carlos me hizo duquesa y completó mis rentas.
—¿Tenéis algún pariente en Francia? —preguntó Raúl con señalado interés.
—Tengo una hermana, siete u ocho años mayor que yo, que casó en Francia y enviudó después. Se llama madame de Bellière.
Raúl hizo un movimiento.
—¿La conocéis?
—La he oído nombrar.
—También ama, y sus últimas cartas me anuncian que es dichosa: de consiguiente, es correspondida. Yo, como os decía, señor de Bragelonne, tengo la mitad de su alma, aunque no la mitad de su felicidad. Pero hablemos de vos. ¿A quién amáis en Francia?
—A una joven, dulce y blanca como un lirio.
—Pero, si ella os ama, ¿por qué estáis melancólico?
—Me han dicho que ya no me ama.
—No lo creeréis, supongo.
—El que me lo ha escrito no firma su carta.
—¡Una denuncia anónima! ¡Oh! ¡Eso es alguna traición! —dijo miss Graffton.
—Mirad —dijo Raúl enseñando a la joven un billete que había leído cien veces.
Mary Graffton cogió el billete, y leyó:
«Vizconde, hacéis muy bien en divertiros ahí con las hermosas damas del rey Carlos II; porque, en la corte del rey Luis XIV, os sitian en el palacio de vuestros amores. Permaneced, pues, para siempre en Londres, pobre vizconde, o regresad cuanto antes a París».
—No hay firma —dijo miss Mary.
—No.
—De consiguiente, no daréis fe a eso.
—No; pero ved esta otra carta.
—¿De quién?
—Del señor de Guiche.
—¡Oh! ¡Eso es otra cosa! Y esa carta, ¿qué os dice?
—Leed.
«Amigo mío, estoy herido y enfermo.
»¡Volved, Raúl, volved!
»Guiche».
—¿Y qué vais a hacer? —preguntó la joven con el corazón oprimido.
—Al recibir la carta, lo primero que hice fue pedir permiso al rey.
—¿Y la recibisteis…?
—Anteayer.
—Está fechada en Fontainebleau.
—Y es extraño, ¿no?, estando la Corte en París. Y al fin me hubiera ido. Pero, cuando hablé al rey de mi marcha, se echó a reír y me dijo: «Señor embajador, ¿a qué viene ahora esa marcha? ¿Os llama por ventura vuestro amo?». Quedéme sonrojado y desconcertado, pues, en efecto, el rey me ha enviado aquí y no he recibido orden de regresar. Mary frunció el ceño, pensativa.
—¿Y os quedáis? —preguntó.
—Es necesario, señorita.
—¿Y la que amáis?
—¿Qué?
—¿Os escribe?
—Jamás.
—¡Jamás! ¡Oh! ¿Conque no os ama?
—A lo menos no me ha escrito desde que me marché.
—¿Os escribía antes?
—A veces… ¡Oh! Creo que no habrá podido.
—Aquí viene el duque: silencio. En efecto, por el extremo del paseo aparecía Buckingham, solo y risueño. Luego que llegó, tendió la mano a los dos interlocutores.
—¿Os habéis entendido? —dijo.
—¿Sobre qué? —preguntó Mary Graffton.
—Sobre lo que pueda haceros a vos dichosa, querida Mary, y a Raúl menos desgraciado.
—No os comprendo, milord —contestó Raúl.
—Lo siento, miss Mary. ¿Queréis que me explique delante del señor?
Y sonrió.
—Si queréis decir —repuso la joven con orgullo— que estaba dispuesta a amar al señor de Bragelonne, es inútil, pues ya se lo he dicho.
Buckingham reflexionaba y, sin desconcertarse, como ella esperaba:
—Por lo mismo —dijo—, que sé que tenéis un delicado espíritu y sobre todo un alma leal, os he dejado con el señor de Bragelonne, cuyo corazón enfermo puede curar en manos de un médico como vos.
—Pero, milord, antes de hablarme del corazón del señor de Bragelonne, me hablasteis del vuestro. ¿Queréis que cure dos corazones al mismo tiempo?
—Es cierto, miss Mary; pero me haréis la justicia de creer que he abandonado una pretensión inútil, reconociendo que mi herida era incurable.
Mary se recogió un instante.
—Milord —dijo—, el señor de Bragelonne es feliz. Ama y es amado. Por consiguiente, no necesita de ningún médico como yo.
—El señor de Bragelonne —dijo Buckingham—, está en vísperas de contraer una grave enfermedad, y ahora más que nunca necesita que su corazón se ponga en cura.
—¡Explicaos, milord! —requirió vivamente Raúl.
—No, me explicaré poco a poco; mas si lo deseáis, puedo decir a miss Mary lo que vos no podéis oír.
—¡Milord, me tenéis en un cruel tormento; milord, algo sabéis por fuerza!
—Sé que miss Mary es el objeto más encantador que un Corazón enfermo puede apetecer.
—Milord, ya os he dicho que el vizconde de Bragelonne ama en otra parte —dijo la joven.
—Hace mal.
—¿Lo sabéis, señor duque? ¿Sabéis que hago mal?
—Sí.
—Pero ¿a quién ama? —exclamó la joven.
—A una mujer indigna de él —dijo tranquilamente Buckingham, con la flema que sólo un inglés puede hallar en su cabeza y en su corazón.
Miss Mary Graffton lanzó un grito que, no menos que as palabras pronunciadas por Buckingham hizo pintarse en las mejillas de Bragelonne la palidez del sobrecogimiento y la imagen del terror.
—¡Duque —murmuró—, habéis pronunciado palabras tales, que, sin tardar ni un segundo, voy a buscar su explicación a París!
—Os quedaréis aquí —dijo Buckingham.
—¿Yo? —Sí, vos.
—¿Por qué?
—Porque no tenéis derecho a marcharos, y no se deja el servicio de un rey por el de una mujer, aunque sea tan digna de ser amada como miss Mary Graffton.
—Entonces, informadme.
—Lo haré. Pero ¿os quedaréis?
—Sí, con tal que seáis sincero conmigo.
En esto estaban, y sin duda Buckingham iba a decir no todo lo que había, sino todo lo que sabía, cuando por el extremo de la terraza apareció un lacayo del rey, y se adelantó hacia el gabinete donde estaba el rey con miss Lucy Stewart.
Aquel hombre precedía a un correo lleno de polvo, que parecía haber echado pie a tierra momentos antes.
—¡El correo de Francia! ¡El correo de Madame! —exclamó Raúl viendo la librea de la duquesa.
El hombre y el correo hicieron avisar al rey, mientras el duque y miss Graffton cambiaban una mirada de inteligencia.