Capítulo XXXVIEl retrato

En esa enfermedad que llaman amor los accesos se suceden con más frecuencia unos a otros desde que el mal principia.

Más tarde, los accesos se van haciendo menos frecuentes a medida que se acerca la curación.

Supuesto esto como axioma en general, y como comienzo de capítulo en particular, sigamos nuestro relato.

Al día siguiente, que era el fijado por el rey para la primera entrevista en el cuarto de Saint-Aignan, al abrir La Vallière el biombo halló en el suelo un billete de puño y letra del rey.

Este billete había pasado del piso inferior al superior, por la rendija del entarimado. Ninguna mano indiscreta, ninguna mirada curiosa podía penetrar adonde penetraba aquel simple papel.

Era ésa una de las ideas de Malicorne. Conociendo lo útil que Saint-Aignan iba a ser al rey con su habitación, no había querido que el cortesano llegara a serle también indispensable como mensajero, y por su autoridad privada habíase reservado aquel puesto.

La Vallière leyó ávidamente aquel billete, que le señalaba las dos de la madrugada para el momento de la cita, y le señalaba el modo de levantar la trampa abierta en el suelo. «Mostraos linda» —añadía la postdata.

Estas últimas palabras sorprendieron a la joven, pero la calmaron al mismo tiempo.

El tiempo caminaba lentamente, pero al fin llegó la hora.

Luisa, tan puntual como la sacerdotisa Hero, levantó la trampa al sonar la última campanada de las dos, y encontró en los primeros escalones al rey, que la esperaba respetuosamente para darle la mano.

Aquella fina deferencia la enterneció visiblemente.

Al pie de la escalera encontraron ambos amantes al conde, el cual, con una sonrisa y una reverencia del mejor gusto, dio las gracias a La Vallière por el honor que le hacía.

Después, volviéndose hacia el rey: —Majestad —dijo—, ahí está nuestro hombre.

La Vallière miró a Luis con inquietud.

—Señorita —dijo éste—, si os he suplicado que me hicieseis el honor de bajar, ha sido por interés mío particular. He hecho llamar a un pintor notable, que saca perfectamente el parecido, y desearía que le autorizaseis para retrataros. Esto no obsta para que, si lo exigís, quede el retrato en vuestro poder.

La Vallière se ruborizó.

—Ya lo veis —dijo el rey—; no seremos ya sólo tres, sino cuatro. ¡Ay! Desde el momento en que no estemos solos, vendrán cuantas personas queráis.

La Vallière apretó dulcemente la punta de los dedos a su regio amante.

—Pasemos a la pieza inmediata, si Vuestra Majestad lo tiene a bien —dijo Saint-Aignan.

Éste abrió la puerta, y dejó pasar a sus huéspedes.

El rey seguía a La Vallière y devoraba con los ojos su cuello, blanco como el nácar, sobre el cual flotaban los sedosos rizos de la joven.

La Vallière llevaba un vestido de seda, de color gris perla con visos de rosa; un adorno de azabache realzaba la blancura de su cutis; sus manos, finas y diáfanas, ostentaban un ramillete de pensamientos, rosas de Bengala y clemátides artísticamente enlazados, sobre los cuales se elevaba, como una copa derramando perfumes, un tulipán de Harlem de tonos grises y morados, maravillosa especie que había costado cinco años de combinaciones al jardinero y cinco mil libras al rey.

Aquel ramillete lo había puesto Luis en manos de La Vallière al tiempo de saludarla.

En la pieza, cuya puerta acababa de abrir Saint-Aignan, permanecía de pie un joven, de ojos negros y largos cabellos castaños, vestido con un sencillo traje de terciopelo.

Era el pintor, el cual tenía ya preparados el lienzo y la paleta.

Inclinóse delante de la señorita de La Vallière con esa grave curiosidad del artista que estudia su modelo, y saludó al rey discretamente, como si no le conociera, y, por lo, tanto, como hubiera saludado a cualquiera otro gentilhombre.

Luego, conduciendo a la señorita de La Vallière hasta el sillón preparado para ella, la invitó a sentarse.

La joven colocóse con gracia y abandono, teniendo en la mano el ramillete, y con las piernas extendidas sobre almohadones; y a fin de que sus miradas no apareciesen vagas o afectadas, le suplicó el pintor que las fijase en algún otro objeto.

Entonces Luis XIV, sonriendo, fue a sentarse sobre los almohadones, a los pies de su amante.

De modo que ella, inclinada hacia atrás, recostada en el sillón y con las flores en la mano, y él, con los ojos fijos en ella y devorándola con la mirada, formaban un grupo encantador que el pintor contempló unos minutos con satisfacción, mientras que, por su parte, Saint-Aignan lo contemplaba con envidia.

El artista bosquejó rápidamente; luego, a las primeras pinceladas, se vio resaltar del fondo gris aquel suave y poético rostro de ojos dulces y sonrojadas mejillas aprisionadas en su blonda cabellera.

Entretanto, los dos amantes hablaban poco y se miraban mucho; sus ojos a veces mostraban tal languidez, que el pintor se veía precisado a interrumpir su obra, a fin de no representar una Ericina en vez de una La Vallière.

Entonces acostumbraba intervenir Saint-Aignan, y recitaba versos o contaba historietas, cómo las que solía contar Patru, o como las que escribía con tanta habilidad Tallemant des Réaux.

O bien La Vallière mostraba hallarse fatigada, y había entonces un rato de descanso.

Unas veces una fuente de porcelana, cubierta de los más delicados frutos que se habían podido hallar, otras el vino de Jerez, destilando sus topacios en la plata cincelada, servían de accesorios a aquel cuadro, del que el pintor sólo debía reproducir la figura más efímera.

Luis se embriagaba de amor; La Vallière de felicidad; Saint-Aignan de ambición.

El artista atesoraba recuerdos para su vejez.

Pasáronse así dos horas, y cuando dieron las cuatro, se levantó el pintor e hizo una seña al rey.

El rey levantóse, se acercó al lienzo y dirigió algunas frases lisonjeras al artista.

Saint-Aignan alababa el parecido, que, según decía, estaba asegurado ya.

La Vallière dio las gracias al pintor, ruborizándose, y pasó a la pieza inmediata, adonde la siguió el rey después de llamar a Saint-Aignan.

—Hasta mañana, ¿no es cierto? —dijo el rey a La Vallière.

—Pero, Majestad, ¿no pensáis que pueden venir a mi cuarto y no hallarme en él?

—¿Y qué?

—¿Qué será de mí entonces? —Sois muy medrosa, Luisa.

—Pero ¿y si Madame me envía a buscar?

—¡Oh! —contestó el rey—. ¿No ha de llegar un día en que me digáis vos misma que lo arrostre todo por no separarme de vos?

—Ese día, Majestad, seré una insensata, y deberíais no creerme.

—Luisa, hasta mañana.

La Vallière dio un suspiro, y luego, sintiéndose sin fuerzas para oponerse al deseo del rey:

—¡Ya que así lo queréis, Majestad… hasta mañana! —repitió. Y a estas palabras subió ligeramente la escalera, y desapareció de la vista de su amante.

—¿Qué decís, Majestad? —dijo Saint-Aignan, luego que se marchó la joven.

—Digo, Saint-Aignan, que ayer me creía el más dichoso de los hombres.

—¿Y se creería hoy, por ventura, Vuestra Majestad, el mas desgraciado? —replicó sonriendo el conde.

—No, pero este amor es una sed insaciable: cuanto más bebo, cuanto más devoro las gotas de agua que tu industria me procura, más sed tengo.

—Parte de la culpa es de Vuestra Majestad, porque se ha creado la situación tal como es.

—Tienes razón.

—Por tanto, Majestad, el mejor medio de ser dichoso en semejante caso, es creerse satisfecho y esperar.

—¡Esperar! ¿Y conoces tú la palabra esperar?

—Ea, Majestad, no os desconsoléis; ya he buscado y buscaré todavía.

El rey meneó la cabeza con aire desesperado.

—¡Qué, Majestad! ¿No estáis ya satisfecho?

—Sí, querido Saint-Aignan, pero es necesario que e halles alguna cosa más.

—Majestad, lo único que puedo hacer es comprometerme a buscar. El rey quiso ver el retrato, ya que no podía ver el original, e indicando al pintor algunas ligeras variaciones se marchó.

Enseguida, Saint-Aignan despidió al artista.

Apenas habían desaparecido caballete, colores y pintor, cuando Malicorne asomó la cabeza entre las cortinas.

Saint-Aignan le recibió con los brazos abiertos, pero con cierta tristeza, no obstante. La nube que había pasado por delante del sol real, velaba a su vez al fiel satélite. Malicorne advirtió al primer golpe de vista el crespón que cubría el rostro de Saint-Aignan.

—¡Ay, señor conde! —exclamó—. ¡No parece que estéis muy satisfecho!

—Mis motivos tengo, señor Malicorne. ¿Creeréis que el rey no está contento?

—¿No está contento con la escalera?

—¡Oh, no! Al contrario, la escalera le agrada muchísimo.

—Entonces, no habrá sido de su gusto la decoración de las cámaras.

—¡Ah! En cuanto a eso, ni siquiera ha reparado. No, lo que ha disgustado al rey…

—Yo os lo diré, señor conde: es haber asistido el cuarto a una cita amorosa. ¿Es posible que no lo hayáis comprendido, señor conde?

—¿Y cómo lo había de haber adivinado, señor Malicorne, cuando no he hecho más que seguir al pie de la letra las instrucciones del rey?

—¿Ha exigido absolutamente el rey que estuvieseis a su lado?

—Positivamente.

—¿Y quiso, además, que viniera el pintor que he encontrado abajo?

—Lo exigió, señor Malicorne, lo exigió.

—Entonces, comprendo, ¡pardiez!, que Su Majestad no haya estado contento.

—¿Cómo, después que se han obedecido puntualmente sus órdenes?

—No os entiendo.

Malicorne se rascó la cabeza.

—¿A qué hora —preguntó— dijo el rey que vendría a vuestra habitación?

—A las dos.

—¿Y estuvisteis esperando al rey?

—Desde la una y media.

—¿De veras?

—¡Pardiez! ¡Bueno fuera ser inexacto con el rey!

Malicorne, no obstante el respeto que profesaba al conde, no pudo menos de encogerse de hombros.

—¿Y había citado Su Majestad también a ese pintor para las dos? —preguntó.

—No; pero yo le tenía aquí des de medianoche, por que más vale que un pintor espere dos horas que el rey un minuto.

Malicorne echóse a reír silenciosamente.

—Vamos, querido señor Malicorne —dijo Saint-Aignan—, no os riais tanto de mí, y hablad más.

—¿Lo exigís?

—Os lo ruego.

—Pues bien, señor conde, si queréis que el rey esté algo más contento la primera vez que venga…

—Que será mañana.

—Pues bien, si deseáis que el rey esté algo más contento mañana…

—Vientre de San Gris!, como decía su abuelo. ¿Si lo quiero? ¡Ya lo creo!

—Pues mañana, en el momento de llegar el rey, procurad tener algo que hacer fuera, que sea cosa que no pueda aplazarse, que sea indispensable.

—¡Oh, oh!

—Por veinte minutos solamente.

—¡Dejar al rey solo veinte minutos! —exclamó asustado Saint-Aignan.

—Pues hacer cuenta de que nada os he dicho —replicó Malicorne encaminándose hacia la puerta.

—No tal, no tal, querido señor Malicorne; al contrario, acabad, que ya empiezo a comprender. ¿Y el pintor, y el pintor?

—¡Oh! El pintor es necesario que se retrase media hora.

—Conque media hora, ¿eh?

—Sí.

—Mi querido señor, lo haré como decís.

—Yo creo que lo acertaréis, señor conde. ¿Me concedéis que venga a informarme mañana?

—Claro.

—Tengo el honor de ser vuestro respetuoso servidor, señor de Saint-Aignan.

Y Malicorne salió de espaldas. «Decididamente, ese mozo tiene más ingenio que yo», dijo para sí Saint-Aignan, arrastrado por su convicción.