La Vallière se recobró muy pronto de su sorpresa; a fuerza de, mostrarse respetuoso, el rey le inspiraba con su presencia más confianza de la que su aparición le había hecho perder.
Pero, viendo que lo que principalmente alarmaba a La Vallière era el modo como había penetrado en su cuarto, le explicó el sistema de la escalera oculta por el biombo procurando persuadirla sobre todo de que su aparición no tenía nada de sobrenatural.
—¡Oh Majestad! —le dijo La Vallière meneando su hermosa cabeza con una encantadora sonrisa—. Presente o ausente, vuestra imagen no se aparta nunca de mi imaginación.
—¿Eso qué quiere decir, Luisa?
—¡Oh! Lo que sabéis perfectamente, Majestad; que no hay momento en que la pobre muchacha, cuyo secreto sorprendisteis en Fontainebleau, y a quien arrancasteis del pie de la cruz, no piense en vos.
—Luisa, me colmáis de alegría y de felicidad.
La Vallière sonrió tristemente, y continuó:
—Pero ¿habéis meditado, Majestad, que vuestra ingeniosa invención no puede sernos de ninguna utilidad?
—¿Y por qué, Luisa…?
—Porque este cuarto no está al abrigo de miradas extrañas. Madame puede venir por casualidad, y a cada paso entran aquí mis compañeras.
Cerrar la puerta por dentro es denunciarme tan claramente como si escribiese encima: «No entréis, que se halla aquí el rey». Y, aun ahora mismo, es muy fácil que se abra la puerta y sorprendan a Vuestra Majestad a mi lado.
—Entonces —prosiguió riendo Luis—, sí que me tomarían por un verdadero fantasma; porque nadie puede decir por dónde he entrado en este cuarto, y sólo a los fantasmas les es concedido pasar a través de las paredes o de los techos.
—¡Oh, qué aventura, Majestad! ¡Meditad bien el escándalo que se armaría! Nunca se habría dicho una cosa semejante respecto de las camaristas, pobres criaturas, a quienes la maledicencia no perdona la menor cosa.
—¿Y qué deducís de todo eso, querida Luisa…? Vamos, explicaos.
—Que es preciso… ¡ay…! perdonad, Majestad, la rudeza de la palabra…
El rey sonrió.
—Continuad —dijo.
—Que es preciso que Vuestra Majestad suprima escalera, trampa y visitas; porque el mal de que nos sorprendan, sería mayor que la felicidad de vernos aquí.
—Pues bien, querida Luisa —replicó el rey amorosamente—; en lugar de suprimir la escalera por la que he subido, hay un medio más sencillo en que no habéis pensado.
—¿Un medio?
—Sí… ¡Oh Luisa! no me amáis como yo os amo, puesto que se me ocurren a mí más recursos que a vos.
La Vallière le miró, y Luis le tendió una mano, que ella estrechó dulcemente.
—Decís —prosiguió el rey— que pueden sorprenderme viniendo aquí adonde cualquiera puede entrar.
—Sólo el oírlo me hace estremecer.
—Pues bien, nadie podrá sorprendernos si queréis bajar a la habitación que cae debajo de ésta.
—¡Majestad! ¡Majestad! ¿Qué estáis diciendo? —exclamó La Vallière asustada.
—Me habéis comprendido mal, Luisa, puesto que a la primera palabra estáis ya asustada. En primer lugar, ¿sabéis a quién pertenece la habitación de abajo?
—Al señor conde de Guiche.
—No; al señor de Saint-Aignan.
—¡De veras! —exclamó La Vallière.
Y esta palabra, escapada del corazón alborozado de la joven, hizo brillar como una especie de relámpago de dulce presagio en el corazón de Luis.
—Sí, a Saint-Aignan, a nuestro amigo.
—Pero, Majestad —prosiguió La Vallière—, tan vedado me está ir al cuarto del señor de Saint-Aignan como al del conde de Guiche aventuró el ángel convertido en mujer.
—¿Por qué no podéis, Luisa?
—¡Imposible! ¡Imposible!
—Me parece, Luisa, que con la salvaguardia del rey todo se puede.
—¿Con la salvaguardia del rey? —dijo Luisa con una mirada llena de amor.
—Supongo que creeréis en mi palabra, ¿no es así?
—Creo en ella cuando estáis lejos de mí; pero, cuando estáis en mi presencia, cuando me habláis, cuando os veo, no creo ya en nada.
—¿Qué es necesario, pues, para tranquilizaros?
—Conozco que es poco respetuoso el dudar así del rey; pero vos no sois para mí el rey.
—¡Oh! A Dios gracias, eso es lo que espero, y eso es lo que busco.
—Escuchad: ¿os tranquilizará la presencia de una tercera persona? ¿La presencia del señor de Saint-Aignan?
—Sí.
—Verdaderamente, Luisa, me desgarráis el corazón con semejantes recelos.
La Vallière no replicó; pero dirigió al rey una de esas miradas que penetran hasta el fondo de los corazones, y dijo muy bajo:
—¡Ay! ¡Ay de mí! No es de vos de quien yo desconfío; no es de vos de quien recelo.
—Acepto, pues —dijo suspirando Luis—, y os prometo que el señor de Saint-Aignan, que tiene el feliz privilegio de tranquilizaros, estará presente siempre en nuestras entrevistas.
—¿De veras, Majestad?
—¡Palabra de hidalgo! Y vos, por vuestra parte…
—Aguardar, aún no está dicho todo.
—¿Aún más, Luisa?
—¡Oh! Sí, Majestad; no os canséis tan pronto, pues aún no hemos terminado.
—Vamos, acabad de traspasarme el corazón.
—Ya comprendéis, Majestad, que tales entrevistas deben tener una especie de motivo razonable a los ojos mismos del señor de Saint-Aignan.
—¡Motivo razonable! —repitió el rey con tono de dulce reconvención.
—Sin duda; reflexionadlo bien, Majestad.
—¡Oh! Sois delicada en extremo, y podéis estar cierta de que mi único deseo es igualaros en este punto… Bien, Luisa, se hará como deseáis. Nuestras entrevistas tendrán un objeto razonable, y ya he encontrado ese objeto.
—De modo, Majestad… —dijo sonriendo La Vallière.
—Que desde mañana, si queréis…
—¿Desde mañana?
—¿Queréis decir que es demasiado tarde? —exclamó el rey estrechando entre las suyas la mano ardorosa de La Vallière.
En aquel momento oyóse ruido de pasos en el corredor.
—Majestad, Majestad —exclamó La Vallière—, alguien se acerca, alguien viene. ¿Lo oís? Majestad, Majestad, os ruego que os marchéis. El rey no hizo más que dar un salto desde su asiento para quedar oculto detrás del biombo.
Tiempo era ya de hacerlo, porque no bien el rey acababa de tirar hacia sí una de las hojas, cuando giró el botón de la puerta, y se presentó Montalais en el umbral.
Excusamos decir que entró tranquilamente y sin la menor ceremonia. La muy ladina sabía perfectamente que llamar con precaución a aquella puerta, en vez de empujarla, era manifestar a la joven una desconfianza que le haría poco favor.
Entró, pues, y después de una rápida mirada que le permitió ver dos sillas muy juntas, invirtió tanto tiempo en volver a cerrar la puerta, que se resistía sin saberse por qué, que el rey tuvo lugar para levantar la trampa y bajar a la habitación de Saint-Aignan.
Un ruido, imperceptible para cualquiera otro oído no tan fino como el suyo, le advirtió que el príncipe había desaparecido; logró entonces cerrar la rebelde puerta, y se acercó a La Vallière.
—Luisa —le dijo—; hablemos un momento seriamente.
Luisa, entregada a su emoción, no oyó sin cierto terror aquel seriamente, pronunciado por Montalais con marcada intención.
—¡Dios mío, querida Aura! —exclamó—. ¿Qué novedad ha ocurrido?
—Sucede, querida mía, que Madame sospecha de todo.
—¿De todo qué?
—¿Habrá necesidad de explicarnos aún, Luisa? ¿No comprendes lo que quiero decir? Vamos, ya habrás observado la irresolución que manifiesta Madame hace algunos días, y no puede menos de haberte chocado que te haya traído a su lado y después te haya despedido, y luego te haya vuelto a admitir.
—Extraño, es, en efecto, pero ya estoy acostumbrada a estas rarezas.
—Oye, todavía: también te habrá extrañado que Madame, después de haberte excluido del paseo de ayer, te mandara luego que le acompañases.
—También me ha extrañado.
—Pues bien, parece que Madame ha logrado adquirir datos suficientes, pues ha ido directamente al objeto, conociendo que nada puede oponer en Francia a ese torrente que todo lo arrolla; ya comprenderás lo que quiero decir con la palabra torrente.
La Vallière ocultó el rostro entre las manos.
—Quiero decir —continuó la inflexible Montalais—, ese torrente que ha derribado las puertas de las Carmelitas de Chaillot, y echado por tierra todos los miramientos de la Corte, así en Fontainebleau como en París.
—¡Ay! ¡Ay de mí! —murmuró La Vallière, derramando abundantes lágrimas.
—No te aflijas de ese modo, cuando sólo te hallas todavía a la mitad de tus penas.
—¡Dios santo! —exclamó la joven con ansiedad—. ¿Hay más? —Oye y lo sabrás. Viéndose Madame sin auxiliares en Francia, después de haber puesto inútilmente en juego el influjo de las dos reinas, de Monsieur y de toda la Corte, acordóse de cierta persona que parece tener sobre ti algunos derechos.
La Vallière se puso blanca como una estatua de cera.
—Esa persona —prosiguió Montalais— no se halla en París en este momento.
—¡Oh Dios mío! —murmuró Luisa.
—Y si no me equivoco, debe estar en Inglaterra.
—Sí —suspiró Luisa medio desfallecida.
—¿No está actualmente esa persona en la corte del rey Carlos II?
—Sí.
—Pues bien, esta tarde ha salido del gabinete de Madame una carta para Saint James, con orden al correo de marchar sin hacer parada alguna hasta Hampton Court, que es, al parecer, un palacio real situado a doce millas de Londres.
—¿Y qué más?
—Ahora bien, como Madame acostumbra escribir cada quince días, y el correo ordinario marchó hace tres, he creído que sólo una grave circunstancia podía haberle hecho tomar la pluma. Ya sabes que Madame es demasiado perezosa para escribir.
—¡Oh! Sí.
—Pues bien, tengo motivos para creer que el objeto de esa carta es Luisa de La Vallière.
—¡Luisa de La Vallière! —repitió la infeliz joven con la docilidad de un autómata.
—Pude ver esa carta sobre la mesa de Madame antes de que la cerrase, y me pareció leer en ella…
—¿Te pareció leer?
—Quizá me haya engañado.
—¿Qué…? Vamos…
—El nombre de Bragelonne. La joven se levantó, dominada por la más dolorosa agitación.
—Montalais —dijo con voz interrumpida por los sollozos—, todas las gratas ilusiones de la juventud y de la inocencia han huido ya. Nada tengo que ocultar ni a ti ni a nadie, y mi vida se halla al descubierto, como un libro donde todo el mundo puede leer, desde el soberano hasta el último súbdito. Aura, mi querida Aura, ¿qué me aconsejas que haga?
Montalais se acercó a la joven.
—¿Qué quieres que te aconseje? —le dijo—. Consúltalo contigo misma.
—Pues bien, no amo al señor de Bragelonne, y no quiero decir con esto que no le ame como la hermana más tierna puede amar a un buen hermano; mas no es ese cariño el que él me pide, ni el que le he prometido.
—En fin, amas al rey —dijo Montalais—, y es disculpa bastante buena.
—Sí, amo al rey —dijo con sorda voz la joven—, y bien caro he pagado el derecho de pronunciar estas palabras. Ahora habla tú, Montalais, ¿qué puedes hacer en mi provecho, o contra mí en la posición en que me hallo?
—Habla con más claridad, Luisa.
—¿Y qué quieres que te diga?
—¿Nada tienes que decirme de particular?
—No —replicó Luisa con extrañeza.
—¿Y no me pides otra cosa más que un simple consejo?
—Nada más.
—¿Respecto al señor Raúl?
—Sí.
—Asunto delicado es ése —dijo Montalais.
—No hay tal, querida Aura. ¿Deberé casarme con él para cumplirle la promesa que le tengo hecha? ¿He de seguir dando oídos al rey?
—¿Sabes que me pones en situación muy difícil? —exclamó sonriendo Montalais—. Me preguntas si debes casarte con Raúl, de quien soy amiga, y a quien causaré un mortal disgusto si me declaro en contra suya, y después me hablas de no escuchar al rey, cuya súbdita soy, y a quien ofendería aconsejándote de cierto modo. ¡Ay, Luisa! ¡Excelente partido sabes sacar de una posición dificilísima!
—No me has comprendido, amiga —dijo La Vallière, molesta por el tono burlón de Montalais—. Cuando hablo de casarme con el señor de Bragelonne, es porque considero poder hacerlo; pero, por la misma razón, si doy oídos al rey, ¿deberé hacerle usurpador de un bien, muy mediano realmente, pero al que presta el amor cierta apariencia de valor? Lo que te pido, pues, es que me indiques un medio de salir de compromisos, ya con uno, ya con otro; o más bien, que me digas cuál de ambos compromisos podré esquivar más honrosamente…
—Querida Luisa —contestó Montalais después de un momento de silencio—, no soy ninguno de los siete sabios de Grecia, y no tengo reglas de conducta absolutamente invariables; pero, en cambio, tengo alguna experiencia, y puedo decirte que jamás pide una mujer un consejo de la clase del tuyo sino en el caso de hallarse en gran apuro. Tú has hecho una promesa solemne, y tienes honor; de consiguiente, si, después de haber contraído un compromiso semejante, estás tan perpleja, no será el consejo de una persona extraña pues todo es extraño para un corazón lleno de amor), no será, digo, mi consejo el que te saque de tal apuro. No te lo daré, con tanto más motivo, cuanto que yo en tu lugar me hallaría más indecisa después del consejo que antes. Lo que puedo hacer es repetir lo que ya te he dicho: ¿Quieres que te ayude?
—¡Sí, sí!
—Pues bien, ni una palabra más. Dime en lo que quieres que te ayude; dime en favor de quién y contra quién te he de ayudar. De este modo sabremos lo que se ha de hacer.
—Pero tú —dijo La Vallière, estrechando la mano de su compañera—, ¿en favor de quién te declaras?
—En tu favor, si eres verdaderamente mi amiga…
—¿No eres la confidente de Madame?
—Razón de más para poderte ser provechosa; si nada supiese por este lado, mal podría auxiliarte; de consiguiente, poco provecho podrías sacar de mi conocimiento. Las amistades viven de esa especie de servicios mutuos.
—¿Y seguirás siendo amiga de Madame?
—Evidentemente; ¿lo lamentas?
—No —contestó pensativa La Vallière, porque aquella cínica franqueza le parecía una ofensa a la mujer y un agravio a la amiga.
—Me alegro —dijo Montalais—, pues de lo contrario serías muy necia.
—Así, pues, ¿me auxiliarás? —Con todo mi corazón, sobre todo si tú me sirves del mismo modo.
—No parece sino que no conozcas mi corazón —dijo La Vallière, mirando a Montalais con ojos en que estaba retratada la sorpresa.
—No lo extrañes, querida Luisa; desde que estamos en la Corte hemos cambiado mucho.
—¿Por qué?
—Es muy sencillo: ¿eras tú la segunda reina de Francia, allá en Blois?
La Vallière bajó la cabeza y se echó a llorar.
Montalais la miró de un modo indefinible, y sus labios murmuraron:
—¡Pobre chica! Pero, recobrándose:
—¡Pobre rey! —dijo.
Y, besando a Luisa en la frente, volvió a su cuarto donde la aguardaba Malicorne.