Capítulo XXXIVEl paseo a la luz de las antorchas

Entusiasmado Saint-Aignan con lo que acababa de oír, y encantado de lo que columbraba, se encaminó a las dos cámaras de Guiche. El favorito, que un cuarto de hora antes no hubiese dado sus dos aposentos por un millón, se hallaba dispuesto a comprar por un millón, si se le hubiesen pedido, las dos bienaventuradas cámaras que ahora ambicionaba.

Pero no encontró grandes exigencias. El señor de Guiche no sabía aún cuál sería su alojamiento, y se hallaba además en bastante mal estado para ocuparse de semejante cosa.

Saint-Aignan se quedó, pues, con las dos habitaciones de Guiche. El señor Dangeau, por su parte, obtuvo los dos aposentos de Saint-Aignan, mediante un alboroque de seis mil libras al intendente del conde, y le pareció haber hecho un gran negocio.

Las dos cámaras de Dangeau quedaron destinadas para Guiche, sin que podamos asegurar que en aquella mudanza general fueran ésas las habitaciones que habría de ocupar Guiche definitivamente.

Respecto al señor Dangeau, su alegría era tal, que ni siquiera se le ocurrió sospechar que Saint-Aignan tuviese un interés particular en mudarse.

Una hora después de haber tomado Saint-Aignan tal resolución, se hallaba ya en posesión de su nueva morada. Diez minutos después de estar Saint-Aignan en posesión de su nueva morada, Malicorne entraba en ella escoltado de los tapiceros.

Mientras esto pasaba, Luis preguntaba por Saint-Aignan; iban al aposento de Saint-Aignan, y hallaban a Dangeau; enviaba Dangeau a los emisarios al cuarto de Guiche, y hallaban al fin a Saint-Aignan.

Pero esto no pudo evitar cierto retraso; de suerte que el rey había hecho ya dos o tres movimientos de impaciencia cuando Saint-Aignan entró desolado en la cámara de su amo.

—¿Conque tú también me abandonas? —dijo el rey en el mismo tono lastimero con que dieciocho siglos antes debió César decir el Tuquoque.

—Majestad —contestó Saint-Aignan—; no abandono al rey; no hago más que ocuparme de mi mudanza.

—¿De qué mudanza? Yo creía que la habíais concluido hace tres días.

—Sí, Majestad; pero me encuentro mal donde estoy, y me mudo enfrente.

—¡Cuando yo decía que tú también me abandonabas! —exclamó el rey—. Esto pasa ya de la raya. Encuentro una mujer por quien se interesa mi corazón, y toda mi familia se conjura para arrancármela, y el único amigo a quien confiaba mis penas y me ayudaba a sufrirlas, se cansa de mis lamentaciones, y me abandona sin pedirme siquiera permiso.

Saint-Aignan se echó a reír. Luis adivinó que se ocultaba algún misterio en aquella falta de respeto.

—¿Qué sucede? —preguntó lleno de esperanza.

—Sucede, Majestad, que ese amigo, tan calumniado por el rey, va a tratar de devolverle la dicha que ha perdido.

—¿Vas a proporcionarme el ver a La Vallière? —murmuró Luis XIV.

—Majestad, no respondo todavía de ello, pero…

—Pero ¿qué?

—Pero confío en que sí.

—¡Oh! ¿Y cómo…? Dímelo, Saint-Aignan. Quiero conocer tu proyecto, ayudarte en él con todas mis fuerzas.

—Majestad —contestó Saint-Aignan—: ni aun yo mismo sé todavía cómo me compondré para conseguir el objeto; pero todo me hace creer que desde mañana…

—¿Dices mañana?

—Sí, Majestad.

—¡Qué felicidad, Saint-Aignan! Pero ¿para qué te mudas?

—A fin de serviros mejor.

—¿Y en qué puedes servirme mejor mudando de habitación?

—¿Sabéis dónde están situadas las dos cámaras que se le destinan al conde de Guiche?

—Sí.

—Entonces, ya sabéis adonde voy.

—Bien; pero eso nada me dice.

—¡Cómo! ¿No comprendéis, Majestad, que encima de ese alojamiento hay dos cuartos?

—¿Cuáles?

—Uno el de la señorita de Montalais, y otro…

—¡Otro el de la señorita de La Vallière, Saint-Aignan!

—Así es, Majestad.

—¡Oh Saint-Aignan, es verdad, sí, es verdad! Ha sido una idea feliz, una idea de amigo, de poeta, y al acercarme a ella cuando todo el mundo se empeña en separarnos, vales para mí mas que Pilades para Orestes, más que Patroclo para Aquiles.

—Si Vuestra Majestad conociese mis proyectos en toda su extensión —dijo Saint-Aignan con una sonrisa—, dudo que continuara dándome calificaciones tan pomposas. ¡Ah, Majestad! Conozco otras mucho más triviales que algunos puritanos de la Corte no harán escrúpulo en aplicarme cuando sepan lo que pienso hacer por Vuestra Majestad.

—Saint-Aignan, mira que muero de impaciencia; Saint-Aignan, mira que me consumo; Saint-Aignan, mira que no podré esperar hasta mañana… ¡Mañana! ¡Pero si mañana es una eternidad!

—Con todo, Majestad, si lo tenéis a bien, vais a salir ahora mismo y a distraer esa impaciencia con un buen paseo.

—Contigo, bueno; hablaremos de tus proyectos; hablaremos de ella.

—No, Majestad; yo me quedo.

—¿Con quién, pues, he de salir?

—Con las damas.

—¡Ah, no, Saint-Aignan!

—Majestad, es necesario.

—¡No, no! ¡Repito que no! No quiero exponerme más a ese horrible suplicio de estar a dos pasos de ella, verla, rozar su vestido al pasar y no decirle una palabra. No, renuncio a este suplicio que tú crees una dicha y que no es más que un tormento que me abrasa los ojos, devora mis manos y me despedaza el corazón; verla en presencia de todos los extraños, y no decirle que la amo, cuando todo mi ser le manifiesta ese amor y me vende a los ojos de todos. No, me he jurado a mí mismo que no lo volvería a hacer, y cumpliré mi juramento.

—No obstante, Majestad, escuchad lo que os voy a decir.

—Nada quiero, oír, Saint-Aignan.

—En ese caso, continuaré. Es urgente, señor, comprendedlo bien, es urgente, de toda urgencia, que Madame y sus camaristas se ausenten dos horas de vuestro domicilio.

—Me tienes confuso, Saint-Aignan.

—Muy duro me es mandar a mi rey; mas, en esta ocasión, mando, Majestad; es preciso una cacería o un paseo.

—¡Pero esa cacería, ese paseó, sería un capricho, una extravagancia!

Al manifestar semejantes impaciencias no hago otra cosa que descubrir a toda mi Corte un corazón que no es dueño de sí propio.

—¿No dicen ya que sueño con la conquista del mundo, pero que antes habré de principiar por hacer la de mí mismo?

—Los que dicen eso, Majestad, son unos impertinentes y unos facciosos; pero sean quienes sean, si Vuestra Majestad prefiere escucharlos, nada tengo que decir. Así, el día de mañana queda aplazado para época indeterminada.

—Saint-Aignan, saldré esta no che… Iré a dormir a Saint-Germain a la luz de las antorchas; almorzaré allí mañana, y regresaré a París a cosa de las tres. ¿Está así bien?

—Perfectamente.

—Entonces, saldré a las ocho de la noche.

—Esa es la hora que más conviene.

—¿Y no quieres decirme nada?

—Es que no puedo decirlo. La maña sirve para algo en este mundo, señor; sin embargo, la casualidad representa en ella tan gran papel, que tengo por costumbre dejarle siempre la parte más estrecha, en la seguridad de que ya hará por tomar la más ancha.

—Sea lo que quiera, a ti me entrego.

—Y hacéis bien.

Confortado con su suerte, el rey se fue a ver a Madame, a quien anunció el paseo proyectado.

Madame creyó al punto ver, en aquel paseo improvisado, una conspiración del rey para hablar con La Vallière, ya fuese en el camino, a favor de la obscuridad, ya de cualquier otro modo; pero se guardó muy bien de manifestar nada a su cuñado, y aceptó la invitación con la sonrisa en los labios.

Enseguida, dio, en voz alta, órdenes para que la acompañasen sus camaristas, reservándose hacer por la noche lo que pareciese más propio para contrariar los amores de Su Majestad…

Luego que se vio sola, y que el pobre amante que dio aquella orden pudo creer que La Vallière sería de la partida, en el momento quizá en que se deleitaba en su interior con esa triste felicidad de los amantes perseguidos, que consiste en realizar por medio de la vista todos los goces de la posesión vedada, en aquel instante mismo decía Madame a sus camaristas:

—Con dos señoritas tendré bastante esta noche: la señorita de Tonnay-Charente y la señorita de Montalais.

La Vallière había previsto el golpe, y, de consiguiente, no le cogió de sorpresa. La persecución la había hecho fuerte, y no dio a Madame el placer de ver en su rostro la impresión del golpe que recibía en el corazón.

Por el contrario, sonriendo con aquella inefable dulzura que daba un carácter angelical a su fisonomía, preguntó:

—Así, señora, ¿esta noche estoy libre?

—Sí.

—Me aprovecharé de ello para adelantar el bordado que llamó la atención de Vuestra Alteza Real, y que tuve el honor de ofrecerle.

Y, haciendo una respetuosa reverencia, se retiró a su cuarto. Las señoritas de Montalais y de Tonnay-Charente hicieron otro tanto.

La noticia del paseo salió con ellas de la habitación de Madame y se difundió por todo el palacio. Diez minutos después sabía Malicorne la resolución de Madame, y hacía pasar por debajo de la puerta de Montalais un billete concebido en estos términos:

«Es preciso que L.V. pase la noche con Madame».

Montalais, según lo acordado, principió por quemar el papel, y se puso después a reflexionar.

Montalais era muchacha de recursos, y no tardó en fijarse su plan. A la hora en que debía ir a reunirse con Madame, es decir, a cosa de las cinco, atravesó el patio a todo correr, y al llegar a diez pasos de un grupo de oficiales dio un grito, cayó graciosamente sobre una rodilla, se levantó, y continuó su camino, pero cojeando.

Los gentileshombres corrieron hacia ella para sostenerla. Montalais se había torcido un pie, pero no por eso dejó de subir al cuarto de Madame, en cumplimiento de su deber.

—¿Qué os ha pasado, que venís cojeando? —le preguntó aquélla—. Os había tomado por La Vallière.

Montalais refirió que, habiendo echado a correr por llegar más pronto, habíase torcido un pie.

Madame manifestó un gran sentimiento y quiso que se llamara al punto a un cirujano.

Pero Montalais, asegurando que el accidente no ofrecía la menor gravedad:

—Señora —prosiguió—, lo que siento es tener que faltar al servicio, y habría rogado a la señorita de La Vallière que me reemplazase cerca de Vuestra Alteza…

Madame frunció el ceño.

—Pero no lo he hecho —repuso Montalais.

—¿Y por qué? —preguntó Madame.

—Porque la pobre La Vallière parecía tan satisfecha de tener toda una noche libre, que no me sentí con valor para invitarle a que me reemplazase en el servicio.

—¿Conque tan alegre está? —dijo Madame, a quien sorprendieron aquellas palabras.

—¡Oh, en extremo! Figuraos que, a pesar de su melancolía habitual, la encontré cantando. Además, Vuestra Alteza no ignora que La Vallière detesta el mundo, y que su carácter es algo agreste.

«¡Oh, oh! —pensó Madame—. Esa gran alegría no la considero natural».

—Ya ha hecho sus preparativos —continuó Montalais—, para comer en su cuarto a solas con uno de sus libros favoritos. Además, Vuestra Alteza tiene otras seis señoritas que se tendrán por muy felices en acompañarla, así es que ni siquiera he hecho mi proposición a la señorita de La Vallière.

Madame calló.

—¿He hecho bien? —prosiguió Montalais con una ligera opresión de corazón, viendo lo mal que le salía aquella estratagema de guerra, con cuyo éxito había contado tan completamente que no había creído preciso buscar otra—. ¿Aprueba Madame? —añadió.

Madame pensaba que, durante la noche, podría muy bien el rey salir de Saint-Germain, y que, como no hay más que cuatro leguas y media de París a dicho punto, podría ponerse en París en una hora.

—Decidme —dijo al fin—, y al veros La Vallière lastimada, ¿os ha brindado al menos con su compañía?

—Todavía no sabe mi accidente, pero aun cuando lo supiera, es bien cierto que no le pediría nada que la pudiera incomodar en sus proyectos. Me parece que quiere realizar esta noche, por sí sola, la misma diversión que el difunto rey, cuando decía al señor de Saint-Mars: «Aburrámonos bien, señor de Saint-Mars; aburrámonos bien».

Madame llegó a persuadirse de que aquel ardiente deseo de soledad encubría algún misterio amoroso, y ese misterio no podía ser otro que el regreso nocturno de Luis. Sin duda, La Vallière debía estar avisada ya de este regreso, y de ahí nacía su alegría por quedarse en el Palais Royal aquella noche.

Era todo un plan combinado de antemano.

«No me dejaré engañar», se dijo. Y tomó una decisión.

—Señorita de Montalais —dijo—, id a avisar a vuestra amiga, la señorita de La Vallière, que siento mucho turbar sus proyectos de soledad; pero que, en lugar de aburrirse sola en su cuarto, como deseaba, vendrá a aburrirse con nosotras en Saint-Germain.

—¡Pobre La Vallière! —murmuró Montalais con aire compungido, pero gozosa interiormente—. ¿No habría medio, señora, de que Vuestra Alteza…?

—Silencio —ordenó Madame—; así lo quiero. Prefiero la compañía de la señorita La Baume Le Blanc a la de todas las demás. Id a decirle que venga, y no descuides vuestra pierna.

Montalais no se hizo repetir la orden. Volvió a su cuarto, escribió su respuesta a Malicorne, y la deslizó por debajo de la alfombra.

«Irá», decía esa respuesta.

Una espartana no hubiese escrito con mayor laconismo.

«De ese modo —pensaba Madame—, por el camino no la pierdo de vista; durante la noche dormirá a mi lado, y bien astuto ha de ser Su Majestad si consigue cambiar la menor palabra con la señorita de La Vallière».

La Vallière recibió la orden de marchar con la misma dulzura indiferente con que había recibido la de quedarse.

Muy viva fue, sin embargo, su alegría interior, y miró aquel cambio de resolución de la princesa como un consuelo que la enviaba la Providencia.

Su penetración, muy inferior a la de Madame, le hacía atribuirlo todo a la casualidad.

En tanto que todo el mundo, a excepción de los que estaban en desgracia, enfermos o con torceduras de pie, se dirigía a Saint-Germain, hacía Malicorne subir a su obrero en la carroza del señor de Saint-Germain, y conducíale a la cámara correspondiente a la de la señorita de La Vallière.

Aquel hombre se dedicó al trabajo, espoleado por la espléndida recompensa prometida.

Como que se habían tomado del taller de los ingenieros de la casa del rey las mejores herramientas, y, entre otras, una de esas sierras finísimas que cortan en el agua los maderos de encina, duros como el hierro, la obra adelantó rápidamente, y muy pronto un trozo cuadrado del techo, elegido entre dos viguetas, cayó en los brazos de Saint-Aignan, de Malicorne, del obrero y de un criado de confianza, personaje venido al mundo para ver y oír todo, y no repetir nada.

En virtud de un nuevo plan indicado por Malicorne, se practicó la abertura en uno de los ángulos.

La razón era ésta.

Como en el cuarto de La Vallière no había gabinete tocador, había pedido y obtenido, aquella misma mañana, un gran biombo destinado a hacer las veces dé tabique, el cual era más que suficiente para ocultar la abertura. Además, debía disimularse ésta por todos los medios que suministrara el arte de la ebanistería.

Hecha la abertura, se deslizó el obrero entre las vigas y se halló en el cuarto de La Vallière.

Luego que estuvo allí, aserró el entarimado en forma de cuadrilátero, y con las tablas mismas de él hizo una trampa, tan perfectamente adaptada a la abertura, que el ojo más experimentado no podía ver allí más que los intersticios naturales de la soldadura del suelo.

Malicorne todo lo había previsto, y así fue que a aquella tabla acomodáronse un botón y dos bisagras, comprados de antemano.

También había comprado el industrioso Malicorne, por dos libras, una de esas escaleritas de caracol; que principiaban ya a ponerse en los entresuelos.

Era más alta de lo necesario, pero el carpintero le quitó algunos escalones y la dejó a la medida exacta.

Aquella escalera, destinada a recibir un peso tan ilustre, fue fijada a la pared con dos escarpias.

En cuanto a su base, quedó sujeta sobre el suelo mismo del cuarto del conde con dos tornillos; de modo que el rey y todo su consejo habría podido subir y bajar aquella escalera sin ningún temor.

Los martillazos que se daban caían sobre una almohadilla de estopas, y las limas que se empleaban tenían el mango envuelto en lana y la hoja mojada en aceite.

Además, el trabajo que exigía más ruido había sido hecho durante la noche y la madrugada; esto es, durante la ausencia de La Vallière y de Madame.

Cuando a eso de las dos volvió la Corte al Palais Royal, La Vallière entró en su cuarto. Todo estaba en su sitio, y no había la menor partícula de serrín, ni la más pequeña viruta que pudiera revelar la violación de domicilio.

Solamente Saint-Aignan, que había querido auxiliar la operación, tenía destrozados sus dedos y la camisa, y había sudado mucho por servir a su rey.

La palma de la mano, especialmente, la tenía cubierta de ampollas, y esas ampollas habían provenido de tener la escalera a Malicorne.

Por otra parte, había ido llevando uno a uno los cinco trozos de que se componía la escalera, formado cada cual de dos escalones. En fin, preciso es decirlo, si el rey le hubiese visto trabajar con tanto afán en aquella operación, hubiérale jurado un reconocimiento eterno.

Según había previsto Malicorne, el hombre de las medidas exactas, el obrero concluyó sus operaciones en veinticuatro horas, recibió veinticuatro luises, y se marchó lleno de júbilo. Era tanto como lo que solía ganar en seis meses.

Nadie tuvo la menor sospecha de lo que había pasado debajo del cuarto de la señorita de La Vallière.

Pero, en la noche del segundo día, en el instante en que ésta se retiraba de la tertulia de Madame y entraba en su cuarto, oyó un ligero ruido.

Detúvose sobresaltada y se puso a mirar de dónde salía. El ruido se oyó de nuevo.

—¿Quién está ahí? —preguntó con ligero acento de espanto.

—Yo contestó la voz tan conocida del rey.

—¡Vos, vos! —exclamó la joven, que se creyó por un momento bajo el imperio de un sueño—. Pero ¿dónde estáis, Majestad?

—Aquí —respondió el rey, apartando una de las hojas del biombo y apareciendo como una sombra en el fondo del cuarto.

La Vallière lanzó un grito y se dejó caer toda trémula sobre un sillón.