El consejo dado a Montalais fue comunicado a La Vallière, la cual reconoció que no carecía de cordura, y tras de alguna resistencia, procedente más bien de su timidez que de frialdad, se decidió a ponerlo en ejecución.
Aquel lance de dos mujeres llorando y atronando con sus gemidos lastimeros el cuarto de Madame, fue la obra maestra de Malicorne.
Como no hay nada tan cierto como la inverosimilitud, ni tan natural como lo novelesco, salió perfectamente aquella especie de cuento de Las mil y una noches.
Madame alejó primero a Montalais.
Tres días, o mejor, tres noches después de haber alejado a Montalais, alejó a La Vallière.
Señalóse a esta última un cuarto en los departamentos abuhardillados, encima dedos departamentos de los gentileshombres.
Un piso, o lo que es lo mismo, un pavimento, separaba a las camaristas de los oficiales y de los gentileshombres.
Una escalera secreta, cuya inspección estaba confinada a la señora de Navailles, conducía a las habitaciones de ellas.
La señora de Navailles, que había oído hablar de las tentativas anteriores del rey, había hecho poner rejas a las ventanas de los cuartos y a las aberturas de las chimeneas.
Había, por tanto, la mayor seguridad para la honra de la señorita de La Vallière, cuyo cuarto se asemejaba más bien a una jaula que a otra cosa. Cuando la señorita de La Vallière estaba en su cuarto, cosa que sucedía con frecuencia, en atención a que Madame había dejado de utilizar sus servicios desde que sabía que se hallaba segura bajo la vigilancia de la señora de Navailles, no tenía más distracción que mirar a través de las rejas de su ventana.
Una mañana que estaba mirando, como de costumbre, vio a Malicorne en una ventana paralela a la suya. Tenía en la mano un triángulo de carpintero, examinaba los edificios y hacía fórmulas algebraicas en un papel. No dejaba de asemejarse bastante bien a aquellos ingenieros que, desde el extremo de una trinchera, toman los ángulos de un baluarte, o la altura de las murallas de una fortaleza.
La Vallière reconoció a Malicorne, y le saludó.
Malicorne correspondió con otro saludo, y desapareció de la ventana.
Sorprendióse. La Vallière de aquella especie de frialdad, poco común en el carácter siempre igual de Malicorne; pero recordó que aquel infeliz joven había perdido su empleo por causa suya, y no debía tenerle la mejor voluntad, puesto que, según todas las probabilidades, jamás se vería ella en estado de devolverle lo que había perdido.
La Vallière sabía perdonar las ofensas, y con mucho más motivo compadecer la desgracia.
Sin duda habría pedido consejo a Montalais, si ésta hubiese estado allí; pero se hallaba ausente.
Era la hora en que Montalais acostumbraba despachar su correspondencia.
De repente, vio La Vallière un objeto, que, arrojado desde la ventana en que había aparecido Malicorne, atravesaba el espacio, pasaba por entre los hierros de sus rejas, e iba a caer dando vueltas por el suelo.
Acercóse con curiosidad a aquel objeto, y lo cogió. Era un devanador; sólo que en lugar de estar envuelto con seda, había arrollado en él un papelito.
La Vallière lo desdobló y leyó:
Señorita: Deseo vivamente saber dos cosas:
La primera, si el piso de vuestro cuarto es de madera o de ladrillo. "La segunda, a qué distancia de la ventana está vuestra cama.
Disimulad esta importunidad, y dignaos contestarme por el mismo medio que he puesto mi carta en vuestras manos, esto es, por el devanador.
Sólo que, en lugar de arrojarle a mi cuarto, como yo lo he hecho en el vuestro, cosa que os sería más difícil que a mí, no hagáis más que dejarlo caer.
Confiad, principalmente, señorita, en vuestro más humilde y respetuoso servidor.
MALICORNE.
Si lo tenéis a bien, podéis escribir la contestación en esta misma carta.
—¡Ah! ¡Pobre muchacho! —exclamó La Vallière—. ¡Preciso es que se haya vuelto loco!
Y, al decir esto, dirigió a Malicorne, a quien se columbraba en la penumbra del cuarto, una mirada preñada de afectuosa compasión.
Malicorne comprendió, y sacudió la cabeza como para contestarle:
«No, no; no estoy loco, fiaos de mí».
La Vallière sonrió con aire de duda.
No, no —repitió Malicorne con el gesto—; mi cabeza está firme. Y mostró la cabeza.
Luego, agitando la mano como quien escribe rápidamente:
—Vamos, escribid —dijo con aire de súplica.
La Vallière, aun cuando lo creyese loco, no veía inconveniente en hacer lo que le pedía Malicorne. Por tanto, tomó un lápiz y escribió: Madera. Después, contó diez pasos desde la ventana a su cama, y escribió debajo: Diez pasos.
Hecho aquello, miró a Malicorne, quien la saludó, y le hizo una señal de que iba a bajar.
La Vallière comprendió que era para recoger el devanador. Aproximóse a la ventana, y, de conformidad con las instrucciones Malicorne, lo dejó caer.
Aún estaba corriendo el devanador por las losas, cuando Malicorne se precipitó tras él; lo alcanzó, lo desdobló como hace un mono con una nuez, y se fue enseguida a la habitación del señor de Saint-Aignan.
Saint-Aignan había elegido, o solicitado, por mejor decir, la habitación más próxima al rey, pareciéndose a aquellas plantas que buscan los rayos del sol para desarrollarse con más fruto.
Su alojamiento se componía de dos piezas, en la parte misma del edificio ocupada por Luis XIV.
El señor de Saint-Aignan estaba orgulloso con aquella proximidad que le daba un acceso fácil a la cámara del rey, y le proporcionaba además el favor de algunos encuentros inesperados.
En el momento en que hacemos mención de él, se hallaba ocupado en hacer entapizar magníficamente aquellas dos piezas, contando con el honor de recibir algunas visitas del rey, porque Su Majestad, desde que estaba enamorado de La Vallière, había elegido a Saint-Aignan por confidente suyo, y no podía pasarse sin él ni de noche ni de día.
Malicorne hízose introducir en los aposentos del conde, y no halló dificultad para entrar, porque era bien mirado del rey, y el crédito de uno es siempre un cebo para otro.
Saint-Aignan preguntó al recién venido si traía alguna noticia.
—Una y grande —respondió éste.
—¡Hola, hola! —murmuró Saint-Aignan, curioso como un favorito—. ¿Y cuál es?
—La señorita de La Vallière ha cambiado de habitación.
—¿De veras? —preguntó sorprendido Saint-Aignan.
—Sí.
—Madame la tenía en sus mismas habitaciones.
—Precisamente; mas, cansada sin duda de semejante vecindad, la ha instalado en un cuarto que se halla encima de vuestra futura habitación.
—¡Cómo! ¿Arriba? —exclamó Saint-Aignan con sorpresa, e indicando con el dedo el piso superior.
—No —dijo Malicorne—, abajo. Y le mostró la parte del edificio situada enfrente.
—¿Por qué decís, pues, que su cuarto está encima del mío?
—Porque estoy cierto de que vuestra habitación debe estar naturalmente debajo del cuarto de La Vallière.
A tales palabras dirigió Saint-Aignan al pobre Malicorne una mirada como la que La Vallière le había dirigido un cuarto de hora antes.
Esto es, creyó que estaba loco.
—Señor —le dijo Malicorne—, permitidme contestar a vuestro pensamiento.
—¿Cómo a mi pensamiento?
—Me parece que no habéis comprendido muy bien lo que he querido decir.
—Lo confieso.
Pues bien, ya sabéis que debajo de las habitaciones de las camaristas de Madame se hallan alojados los gentileshombres del rey y de Monsieur.
—Sí, puesto que allí habitan Manicamp, Wardes y otros.
—Precisamente. Pues bien, señor, mirad ahora la singularidad de la coincidencia: las dos cámaras destinadas al señor de Guiche son, precisamente, las que se hallan situadas debajo de las de la señorita de Montalais y la señorita de La Vallière.
—¿Y qué hay con eso?
—Pues que esas dos cámaras están desocupadas con motivo de hallarse el señor de Guiche en Fontainebleau curándose de sus heridas.
—Os juro, mi querido señor, que no adivino nada.
—¡Oh! Si tuviese yo la dicha de llamarme Saint-Aignan, pronto lo adivinaría.
—¿Y qué haríais?
—Cambiar al punto esta habitación por la que el señor de Guiche tiene desocupada abajo.
—¡Pues! —exclamó Saint-Aignan—. ¿Y querríais que abandonase el primer sitio de honor, la proximidad del rey, un privilegio concedido solamente a los príncipes de la sangre, a los duques y pares…? Perdonadme que os diga, señor de Malicorne, que estáis loco.
—Señor —replicó gravemente el joven—, habéis sufrido dos equivocaciones… En primer lugar, me llamo Malicorne a secas, y en segundo, os aseguro que estoy en mi cabal juicio.
Después, sacando un papel del bolsillo:
—Escuchad esto —dijo—; después os enseñaré aquello.
—Escucho.
—Ya sabéis que Madame vigila a La Vallière, como Argos a la ninfa lo.
—Lo sé.
—Ya sabéis que el rey ha intentado en vano hablar a la prisionera, y que ni vos ni yo hemos sido bastante felices para proporcionarle esa fortuna.
—Algo podéis contar de eso, mi pobre Malicorne.
—Pues bien, ¿qué os parece que ganaría el que tuviese la maña de procurar una entrevista a los dos amantes?
—¡Oh! No limitaría el rey a poca cosa su reconocimiento.
—¡Señor de Saint-Aignan…!
—¿Qué?
—¿No deseáis granjearos el reconocimiento real?
—Seguramente —respondió Saint-Aignan—; mucho me halagaría un favor del ame por haber llenado mis deberes.
—Pues mirad este papel, señor conde.
—¿Qué es? ¿Un plano?
—El de las dos cámaras del señor de Guiche, que, según todas las probabilidades, serán las vuestras.
—¡Oh, no! De ningún modo.
—¿Y por qué no?
—Porque mis dos habitaciones son codiciadas por muchos gentileshombres, a quienes no pienso dejárselas, como son el señor de Roquelaure, el señor de La Ferté y el señor Dangeau.
—Entonces, adiós, señor conde, y voy a ofrecer a uno de esos señores el plano que os presentaba hace poco y las ventajas a él anejas.
—¿Y por qué no las guardáis para vos? —dijo Saint-Aignan con desconfianza.
—Porque el rey no me hará jamás el honor de venir ostensiblemente a mi cuarto, al paso que no tendrá el menor escrúpulo en ir al de cualquiera de esos señores.
—Y qué, ¿iría el rey al cuarto de uno de esos señores?
—¡Ya lo creo que iría! Y con mucha frecuencia. ¿Creéis que no iría el rey a un cuarto que está tan próximo al de la señorita de La Vallière?
—¡Vaya una proximidad…! Con un techo de por medio. Malicorne desplegó el papelito del devanador.
—Notad, señor conde —le dijo—, que el pavimento del cuarto de la señorita de La Vallière es un entarimado de madera.
—¿Y qué hay con eso?
—No hay más que tomar un obrero carpintero, quien, encerrado en vuestro cuarto, sin que nadie sepa adonde le han conducido, abrirá vuestro techo, y por lo tanto, el entarimado de la señorita de La Vallière.
—¡Ah, Dios mío! —exclamó Saint-Aignan como deslumbrado.
—¿Qué tal? —dijo Malicorne.
—La idea me parece muy audaz, señor.
—Pues yo os aseguro que al rey le parecerá bien trivial.
—Los enamorados jamás reflexionan en el peligro.
—¿Y qué peligro teméis, señor conde?
—Que semejante perforación haga un ruido enorme que resuene en todo el palacio.
—¡Oh señor conde! Estoy seguro de que el obrero que puedo enviaros hará la obra sin ruido. Aserrará un cuadrilátero de seis pies con una sierra guarnecido de estopa, y nadie sospechará que esté trabajando.
—¿Sabéis, señor Malicorne, que me dejáis atónito con vuestro proyecto?
—Pues escuchad todavía —prosiguió tranquilamente Malicorne—: en el cuarto cuyo techo habéis perforado… ¿estáis…?
—Sí.
—Colocaréis una escalera que permita a la señorita Luisa de La Vallière bajar a vuestro cuarto, o al rey subir al de la señorita de La Vallière.
—Pero se verá esa escalera.
—No, pues podrá ocultarse por medio de un tabique, en el que pondréis una tapicería igual a la del resto de la habitación, y en el cuarto de la señorita de La Vallière desaparecerá bajo una trampa, que será el suelo mismo, y se abrirá de bajo de la cama.
—En efecto —dijo Saint-Aignan, cuyos ojos principiaban ya a animarse.
—Ahora, señor conde, no necesito decir que el rey irá con frecuencia a un cuarto que tenga semejante escalera. Creo que al señor Dangeau le agradará mi idea, y voy a proponérsela.
—¡Ah, querido señor Malicorne! —exclamó Saint-Aignan—. Olvidáis que es a mí a quien habéis hablado primero, y que, por consiguiente, tengo derechos de prioridad.
—¿Queréis la preferencia?
—¡Vaya si la quiero! ¡Ya lo creo!
—El hecho es, señor de Saint-Aignan, que os doy en este plano un cordón para la primera promoción, y quizá, quizá algún buen ducado.
—A lo menos —contestó Saint-Aignan rebosando de gozo—, es ésta una ocasión de manifestar al rey que puede llamarme con razón su amigo, ocasión que os deberé a vos, mi estimado señor Malicorne.
—¿No me olvidaréis? —preguntó Malicorne sonriendo.
—Me gloriaré siempre de ello, señor.
—Yo, señor, no soy el amigo del rey, soy su servidor.
—Sí, y, si pensáis que esa escalera puede proporcionarme un cordón azul, también yo creo que os pueda valer un título de nobleza. Malicorne se inclinó.
—Conque ahora sólo falta hacer la mudanza —añadió Saint-Aignan.
—No creo que el rey ponga ningún obstáculo; pedidle el permiso.
—Ahora mismo voy a su habitación.
—Y yo a buscar al obrero que necesitamos.
—¿Cuándo vendrá?
—Esta noche.
—No olvidéis las precauciones.
—Os lo enviaré con los ojos vendados.
—Y yo, os enviaré una de mis carrozas.
—Sin escudo de armas.
—Y con un lacayo sin librea.
—Muy bien, señor conde.
—¿Y La Vallière?
—¿Cómo?
—¿Qué dirá La Vallière, al ver la obra?
—Os aseguro que le interesará mucho.
—Lo creo.
—Y hasta me atrevo a decir que, si el rey no tiene la audacia de subir a su cuarto, tendrá ella la curiosidad de bajar.
—Esperemos —dijo Saint-Aignan.
—Sí, esperemos, señor conde —repitió Malicorne.
—Me voy a ver al rey.
—Hacéis muy bien.
—¿A qué hora vendrá el carpintero?
—A las ocho.
—¿Y cuánto tiempo suponéis que necesite para perforar su cuadrilátero?
—Dos horas, poco más o menos; pero es necesario concederle tiempo para dar la última mano, y que todo quede bien. Una noche y parte de la mañana siguiente: hay que contar dos días con la colocación de la escalera.
—Dos días es mucho tiempo.
—¡Pardiez! Cuando se trata de abrir una puerta al paraíso, es preciso, por lo menos, que esa puerta sea decente.
—Tenéis razón; de modo que hasta luego, señor Malicorne. Para pasado mañana por la tarde tendré dispuesta la mudanza.