Capítulo XXXIIQue trata de los jardineros, de las escalas y de las camaristas

Desgraciadamente, los milagros no podían durar siempre, mientras que el mal humor de Madame no cesaba nunca.

Al cabo de ocho días, había llegado el rey al estado de no poder mirar a La Vallière sin que una mirada de sospecha cruzase la suya.

Cuando disponíase algún paseo, Madame, para evitar que se renovase la escena de la lluvia o de la encina real, tenía siempre a mano las indisposiciones, merced a las cuales no salía y sus camaristas permanecían en casa.

En cuanto a visitas nocturnas, no había que pensar en ellas, pues era punto menos que imposible.

Y fue que en este particular, desde los primeros días, había sufrido el rey un doloroso contratiempo.

Pasó que, como en Fontainebleau, hizo que Saint-Aignan le acompañase, y quiso ir al cuarto de La Vallière. Pero no encontró más que a la señorita de Tonnay-Charente, la cual empezó a gritar con todas sus fuerzas, de cuyas resultas acudió una legión de doncellas, criadas y pajes, y Saint-Aignan, por salvar el honor de su amo, que se había escapado precipitadamente, tuvo que aguantar una severa reprimenda de parte de la reina madre y de Madame.

Además, al día siguiente recibió dos carteles de desafío de la familia de Mortemart, y fue necesario que el rey interviniese.

Aquella equivocación había provenido de que Madame había dispuesto súbitamente que sus damas mudasen de cuarto, haciendo que La Vallière y Montalais, durmiesen en la habitación misma de su ama.

No era posible, de consiguiente, hacer nada, ni aun escribir; escribir a la vista de un Argos tan implacable como Madame, era exponerse a los mayores riesgos.

Fácil es conocer el estado de irritación continua y de cólera creciente en que todos aquellos pinchazos ponían al león.

El rey se devanaba los sesos en buscar medios, y, como no se confiaba a Malicorne, ni a D’Artagnan, no hallaba ninguno.

Malicorne soltaba de vez en cuando algunas indirectas a fin de estimular al rey a que se franqueara enteramente.

Pero fuese vergüenza o desconfianza, el rey empezaba a picar en el anzuelo, y concluía al fin por abandonarlo.

Así, por ejemplo, una tarde en que el rey atravesaba el jardín y miraba tristemente las ventanas de Madame, tropezó Malicorne en una escala que había bajo un arriate de boj, y dijo a Manicamp, que iba a su lado en pos del rey, y que ni había tropezado ni visto nada:

—¿No habéis visto que he tropezado en una escala, y que por poco caigo?

—No —contestó Manicamp distraído como de costumbre—; pero a lo que parece no habéis llegado a caer.

—¡No importa! No por eso es menos peligroso el dejar de este modo las escalas.

—Sí que puede uno hacerse daño, sobre todo cuando va distraído.

—No lo digo por eso, sino porque es peligroso el dejar de este modo las escaleras junto a las ventanas de las camaristas.

Luis se estremeció imperceptiblemente.

—¿Cómo es eso? —preguntó Manicamp.

—Hablad más alto —díjole en voz baja Malicorne, tocándole con el codo.

—¿Cómo es eso? —repitió en voz más alta Manicamp.

Luis puso atención.

—Aquí tenéis, por ejemplo —dijo Malicorne—, una escala de diecinueve pies, exactamente la altura de la cornisa de las ventanas.

Manicamp, en vez de contestar, seguía distraído con sus pensamientos.

—Preguntadme de qué ventanas —le sopló Malicorne.

—¿De qué ventanas habláis? —preguntó en voz alta Manicamp.

—De las de Madame.

—¡Eh!

—No digo que haya subido nadie al aposento de Madame; pero en la pieza inmediata, que está separada por un sencillo tabique, duermen las señoritas de La Vallière y Montalais, que son dos hermosas muchachas.

—¿Por un sencillo tabique? —dijo Manicamp.

—Mirad la brillante claridad que sale de las habitaciones de Madame. ¿Veis aquellas dos ventanas?

—Sí.

—¿Y aquella otra ventana inmediata, iluminada con luz menos viva?

—Perfectamente.

—Pues ésa es la ventana de las camaristas. Mirad cómo, por efecto del calor que hace, abre la señorita de La Vallière su ventana. ¡Oh, cuántas cosas podría decirle un amante atrevido, si tuviera noticia de esa escala de diecinueve pies, que llega justamente hasta la cornisa!

—Pero creo haberos oído decir que no permanecía sola, sino con la señorita de Montalais.

—La señorita de Montalais no puede inspirar recelo; es una amiga de la infancia, fiel como ella sola, un verdadero pozo donde pueden echarse sin cuidado todos los secretos que se quieran hacer desaparecer.

Ni una palabra de la conversación había escapado al rey; y aun Malicorne observó que Luis había acortado el paso para darle tiempo de acabar.

Así fue, que, cuando llegó a la puerta, despidió a todos, a excepción de Malicorne.

Aquello no sorprendió a nadie, pues se sabía que el rey estaba enamorado, y se le suponía aficionado a componer versos a la claridad de la luna.

Aun cuando aquella noche no hacía luna, podía el rey, sin embargo, querer componer versos.

Marchóse todo el mundo. Entonces el rey se volvió hacia Malicorne, el cual esperaba con el mayor respeto a que Luis le dirigiese la palabra.

—¿Qué decíais hace poco de escalas, señor Malicorne? —preguntó Luis.

—¿Yo, Majestad, de escalas…? Y Malicorne levantó los ojos al cielo, como para recoger las palabras escapadas.

—Sí, de una escalera de diecinueve pies —añadió Luis.

—¡Ah! En efecto, Majestad, ahora me acuerdo; pero hablaba con el señor de Manicamp, y habría callado si hubiese sabido que Vuestra Majestad podía oírnos.

—¿Y por qué os habríais callado? —Porque no hubiera querido que riñesen por mi culpa al jardinero que la dejó olvidada… ¡pobre diablo…!

—No tengáis cuidado por eso… Decidme, ¿qué escala es ésa?

—¿Quiere verla Vuestra Majestad?

—Sí.

—Nada más fácil; está allí, Majestad.

—¿Entre el boj?

—Precisamente.

—Enseñádmela.

Malicorne volvió pasos atrás, y llevó al rey hasta la escala.

—Aquí está, Majestad.

—Sacadla de ahí.

Malicorne puso la escala en la alameda.

Luis caminó longitudinalmente en dirección de la escala.

—¡Hum! —murmuró—. ¿Decís que tiene diecinueve pies?

—Sí, Majestad.

—Mucho es eso: no la creo tan larga.

—Así no se ve bien. Majestad. Si se pusiera la escala en pie contra un árbol o contra una pared, por ejemplo, se vería mejor, en atención a que la comparación podía servir de mucho.

—Con todo, señor Malicorne, no creo que la escala tenga diecinueve pies.

—Conozco el buen golpe de vista que tiene Vuestra Majestad; no obstante, en esta ocasión no tendría reparo en apostar.

El rey meneó la cabeza.

—Hay un medio seguro de comprobarlo —dijo Malicorne.

—¿Cuál?

—Sabido es que el piso bajo del palacio tiene dieciocho pies de altura.

—Es verdad.

—Pues bien, poniendo la escala contra la pared, se puede salir de la duda.

—Cierto.

Malicorne levantó la escala como si fuera una pluma, y la puso contra la pared, si bien eligió, o mejor dicho, la casualidad eligió, la ventana del cuarto de La Vallière para hacer su experimento.

La escala llegó justamente a la esquina de la cornisa, esto es, casi al antepecho de la ventana; de suerte que un hombre colocado en el penúltimo peldaño, un hombre de mediana estatura, como era, por ejemplo, el rey, podía comunicar con los habitantes de la cámara.

Apenas estuvo colocada la escalera, cuando el rey, dejando a un lado la especie de comedia que representaba, empezó a subir los peldaños, teniéndole Malicorne la escalera. Pero no bien había hecho la mitad de su ascensión aérea, aparecía en el jardín una patrulla de suizos, que se encaminó hacia la escalera.

El rey bajó apresuradamente, y se ocultó en un macizo.

Malicorne vio que era preciso sacrificarse. Si se ocultaba también, los suizos registrarían hasta encontrar a él o al rey, y tal vez a ambos.

Más valía que lo encontraran sólo a él.

Por consiguiente, Malicorne se escondió tan torpemente, que muy pronto dieron con él.

Una vez detenido, Malicorne fue llevado al cuerpo de guardia, y en cuanto dijo quién era, reconociéronlo.

Entretanto, de mata en mata, llegaba el rey a la puerta excusada de su cuarto muy humillado, y sobre todo enteramente desconcertado.

Y esto con tanto mayor motivo, cuanto que el ruido del arresto había hecho asomarse a la ventana a La Vallière y a Montalais, y la princesa misma había aparecido en la suya con una luz, preguntando qué era aquello.

Mientras esto sucedía, Malicorne hacía llamar a D’Artagnan, el cual acudió al momento.

Pero en vano trató de hacerle comprender sus razones, en vano las comprendió D’Artagnan, y en vano también aquellos espíritus tan sutiles procuraron dar un giro diferente a la aventura. No le quedó a Malicorne otro recurso que pasar por haber querido entrar en el cuarto de la señorita de Montalais, como Saint-Aignan tuvo que pasar por haber intentado forzar la puerta de la señorita de Tonnay-Charente.

Madame era inflexible por dos razones: si el señor Malicorne había querido entrar nocturnamente en su habitación por la ventana y por medio de una escala para ver a Montalais, era un atetado punible, que debía ser castigado. Y si, Por el contrario, Malicorne, en vez de obrar por cuenta propia, había hecho aquello como intermediario entre La Vallière y otra persona que no quería nombrar, su crimen era mucho mayor aún, puesto que no tenía a su favor la pasión, que puede excusarlo todo.

Madame puso, pues, el grito en el cielo, e hizo despedir a Malicorne de la casa de Monsieur, sin advertir la infeliz ciega que Malicorne y Montalais la tenían entre sus garras por la visita al señor de Guiche, y por otros muchos puntos no menos delicados.

Montalais, furiosa, quería vengarse inmediatamente; pero Malicorne le hizo ver que con el apoyo del rey podían arrostrarse todas las desgracias del mundo, y que era gran cosa el sufrir por el rey.

Malicorne tenía razón, y aunque Montalais era mujer, consiguió convencerla.

Luego, hay que decirlo, el rey se apresuró a consolar a su víctima. En primer lugar, hizo entregar a Malicorne cincuenta mil libras, como indemnización del cargo que perdiera.

Luego, lo colocó en su servidumbre, aprovechando con placer aquella ocasión de vengarse de todo lo que la princesa le había hecho sufrir a él y a La Vallière.

Mas, el pobre amante, no teniendo ya a Malicorne para que le robase los pañuelos ni le midiese las escalas, no sabía qué hacer. Ninguna esperanza quedábale de acercarse a La Vallière, en tanto que ésta permaneciese en el Palais Royal.

Ni las dignidades ni todo el oro del mundo podían facilitárselo.

Por fortuna, Malicorne estaba al cuidado, y se compuso tan bien que llegó a avistarse con Montalais. Verdad es que Montalais ponía cuanto estaba de su parte por ver a Malicorne.

—¿Qué hacéis durante la noche en el cuarto de Madame? —preguntó éste a la joven.

—¿Por la noche? Dormir —replicó Montalais.

—¿De modo que dormís por la noche?

—Sí por cierto.

—Hacéis muy mal; no conviene que una joven duerma con un dolor como el que debéis tener.

—¿Y qué dolor es ése que yo tengo?

—¿No estáis desesperada por mi ausencia?

—No por cierto, puesto que habéis recibido cincuenta mil libras, y os han dado además un empleo en la servidumbre del rey.

—No importa; eso no quita para que estéis afligidísima de no poderme ver como antes, y sobre todo de que yo haya perdido la confianza de Madame. ¿No es verdad?

—¡Oh! Sí que lo es.

—Pues bien, esa aflicción no puede menos de impediros dormir por la noche, y entonces sollozáis y os quejáis diez veces por minuto.

—Pero, mi querido Malicorne, Madame no puede tolerar el menor ruido en sus habitaciones.

—¡Bien sé que no lo puede tolerar, cáscaras! Y por eso estoy seguro de que al ver un dolor tan profundo, no tardará en haceros desocupar el cuarto.

—Ahora comprendo.

—Me alegro mucho.

—Pero ¿qué sucederá entonces?

—Sucederá que La Vallière, viéndose separada de vos, prorrumpirá por la noche en tales gemidos y lamentos, que su desesperación equivaldrá por sí sola a dos juntas.

—Entonces, la pondrán en otro cuarto.

—Ciertamente.

—Sí, pero ¿en cuál?

—¿En cuál? Esa es la dificultad, señor de los Inventos.

—No por cierto: cualquiera que sea el cuarto, siempre valdrá más que el de Madame.

—Verdad es.

—Conque a ver si principiáis ya esta noche con las jeremiadas.

—Perder cuidado.

—Y que ponga también algo de su parte La Vallière.

—¡Oh! En cuanto a eso, casi siempre se está lamentando, aunque por lo bajo.

—Pues que se queje en voz alta. Y con esto se separaron.