Madame no era mala: era irritable.
El rey no era imprudente: era un enamorado.
Apenas hicieron los dos esa especie de pacto, cuyo resultado era volver a llamar a La Vallière, cuando uno y otro trataron de sacar el mejor partido posible.
El rey quería ver a La Vallière a cada momento.
Madame, que conocía el despecho del rey, desde la escena de las súplicas, no quería abandonarle a Luisa sin combatir.
Por consiguiente, sembraba las dificultades bajo los pasos del rey. En efecto, si el rey quería ver a su querida, tenía que hacer la corte a su cuñada.
De tal plan procedía toda la política de Madame.
Como ésta había elegido a una persona para secundarla, y esa persona era Montalais, el rey se veía asediado cada vez que iba al aposento de Madame. Rodeábanle por todas partes, y jamás se apartaban de él. Madame desplegaba en su conversación una gracia y un talento que todo lo eclipsaba.
Montalais iba después, y no tardó en hacerse insoportable al rey.
Eso era lo que ella esperaba. Entonces, lanzó a Malicorne; éste halló ocasión de decir al rey que había una joven muy desgraciada en la Corte.
Luis preguntó quién era esa persona.
Malicorne contestó que era la señorita de Montalais.
Entonces el rey declaró que era muy justo que una persona fuese desgraciada cuando hacía desgraciados a los demás.
Malicorne explicóse diciendo que la señorita de Montalais tenía sus órdenes.
El rey abrió los ojos y advirtió que Madame, tan pronto como Su Majestad aparecía, presentábase también; que ella estaba en los corredores hasta que él sé marchaba, y que iba acompañándole por miedo de que hablase en las antecámaras a alguna de las doncellas.
Una noche, fue Madame aún más lejos.
El rey estaba sentado en medio de las damas, y tenía en la mano, bajo los puños de encaje, un billete, que deseaba deslizan en manos de La Vallière.
Madame adivinó aquella intención, y la existencia del billete. Cosa muy difícil era impedir al rey dirigirse a quien mejor le pareciese.
No obstante, era preciso evitar que se dirigiese a La Vallière, la saludase y dejase caer el billete en sus rodillas, detrás de su abanico o en su pañuelo.
Luis, que también observaba, sospechó que le tendían un lazo. Levantóse, pues, y, sin la menor afectación, trasladó su silla al lado de la señorita de Châtillon, con la cual estuvo bromeando.
Jugábase a hacer versos con pie forzado; de la señorita de Châtillon pasó el rey a la Montalais, y de ésta a la señorita de Tonnay-Charente.
Entonces, por efecto de aquella diestra maniobra, se encontró sentado enfrente de La Vallière, a quien ocultaba enteramente con su cuerpo.
Madame simulaba estar ocupada rectificando un dibujo de flores sobre cañamazo.
Luis enseñó la blanca punta del billete a La Vallière, y ésta le alargó su pañuelo con una mirada que quería decir: «Ponedlo dentro».
Después, como el rey hubiese puesto su propio pañuelo en su sillón, fue bastante diestro para dejarlo caer al suelo.
De suerte que La Vallière deslizó su pañuelo en el sillón.
El rey lo cogió haciéndose el distraído, puso el billete en el pañuelo y volvió a dejar éste sobre el sillón.
Quedábale a Luisa el tiempo preciso para extender la mano y cogen el pañuelo con su precioso depósito. Peno Madame lo había visto todo. Y dijo a Châtillon:
—Châtillon, recoged de la alfombra el pañuelo del rey.
Y, habiendo obedecido la joven precipitadamente, el rey se sintió contrariado, La Vallière turbada, y se vio el otro pañuelo en el sillón.
—¡Ah, perdón! —dijo la princesa—. Vuestra Majestad tiene dos pañuelos.
Y el rey tuvo que meterse en el bolsillo el pañuelo de La Vallière con el suyo.
Ganaba en ello aquel recuerdo de la amante; pero la amante perdía una cuarteta cuya composición le había costado a Luis diez horas, y que valía quizá pon sí sola un largo poema.
De allí la cólera del rey y la desesperación de La Vallière.
Pero entonces ocurrió un suceso extraño.
Cuando salió el rey para volver a su habitación, Malicorne, avisado sin saber cómo, se hallaba en la antecámara.
Las antecámaras del Palais Royal son obscuras, y de noche, merced a la poca ceremonia que se observaba en el departamento de Madame, estaban mal alumbradas.
AI rey le gustaba aquella media luz. Regla general: el amor que brilla de por sí en el alma y el corazón, no quiere la luz más que en el corazón y en el alma.
Decíamos, pues, que la antecámara era obscura; un solo paje llevaba un hachón delante de Su Majestad.
El rey caminaba a paso lento, devorando su enojo.
Malicorne pasó junto al rey, le tropezó ligeramente, y le pidió perdón, con gran humildad; peno el rey, que estaba de muy mal humor, trató con dureza a Malicorne, y éste se escurrió sin ruido.
Luis se acostó después de haber tenido aquella noche una pequeña reyerta con la reina; y al día siguiente, en el momento de pasar a su despacho, ocurrióle la idea de besan el pañuelo de La Vallière.
Y llamó al ayuda de cámara.
—Traedme —ordenó— el traje que llevaba ayer; pero cuidado con tocar nada de lo que pueda haber en él.
Ejecutóse la orden, y el rey registró los bolsillos.
No halló en ellos más que un solo pañuelo; el suyo. El de La Vallière había desaparecido.
Perdíase ya su imaginación en conjeturas y sospechas, cuando le entregaron una carta de La Vallière. Estaba concebida en estos términos:
«¡Cuánta bondad la vuestra, mi querido señor, en enviarme unos versos tan hermosos! ¡Cuán ingenioso y perseverante vuestro amor! i Cómo no os han de amar…!».
«¿Qué significa esto? —pensó el rey—. Necesariamente hay aquí alguna equivocación…».
Y dijo al ayuda de cámara:
—Buscad bien en mis bolsillos un pañuelo que debe haber en ellos, y si no lo encontráis, si lo habéis tocado…
Repúsose pronto. Hacer asunto de Estado la pérdida de aquel pañuelo, sería abrir toda una crónica, y añadió:
—Tenía en ese pañuelo cierta nota importante que debía estar entre los pliegues.
—Vuestra Majestad —dijo el ayuda de cámara— sólo llevaba un pañuelo, y es éste.
—Es verdad —replicó el rey entre dientes—. ¡Oh, pobreza, cómo te envidio! Dichoso de aquel que coge por sí mismo y saca de sus bolsillos los pañuelos y los billetes.
Y releyó la canta de La Vallière, procurando adivinar por qué casualidad había podido llegar la cuarteta a su poder, cuando advirtió una postdata.
«Os envía por vuestro mensajero esta contestación, tan poco digna de los delicados conceptos que me habéis dirigido».
—¡Vamos! —dijo con satisfacción—. ¡Al fin voy a saber algo…! ¿Quién trae este billete?
—El señor Malicorne —contestó el ayuda de cámara con timidez.
—Que entre.
Malicorne entró.
—¿Venís del aposento de la señorita de La Vallière? —dijo el rey con un suspiro.
—Sí, Majestad.
—¿Y habéis llevado a la señorita Luisa de La Vallière algo de mi parte?
—¿Yo, Majestad?
—Sí, vos.
—No. Majestad, no.
—La señorita de La Vallière lo dice formalmente.
—Majestad, la señorita Luisa de La Vallière se equivoca.
El rey frunció el ceño.
—¿Qué juego es éste? —dijo—. Hablad. ¿Por qué la señorita de La Vallière os llama mi mensajero? ¿Qué habéis llevado a esa dama? ¡Hablad pronto!
—Majestad, lo único que he hecho ha sido entregar a la señorita de La Vallière un pañuelo.
—¡Un pañuelo…! ¿Cuál?
—En el momento en que tuve ayer la desgracia de tropezar con la persona de Vuestra Majestad, desgracia que lloraré toda mi vida, especialmente después del desagrado que me mostrasteis, quedé inmóvil de desesperación. Vuestra Majestad estaba ya demasiado lejos para poder oír mis disculpas, y entonces advertí en el suelo una cosa blanca.
—¡Ah! —exclamó el rey.
—Me agaché, y vi que era un pañuelo. Tuve la idea de que al tropezar con Vuestra Majestad habría hecho caer aquel pañuelo de su bolsillo; pero, tentándolo con el mayor respeto, advertí que tenía una cifra, y esa cifra era de la señorita de La Vallière. Pensé entonces que se le habría caído a dicha señorita al entrar, y me apresuré a devolvérselo a la salida. Eso es cuanto he entregado a la señorita de La Vallière; suplico a Vuestra Majestad que lo crea.
Malicorne se mostraba tan candoroso, tan desconsolado y tan humilde; que el rey tuvo gran placer en escucharle, y le agradeció aquella casualidad, como si hubiese prestado el mayor servicio.
—Éste es ya el segundo encuentro feliz que he tenido con vos, señor —le dijo—; podéis contar con mi amistad.
El hecho es, pura y simplemente, que Malicorne había robado el pañuelo del bolsillo del rey, tan finamente como lo hubiera podido hacer el más hábil ratero de París.
Madame ignoró siempre aquella historia. Pero Montalais se la hizo sospechar a La Vallière, y La Vallière se la contó más adelante al rey, el cual se rio mucho con ella y proclamó a Malicorne un gran político.
Luis XIV tenía razón, y sabido es que conocía a los hombres.