En el modo como el rey había despedido a los embajadores adivinaron los menos perspicaces una guerra.
Los mismos embajadores, poco enterados de la crónica íntima, habían interpretado contra ellos el célebre dicho: «Si no soy dueño de mí, lo seré de los que me ultrajan».
Afortunadamente para los destinos de Francia y Holanda, Colbert los siguió para darles algunas explicaciones; pero las reinas y Madame, muy inteligentes en todo lo que concernía a sus casas, así que oyeron aquella frase llena de amenazas, se retiraron con tanto temor como despecho.
Por su parte, Madame conocía que la cólera del rey recaería principalmente sobre ella, y como era mujer de valor, altiva con exceso, en lugar de buscar apoyo en la reina madre, se retiró a su habitación, si no del todo tranquila, al menos sin intención de evitar el combate. De tiempo en tiempo enviaba Ana de Austria mensajeros para saber si el rey había regresado.
El silencio que guardaba el palacio sobre aquel asunto y la desaparición de Luisa, eran presagio de multitud de desgracias para el que conocía el carácter irritable de Luis.
Pero Madame, haciendo frente a todos aquellos rumores, se encerró en su habitación, llamó a Montalais, y con toda la serenidad de que fue capaz, hizo hablar a la joven sobre el suceso del día. En el instante en que la elocuente Montalais concluía con toda especie de precauciones oratorias, y recordaba a Madame la tolerancia a beneficio de reciprocidad, se presentó el señor Malicorne, pidiendo a la princesa una audiencia.
El digno amigo de Montalais tenía impresas en su semblante las señales de la más viva emoción. Imposible equivocarse acerca de ello: la entrevista pedida por el rey debía ser uno de los capítulos más interesantes de aquella historia del corazón de los reyes y de los hombres.
Madame turbóse con la noticia de la visita de su cuñado, la cual no esperaba tan pronto, y menos sobre todo, una gestión directa de Luis.
Ahora bien, las mujeres, que hacen tan bien la guerra indirectamente, son siempre menos hábiles y menos fuertes cuando se trata de aceptar una batalla de frente.
Hemos dicho ya que Madame no era persona capaz de retroceder, pues, antes bien, tenía el defecto o la cualidad contraria.
Hacía gala de valor, y así fue que el recado de Su Majestad, que le transmitía Malicorne, le causó el efecto de la trompeta que da la señal de las hostilidades. Madame recogió el guante con altivez.
Cinco minutos después, el rey subía la escalera.
Estaba colorado de haber corrido a caballo. Su traje, polvoriento y en desorden, contrastaba con el atavío elegante y ajustado de Madame, la cual se ponía pálida bajo su colorete.
El rey no gastó preámbulo alguno, y se sentó. Montalais desapareció.
Madame se sentó enfrente del rey.
—Hermana mía —dijo el rey—, ¿sabéis que la señorita de La Vallière se ha fugado esta mañana, y ha ido a sepultar su dolor y su desesperación en un claustro?
Al decir estas palabras, la voz del rey apareció singularmente conmovida.
—Vuestra Majestad es quien me da la noticia —replicó Madame.
—Suponía que la hubieseis sabido esta mañana en la recepción de los embajadores —dijo el rey.
—En vuestra emoción, Majestad, adiviné que pasaba algo extraordinario, mas sin saber qué.
El rey, que era franco, e iba al objeto:
—Hermana mía —dijo—, ¿por qué habéis despedido a la señorita de La Vallière?
—Porque me disgustaba su servicio —replicó secamente Madame. Luis se puso de color de púrpura, y en sus ojos brilló un fuego que todo el valor de Madame pudo apenas sostener.
Contúvose, no obstante, y añadió:
Necesario es, hermana mía, que una mujer tan buena como vos haya tenido un motivo poderosísimo para expulsar y deshonrar, no sólo a una joven, sino a toda su familia. No ignoráis que la ciudad tiene fijos sus ojos en la conducta de las damas de la Corte. Despedir a una camarista, es atribuirle un crimen, o por lo menos una falta. ¿Cuál es, por tanto, el crimen o la falta de la señorita de La Vallière?
—Puesto que os constituís en protector de la señorita de La Vallière —replicó fríamente Madame—, voy a datos explicaciones que me creo con derecho de no dar a nadie.
—¿Ni aun al rey? —murmuró Luis revistiéndose de una expresión de cólera.
—Me habéis llamado hermana vuestra —dijo Madame— y estoy en mi aposento.
—¡No importa! —repuso el joven monarca avergonzado de su arrebato—. Ni vos, señora, ni nadie, puede decir en mi reino que tenga derecho para no explicarse en mi presencia.
—Puesto que así lo tomáis —dijo Madame con sombrío enojo—, no me queda sino inclinarme ante Vuestra Majestad y sellar mis labios.
—No, nada de equívocos.
—La protección que Vuestra Majestad dispensa a la señorita de La Vallière me impone respeto.
—Nada de equívocos, digo; bien sabéis que, siendo yo el jefe de la nobleza de Francia, debo cuenta a todos del honor de las familias. Expulsáis a la señorita de La Vallière, o a otra cualquiera…
Madame encogióse de hombros.
—O a otra cualquiera, lo repito —continuó el rey—, y como al proceder así deshonráis a esa persona, os pido una explicación para confirmar o revocar esa sentencia.
—¿Revocar mi sentencia? —exclamó Madame con altivez—. ¡Pues qué! Cuando despido de mi casa a cualquiera de mi servidumbre, ¿me obligaríais a volverle a recibir? El rey calló.
—Eso no sería ya abuso de poder, señor, sino inconveniencia.
—¡Madame!
—¡Oh! Me rebelaría, como mujer, contra un abuso que ultrajaría toda dignidad; no sería ya una princesa de vuestra sangre, una hija del rey, sino la última de las criaturas, más humilde aún que la criada despedida.
El rey brincó de furor.
—No es un corazón —exclamó— lo que late en vuestro pecho; si os portáis conmigo de ese modo, dejadme proceder con igual rigor.
A veces, en una batalla, una bala extraviada suele causar un estrago. Aquella frase que Luis pronunció sin intención, hirió a Madame y la sobrecogió por un momento: podía, un día u otro, tener represalias.
—En fin —dijo—, explicaos, Majestad.
—Os pregunto, señora, en qué ha podido agraviaros la señorita de La Vallière.
—Es la más artificiosa zurcidora de intrigas que conozco; ha hecho batirse a dos amigos y ha dado que hablar en términos tan vergonzosos, que toda la Corte arruga el ceño con sólo oír su nombre.
—¿Ella? ¿ella? —exclamó el rey.
—Bajo ese aspecto tan dulce como hipócrita —continuó Madame—, oculta un alma llena de astucia y de perfidia.
—¿Ella?
—Podréis tener formado un juicio equivocado, Majestad; mas yo la conozco: es capaz de excitar a la guerra a los mejores parientes y a los más íntimos amigos. Ya veis la cizaña que ha sembrado entre nosotros.
—Protesto —dijo el rey.
—Majestad, haceos cargo de una cosa: nosotros vivíamos en la mejor armonía, y esa joven, con sus intrigas y sus quejas, os ha indispuesto contra mí.
—Os juro —dijo el rey— que jamás ha salido de sus labios una palabra amarga, y que hasta en mis arrebatos no me ha permitido amenazar a nadie. Os aseguro que no tenéis amiga más leal ni más respetuosa que esa joven.
—¿Amiga? —dijo Madame con marcada expresión de desprecio.
—Cuidado, señora —replicó el rey—; olvidáis haberme comprendido, y que, desde ese momento, cesa toda desigualdad. La señorita de La Vallière será todo lo que yo quiera que sea, y mañana, si me place, podrá sentarse sobre un trono.
—Por lo menos no habrá nacido en él, y cuanto podáis hacer será para lo futuro; pero nunca haréis cambiar lo pasado.
—Señora, os he tratado con urbanidad y cortesía; no me hagáis recordar que soy el amo.
—Majestad, ya me lo habéis dicho dos veces. He tenido el honor de deciros que ante eso me inclino.
—¿Me concedéis entonces que la señorita Luisa de La Vallière vuelva a vuestra casa?
—¿Para qué, Majestad, cuando tenéis un trono que ofrecerle? Soy yo muy poca cosa para proteger a una potencia como ésa.
—Basta ya de salidas maliciosas y desdeñosas. Concededme su perdón.
—¡Nunca!
—Me lanzáis a la guerra entre mi familia.
—También tengo yo familia donde refugiarme.
—¿Hasta ese punto os olvidáis de vos misma? ¿Creéis que si llevaseis la ofensa hasta ahí os sostendrían vuestros parientes?
—Espero, Majestad, que no me obligaréis a hacer nada contrario a mi jerarquía.
—Esperaba que os acordaríais de nuestra amistad, que me trataríais como a hermano.
Madame se detuvo un momento.
—No es desconoceros por hermano —dijo— rehusar una injusticia a Vuestra Majestad.
—¿Una, injusticia?
—¡Oh Majestad! Si supiese el mundo la conducta de La Vallière, si las reinas supiesen… —Vamos, vamos, Enriqueta; dejad hablar a vuestro corazón; recordad que me habéis amado; recordad que el corazón humano debe ser tan misericordioso como el del amo soberano. No seáis inflexible para los demás; perdonad a Luisa.
—No puedo; me ha ofendido.
—Pero ¿yo?
—Majestad, todo lo haré en el mundo por vos, menos eso.
—Entonces me aconsejáis la desesperación… Arrastrándome a ese último recurso de las personas débiles, ¿me aconsejáis la ira y el escándalo?
—Os aconsejo la razón, Majestad.
—¿La razón…? Hermana mía, me falta ya la razón.
—¡Majestad, por favor! —Hermana mía, por piedad, ésta es la primera vez que suplico; hermana mía, no tengo más esperanza que en vos.
—¡Oh Majestad! ¿Lloráis?
—De cólera, sí; de humillación. ¡Haberme visto precisado a rebajarme hasta suplicar, yo, el rey! Toda mi vida detestaré este momento. Hermana mía, me habéis hecho sufrir en un segundo más padecimientos de los que había previsto en las más duras extremidades de la vida.
Y el rey, levantándose, dio libre curso a sus lágrimas, que eran en efecto lágrimas de cólera y de vergüenza.
Madame no se enterneció, pues las mujeres, aun las mejores, no conocen la piedad en el orgullo; pero tuvo miedo de que aquellas lagrimas arrastrasen consigo todo lo que había de humano en el corazón del rey.
—Mandad, Majestad —dijo—; ya que preferís mi humillación a la vuestra no obstante ser pública la mía, cuando la vuestra sólo me tiene a mí por testigo, hablad y obedeceré al rey.
—¡No, no, Enriqueta! —murmuró Luis transportado de reconocimiento—. Habéis cedido al hermano.
—No tengo ya hermano, cuando me veo precisada a obedecer.
—¿Queréis en reconocimiento todo el reino?
—¡Cómo amáis —dijo ella— cuando amáis!
Luis no replicó. No hacía más que cubrir de besos la mano de Madame.
—De suerte —dijo—, que admitiréis a esa pobre muchacha y la perdonaréis, reconociendo la dulzura y rectitud de su corazón.
—La mantendré en mi casa.
—No, hermana querida; le devolveréis vuestra amistad.
—Nunca la quise.
—Pues bien, por amor a mí, la trataréis con bondad, ¿no es así, Enriqueta?
—¡Bien! La trataré como a una hija vuestra.
El rey se levantó. Con aquella palabra que tan funestamente se le escapara a Madame, destruyó todo el mérito de su sacrificio. El rey no le debía ya nada.
Lastimado, mortalmente herido, replicó:
—Gracias, señora; me acordaré siempre del servicio que me habéis hecho.
Y, saludando con ceremoniosa afectación, se despidió.
Al pasar por delante de un espejo notó que tenía los ojos encarnados, y la cólera le hizo herir el suelo con el pie.
Pero era ya demasiado tarde, porque Malicorne y D’Artagnan, colocados a la puerta, habían visto sus ojos.
«El rey ha llorado», pensó Malicorne.
D’Artagnan acercóse respetuosamente al rey.
—Señor —le dijo por lo bajo—; tomad la escalerilla secreta para ir a vuestra cámara.
—¿Por qué?
—Porque el polvo del camino ha dejado huellas en vuestro rostro —contestó D’Artagnan—. Id, señor, id.
Y cuando el rey hubo cedido como un niño, pensó:
«¡Pardiez! ¡Ay de aquellos que hagan llorar a la que ha hecho llorar al rey!».