Capítulo XXIXChaillot

Manicamp y Malicorne, a pesar de no haber sido llamados, siguieron al rey y a D’Artagnan.

Eran dos hombres muy inteligentes; no había sino que Malicorne llegaba a veces demasiado pronto por ambición, y Manicamp demasiado tarde por pereza.

Esta vez llegaron a punto.

Había preparados cinco caballos. El rey y D’Artagnan tomaron dos; Manicamp y Malicorne otros dos, y un paje de las caballerizas montó el quinto.

La cabalgata marchó al galope. D’Artagnan había sabido elegir muy bien los caballos, verdaderos caballos de amantes angustiados, caballos que más bien que correr volaban. Diez minutos después de su marcha llegaba a Chaillot la cabalgata en forma de un torbellino de polvo. El rey arrojóse del caballo, pero por grande que fue la velocidad con que practicó aquella maniobra, ya estaba D’Artagnan teniendo las bridas de su corcel.

Luis hizo al mosquetero un ademán de agradecimiento, y arrojó las bridas en los brazos del paje.

Luego se lanzó al vestíbulo, y, empujando con violencia la puerta, entró en el parlatorio.

Manicamp, Malicorne y el paje se quedaron a la parte de afuera. D’Artagnan siguió a su amo.

Al penetrar en el parlatorio, lo primero con que tropezaron los ojos del rey fue con Luisa, no arrodillada, sino acostada al pie de un gran crucifijo de piedra.

La joven permanecía echada sobre la losa húmeda, y era apenas visible en la sombra de aquella sala, que sólo recibía luz por una ventana enrejada y cubierta de enredaderas.

Se hallaba sola, inanimada, fría como la piedra sobre la cual reposaba su cuerpo.

Al verla el rey en aquella actitud, la creyó muerta, y exhaló un grito terrible que hizo acudir a D’Artagnan.

El rey había pasado ya un brazo alrededor de su cuerpo. D’Artagnan ayudó al rey a levantar a la infeliz joven, sobre la cual parecía extender sus alas el genio de la muerte.

El rey la cogió entonces por entero en sus brazos, y calentó a besos sus manos y sus mejillas heladas.

D’Artagnan agarró la cuerda de la campana.

Al momento acudieron las hermanas carmelitas.

Las santas hijas prorrumpieron en gritos de escándalo al ver aquellos hombres que tenían en sus brazos a una mujer.

La superiora acudió también. Esta persona, de más mundo que las damas mismas de la Corte, no obstante su austeridad, reconoció al primer golpe de vista al rey en el respeto que le manifestaban los asistentes y en el aire con que imponía a toda la comunidad.

Así fue que al ver al rey se retiró otra vez a su habitación, como medio de no comprometer su dignidad; pero envió por medio de las religiosas toda especie de cordiales, aguas de la reina de Hungría, de melisa, etc., etc., ordenando al mismo tiempo que cerrasen las puertas.

Tiempo era ya de hacerlo, pues el dolor del rey se iba haciendo cada vez más ruidoso y desesperado.

El rey parecía decidido a enviar a llamar a su médico, cuando La Vallière principió a dar señales de vida.

Al volver en sí, lo primero que vio fue a Luis a sus pies. Sin duda, no debió reconocerle, puesto que no hizo mas que exhalar un doloroso suspiro.

El rey mirábala con la mayor ansiedad.

Al fin sus ojos errantes se fijaron en el rey.

Reconociólo la joven, e hizo un tenue esfuerzo para arrancarse de sus brazos.

—Pues qué —murmuró ella—, ¿no está todavía consumado el sacrificio?

—¡Oh! ¡No, no! —murmuró el rey—. Ni se consumará; yo os lo juro.

La joven se levantó, a pesar de lo débil y quebrantada que estaba.

—¡Ay! Es necesario —dijo—; no me detengáis.

—¿Y había yo de dejar sacrificaros? —exclamó Luis—. ¡Jamás! ¡Jamás!

—¡Bien! —murmuró D’Artagnan—. Vayámonos fuera. Puesto que principian a hablarse, están de mas oídos extraños.

D’Artagnan salió, y quedaron solos los dos amantes.

—Majestad —prosiguió La Vallière—, ni una palabra más; no destruyáis mi único porvenir, que es mi salvación, y todo el vuestro, que es vuestra gloria, por un capricho.

—¿Un capricho? —exclamó el rey.

—¡Oh! Ahora —dijo la joven— leo claro en vuestro corazón, Majestad.

—¿Vos, Luisa?

—¡Sí, yo!

—Hablad.

—Un arrebato incomprensible, irreflexivo, puede pareceros momentáneamente una excusa suficiente; pero tenéis deberes que son incompatibles con vuestro amor hacia una pobre muchacha. ¡Olvidadme!

—¡Olvidaros yo!

—Ya lo habéis hecho.

—¡Antes morir!

—Majestad, no es posible que améis a la que habéis consentido en matar esta noche tan cruelmente como lo habéis hecho.

—¿Qué decís, Luisa? Explicaos.

—¿Qué me pedisteis ayer mañana? Que os amara. ¿Qué me prometisteis en cambio? Que no dejaríais pasar una noche de por medio sin ofrecerme una reconciliación cuando os hubieseis enojado contra mí.

—¡Oh! ¡Perdonadme, perdonadme, Luisa! Los celos me tenían loco.

—Majestad, los celos son un mal pensamiento que renacen, como la cizaña, después que se la corta. Tendríais celos otra vez, y acabaríais de matarme. Tened la misericordia de dejarme morir.

—Otra palabra como esa, señorita, y me veréis morir a vuestros pies.

—¡No, Majestad! Conozco bien lo que valgo. Creedme, y no queráis perderos por una desventurada, a quien todo el mundo desprecia.

—¡Oh! ¡Nombradme a los que acusáis de ese modo, nombrádmelos!

—No tengo queja ninguna contra nadie, Majestad; sólo me acuso a mí misma. ¡Adiós! Os comprometéis hablando así.

—¡Cuidado, Luisa; al hablarme de ese modo, me reducís a la desesperación! ¡Cuidado!

—¡Oh! ¡Majestad! ¡Majestad! ¡Dejadme con Dios, os lo suplico!

—¡Os arrancaré hasta de Dios mismo!

—¡Pues antes —exclamó la pobre niña—, arrancadme de esos enemigos feroces que atentan contra mi vida y mi honor! Si tenéis bastante fuerza para amar, tened también bastante energía para defenderme. Pero no, la que decís que amáis se ve injuriada, mofada, expulsada.

Y la inofensiva niña, obligada por el dolor a acusar, se retorcía los brazos sollozando.

—¡Os han expulsado! —exclamó el rey—. Esta es la segunda vez que oigo esa palabra.

—Ignominiosamente, Majestad; y ya lo veis, no tengo más amparo que Dios, más consuelo que la oración, más auxilio que el de un claustro.

—Tendréis mi palacio y mi corte. ¡Ah! No temáis nada; los que ayer, o mejor, las que ayer os expulsaron, temblarán mañana en vuestra presencia. ¿Qué digo mañana? Hoy mismo he amenazado, y nada me es más fácil que lanzar el rayo que todavía retengo en mi mano. ¡Luisa, Luisa! ¡Seréis cruelmente vengada! Lágrimas de sangre pagarán vuestras lágrimas. Nombradme a vuestros enemigos.

—¡Jamás, jamás!

—Entonces, ¿cómo queréis que castigue?

—Majestad, a los que habríais de castigar, harían retroceder vuestra mano.

—¡Oh! ¡No me conocéis! —exclamó Luis exasperado—. Antes qué retroceder, abrasaría a mi reino y maldeciría a mi familia. Sí, sería capaz de arrancarme hasta mi mismo brazo, si fuese bastante cobarde para no pulverizar a cuantos se hayan hecho enemigos de la más dulce de las criaturas.

Y al decir Luis estas palabras, descargó un fuerte golpe sobre el tabique de roble, que produjo un sonido lúgubre.

La Vallière se asustó. La cólera de aquel joven tan poderoso tenía algo de imponente y siniestro, porque, como la de la tempestad, podía ser mortal. Ella, cuyo dolor creía no tener igual, quedó vencida por aquel dolor que se abría paso por la amenaza y la violencia.

—Majestad —dijo—, por última vez, alejaos; os lo suplico; la calma de este retiro me ha fortalecido ya; me siento más tranquila bajo el amparo de Dios. Dios es un protector ante quien desaparecen todas las miserias humanas. Majestad, por última vez, dejadme con Dios.

—Entonces —exclamó Luis—, decid francamente que no me habéis amado nunca, decid que mi humildad, decid que mi arrepentimiento halagan vuestro orgullo, pero que no os aflige mi dolor; decid que el rey de Francia no es ya para vos un amante, cuya ternura pueda hacer vuestra felicidad, sino un déspota cuyo capricho ha roto en vuestro espíritu hasta la última fibra de la sensibilidad. No digáis que buscáis a Dios, decid que huis del rey. No, Dios no es cómplice de las resoluciones inflexibles; Dios admite la penitencia y el remordimiento, y absuelve, porque quiere que se ame.

Luisa se retorcía de sufrimiento oyendo aquellas palabras, que hacían correr la llama hasta lo más profundo de sus venas.

—Pero ¿no me habéis oído? —exclamó.

—¿Qué?

—¿No habéis oído que he sido expulsada, despreciada e injuriada?

—Pues yo haré que seáis la más respetada, la más adorada, la más envidiada de mi corte.

—Probadme que no habéis dejado de amarme.

—¿Cómo?

—Alejándoos de mí.

—Yo os lo probaré no abandonándoos ya.

—Pero ¿creéis, Majestad, que pueda yo permitir eso? ¿Creéis que pueda consentir en ver lastimada por mi causa a vuestra madre, a vuestra esposa y a vuestra hermana?

—¡Ah! ¡Por fin las habéis nombrado! ¿Conque han sido ellas las causantes del mal? ¡Pues por Dios que nos oye, serán castigadas!

—¡Ahí tenéis por qué el porvenir me espanta, por qué lo rehúso todo, por qué no quiero que me venguéis! ¡Oh Dios mío! ¡No más lágrimas, no más dolores, no más quejas de ese género! ¡Harto he padecido y llorado ya!

—¿Y mis lágrimas, y mis dolores y mis quejas, las tenéis en nada?

—¡No me habléis así, Majestad, en nombre del Cielo! ¡En nombre del Cielo, no me habléis así! Necesito de todo mi valor para llevar a cabo el sacrificio.

—¡Luisa, Luisa! ¡Te lo suplico encarecidamente! ¡Manda, ordena, véngate o perdona; pero no me abandones!

—¡Ay! ¡Es preciso separarnos, Majestad!

—Es decir, ¿no me amas?

—¡Oh! ¡Dios lo sabe!

—¡Mentira! ¡Mentira!

—¡Oh! Si no os amara, Majestad, dejaría que hicieseis vuestra voluntad, me dejaría vengar y aceptaría, en cambio del insulto que me han hecho, ese grato triunfo del orgullo que me proponéis… Y, ya lo veis, hasta rechazo la dulce compensación de vuestro amor, de vuestro amor que es mi vida, no obstante, ya que he querido morir creyendo que no me amabais.

—Pues bien, sí, sí, ahora reconozco que sois la más santa, la más venerable de las mujeres. Nadie es más digna que vos, no ya de mi amor y respeto, sino del amor y respeto de todos; por eso nadie será amada como vos, Luisa, nadie ejercerá sobre mí el imperio que tenéis. Sí, os lo juro, rompería en este momento el mundo entero como vidrio, si el mundo me incomodase. ¿Me mandáis que me calme, que perdone? Sea, me calmaré. ¿Queréis reinar por la dulzura y la clemencia? Seré clemente y dulce. Dictadme mi conducta y obedeceré.

—¡Dios Santo! ¿Y quién soy yo, pobre de mí, para dictar una sílaba a un rey como vos?

—¡Sois mi vida y mi alma! ¿No es el alma la que gobierna el cuerpo?

—Según eso, ¿me amáis, mi querido señor?

—De rodillas, con las manos juntas, con todas las fuerzas de que Dios me ha dotado. ¡Os amo bastante para entregaros mi vida sonriendo si pronunciáis una palabra!

—¿Me amáis?

—¡Oh, sí!

—Entonces, nada me queda que desear en el mundo. ¡Vuestra mano, Majestad, y despidámonos! Ya he disfrutado en esta vida toda la dicha que me había tocado en suerte.

—¡Oh, no! ¡Di que tu vida comienza! ¡Tu felicidad no es ayer, es hoy, es mañana, es siempre! ¡Para ti el porvenir! ¡Para ti todo lo que sea mío! ¡No más ideas de separación, no más separaciones sombrías! El amor es nuestro dios, la necesidad de nuestras almas. Tú vivirás para mí, como viviré yo para ti.

Y, prosternándose ante ella, besó sus rodillas con inexpresables transportes de alegría y de reconocimiento.

—¡Oh! ¡Majestad! ¡Majestad! Todo esto es un sueño.

—¿Por qué un sueño?

—Porque no puedo regresar a la Corte. Desterrada, ¿cómo os he de volver a ver? ¿No vale más entrar en el claustro para enterrar en él, en el bálsamo de vuestro amor, los postreros impulsos de vuestro corazón y vuestra última confesión?

—¡Desterrada, vos! —exclamó Luis XIV—. ¿Y quién se atreve a desterrar cuando yo llamo?

—¡Oh Majestad! Algo que es superior a los monarcas: el mundo y la opinión; reflexionad que no podéis amar a una mujer expulsada, a la que vuestra madre ha mancillado con una sospecha, a la que vuestra hermana ha infligido un castigo. Esa mujer es indigna de vos.

—¿Indigna una mujer que me pertenece?

—Sí, y por eso, precisamente, señor; desde el momento que ella os pertenece, vuestra querida es indigna.

—¡Ah! Tenéis razón, Luisa; sois la misma delicadeza. Pues bien, no seréis desterrada.

—¡Oh! Bien se ve que no habéis oído hablar a Madame.

—Hablaré a mi madre.

—¡Tampoco habéis visto a vuestra madre!

—¿También ella? ¡Pobre Luisa…! ¿Conque todo el mundo estaba contra vos?

—Sí, sí, pobre Luisa, que cedía ya a la tempestad, cuando vos habéis venido, cuando vos habéis acabado de destrozarla.

—¡Oh, perdón!

—No lograréis aplacar a ninguna de las dos, creedme; el mal no tiene remedio, porque jamás os permitiré emplear la violencia ni la autoridad.

—Pues bien, Luisa, para demostraros cuánto os amo, quiero hacer una cosa: iré a ver a Madame.

—¿Vos?

—Le haré revocar la sentencia; la obligaré.

—¡Obligar! ¡Oh! ¡No, no!

—Es verdad; la aplacaré. Luisa meneó la cabeza.

—Suplicaré, si es necesario —dijo Luis—. ¿Creeréis entonces en mi amor?

—¡Oh! Jamás os humilléis por mí, Majestad; dejadme antes morir…

El rey reflexionaba, sus facciones tomaron una expresión sombría.

—Amaré tanto como habéis amado —dijo—; sufriré tanto como habéis sufrido; ésa será mi expiación a vuestros ojos. Ea, señorita, dejemos mezquinas consideraciones; seamos grandes como nuestro dolor, seamos fuertes como nuestro amor.

Y, al decir estas palabras, la cogió en sus brazos y le formó un cinturón con sus dos manos.

—¡Mi único bien, mi vida, seguidme! —exclamó.

La joven hizo un último esfuerzo, en el que concentró, no toda su voluntad, porque su voluntad estaba ya vencida, sino todas sus fuerzas.

—¡No! —contestó débilmente—. ¡No, no! ¡Me moriría de vergüenza!

—¡No, porque entraréis como reina! Nadie sabe vuestra salida… Sólo D’Artagnan…

—¿También él me ha vendido?

—¿Cómo es eso?

—Había jurado…

—Había jurado no decir nada al rey —dijo D’Artagnan asomando su fina cabeza por la puerta entornada—, y he cumplido mi palabra. Se lo dije al señor de Saint-Aignan, y no ha sido culpa mía que el rey lo oyese. ¿No es cierto, Majestad?

—Así es; perdonadle —dijo el rey. La joven sonrió, y tendió al mosquetero su delicada y blanca mano.

—Señor de D’Artagnan —dijo el rey, gozoso en extremo—, buscad una carroza para la señorita.

—Majestad —contestó el capitán—, la carroza espera.

—¡Oh! ¡Sois modelo de servido res! —exclamó el rey.

—Tiempo ha costado advertirlo —dijo D’Artagnan, complacido, no obstante, con la lisonja.

La Vallière estaba vencida, y, aunque todavía opuso alguna ligera resistencia, se dejó llevar medio desfallecida por su regio amante.

Pero, al llegar a la puerta del parlatorio, en el momento de dejarlo, se arrancó de los brazos del rey, y, aproximándose al crucifijo de piedra, lo besó diciendo:

—¡Dios mío! Me habéis llamado, y me separo de vos; pero vuestra bondad es infinita. Sólo os ruego que cuando vuelva olvidéis que me he alejado; porque cuando vuelva a vos, será para no separarme ya nunca.

El rey exhaló un sollozo. D’Artagnan enjugó una lágrima. Luis arrastró a la joven, la llevó hasta la carroza, y puso a D’Artagnan a su lado.

Y él mismo, montando a caballo, se dirigió al Palais Royal, donde, así que llegó, hizo avisar a Madame que le concediese un momento de audiencia.