D’Artagnan sabía todo lo que acabamos de relatar, debido a tener entre sus amigos a todas las personas útiles de la casa, servidores oficiosos, orgullosos de ser saludados por el capitán de mosqueteros, porque el capitán era una potencia; y luego, aparte de la ambición, se complacían en ser tenidos en algo por un hombre tan valiente como D’Artagnan.
De que, de lo que él había visto de por sí por el día y de lo que le referían los demás, formaba una especie de arsenal, adonde acudía en caso necesario para sacar el arma que le parecía más a propósito.
De esta suerte los dos ojos de D’Artagnan le prestaban igual servicio que los ciento de Argos.
Secretos políticos, secretos de callejuela, palabras escapadas a los cortesanos al salir de la antecámara, todo lo sabía D’Artagnan y lo encerraba en el impenetrable sepulcro de su memoria, junto a los secretos reales, tan caramente comprados y tan fielmente guardados.
Supo, pues, la entrevista con Colbert, la cita dada a los embajadores, el incidente a que darían lugar ciertas medallas, y, arreglando a su modo la conferencia con aquellas pocas palabras que habían llegado a sus oídos; se fue a ocupar su puesto en las habitaciones para estar allí cuando Luis se despertara.
El rey se despertó muy temprano, lo cual probaba que también él había dormido mal. A eso de las siete entreabrió suavemente la puerta.
D’Artagnan estaba ya en su puesto. Luis tenía mal color y parecía fatigado. Cuando apareció, no había acabado de vestirse.
—Que llamen al señor de Saint-Aignan —ordenó.
Saint-Aignan aguardaba sin duda que le llamasen, porque cuando se presentaron en su aposento ya estaba vestido.
Saint-Aignan apresuróse a obedecer, y pasó a la cámara del rey. Un momento después salieron el rey y Saint-Aignan; el rey iba delante.
D’Artagnan permanecía asomado a la ventana que caía a los patios, de modo que no tuvo necesidad de incomodarse para seguir con la vista al rey. No parecía sino que había adivinado de antemano adónde iba. El rey iba al departamento de las camaristas.
Aquello no le sorprendió a D’Artagnan. Aunque La Vallière no le había dicho nada, sospechó que el rey tendría que reparar algún agravio.
Saint-Aignan le seguía como el día anterior, algo menos inquieto, en la confianza de que a las siete de la mañana no habría más personas despiertas entre los augustos moradores del palacio que el rey y él.
D’Artagnan permanecía en la ventana, tranquilo e indiferente. Nadie habría sospechado que viese nada, ni que supiese quiénes eran aquellos dos corredores de aventuras que atravesaban los patios envueltos en sus capas. Y, sin embargo, D’Artagnan, aunque aparentaba no mirarlos, no los perdía de vista, y al paso que silbaba aquella famosa marcha de los mosqueteros, que recordaba sólo en las grandes ocasiones, adivinaba y presagiaba toda la tempestad de gritos y de enojos que iba a suscitarse a la vuelta.
En efecto, cuando entró el rey en la habitación de La Vallière, encontróla vacía, y vio el lecho intacto, el rey comenzó a asustarse y llamó a Montalais.
Montalais acudió al momento, pero su sorpresa fue igual a la del rey. Lo único que pudo decir a Su Majestad fue que le había parecido oír llorar a La Vallière parte de la noche; mas, sabiendo que Su Majestad había venido, no se había atrevido a informarse.
—Pero ¿adónde suponéis que haya ido? —preguntó el rey.
—Majestad —respondió Montalais—, Luisa tiene un carácter muy sentimental, y a menudo la he visto levantarse con el día y marcharse al jardín; quizá esté allí.
Parecióle al rey aquello probable, y bajó inmediatamente en busca de la fugitiva.
D’Artagnan le vio aparecer, pálido y hablando vivamente con su acompañante.
Se dirigía hacia los jardines. Saint-Aignan seguíale sofocado. D’Artagnan no se movió de la ventana, y continuó silbando su marcha, aparentando que nada veía y viéndolo todo.
—Vamos, vamos —murmuró luego que desapareció el rey—, la pasión de Su Majestad es más fuerte de lo que yo creía; creo que hace por ésta lo que nunca hizo por la señorita Mancini.
Luis volvió a aparecer un cuarto de hora después; todo lo había registrado y estaba casi sin aliento.
Excusamos decir que el rey nada había hallado.
Saint-Aignan le seguía, abanicándose con el sombrero y solicitando, con voz alterada, informes de los primeros servidores que llegaban y de todos a los que se encontraban. Manicamp fue uno de ellos. Manicamp llegaba de Fontainebleau a pequeñas jornadas; pues en lo que otros habrían invertido seis horas, empleaba él veinticuatro.
—¿Habréis visto a la señorita de La Vallière? —le preguntó Saint-Aignan.
A lo que Manicamp, distraído y pensativo siempre, contestó creyendo que le hablaban de Guiche:
—Gracias; el conde sigue aleo mejor.
Y continuó su camino hasta la antecámara, donde encontró a D’Artagnan, al cual pidió explicaciones acerca del aire azorado que había creído notar en el rey.
D’Artagnan le dijo que se había equivocado, y que el rey estaba, por el contrario, de muy buen humor.
En el entretanto dieron las ocho. Era ésta la hora en que el rey acostumbraba a desayunar, pues estaba prevenido en el código de la etiqueta que el rey siempre tendría hambre a las ocho.
Hízose servir en una mesita que había en su dormitorio, y despachó el desayuno a toda prisa.
Saint-Aignan, de quien no quiso separarse, le tuvo la servilleta. Luego dio audiencia a algunos militares.
Mientras duraban las audiencias, envió a Saint-Aignan en descubierta. Después, con la misma preocupación y ansiedad, y acechando siempre el regreso de Saint-Aignan, oyó dar las nueve.
A las nueve en punto pasó a su despacho principal.
Los embajadores entraban a la primer campanada de las nueve. Al dar la última campanada, las reinas y Madame aparecieron.
Los embajadores eran tres por Holanda y dos por España.
El rey les dirigió una mirada y saludó.
En aquel instante entraba también Saint-Aignan.
Aquella entrada era mucho más importante para el rey que la de los embajadores, cualesquiera que fuese el número de éstos y el país de donde viniesen.
Así fue que, ante todas las cosas, el rey hizo a Saint-Aignan un signo interrogativo, al que contestó éste con una negativa absoluta.
El rey estuvo a punto de perder todo su valor; pero, como las reinas, los grandes y los embajadores tenían fijos en él sus ojos, hizo un esfuerzo sobre sí mismo e invitó a los últimos a hablar.
Entonces, uno de los diputados españoles pronunció un largo discurso, en que ponderaba las ventajas de la alianza española.
El rey le interrumpió, diciendo:
—Señor, creo que lo que es bueno para Francia, debe ser bueno para apaña.
Esta frase, y especialmente el modo perentorio en que fue dicha, hizo palidecer al embajador y enrojecer a las reinas, que, siendo ambas españolas, se sintieron lastimadas con aquella respuesta en su orgullo de parentesco y nacionalidad.
El delegado holandés tomó a su vez la palabra, y se quejó de la prevención que el rey mostraba con el Gobierno de su país.
El rey le interrumpió:
—Señor, es extraño que vengáis a quejaros, cuando soy yo quien puede tener motivos de queja; y, sin embargo, veis que no me quejo.
—¡Quejaros, Majestad! —murmuró el holandés—. ¿Y de qué agravio?
El rey sonrió con amargura.
—¿Podéis echarme en cara, señor, que tenga prevenciones contra un Gobierno que autoriza y protege a los que me insultan públicamente?
—¡Majestad!
—Holanda —prosiguió el rey irritándose más con sus propios pesares que con la cuestión política es una tierra de asilo para todo el que me quiere mal, y especialmente para el que me ofende.
—¡Oh Majestad…!
—¿Queréis pruebas, no es verdad…? Pues bien, las tendréis desde luego. ¿De dónde salen esos libelos insultantes que me representan como un monarca sin gloria y sin autoridad? Vuestras prensas los vomitan. Si tuviera aquí a mis secretarios, os citaría los títulos de las obras con los nombres de los impresores.
—Majestad —contestó el embajador—, un libelo no puede ser obra de una nación. ¿Es justo que un gran rey, como Vuestra Majestad, haga responsable a un gran pueblo del crimen de unos cuantos malvados hambrientos?
—Bueno, concedo esto, señor. Pero cuando la casa de moneda de Ámsterdam acuña medallas ofensivas para mí, ¿es también crimen de unos cuantos malvados hambrientos?
—¿Medallas? —murmuró el embajador.
—Medallas —repitió el rey mirando a Colbert.
—Sería preciso —se aventuró a decir el holandés— que Vuestra Majestad estuviera bien seguro…
El rey no apartaba los ojos de Colbert, pero éste aparentaba no comprender, y callaba, no obstante las provocaciones del rey. Entonces acercóse D’Artagnan, y sacando del bolsillo una moneda, que puso en manos del rey:
—Aquí está —dijo— la moneda que busca Vuestra Majestad.
El rey la cogió.
Y entonces pudo ver, con aquella mirada que desde que era verdaderamente el amo no había hecho más que abarcar desde lo alto, una imagen insolente, que representaba a Holanda parando el sol, como Josué, con esta divisa: In conspectu meo, stetit sol.
—¡En mi presencia detúvose el sol! —exclamó furioso el rey—. ¡Oh! Espero que ahora no lo negaréis.
—Y el sol —dijo D’Artagnan— es éste.
Y señaló, en todos los lienzos del despacho, al sol, emblema multiplicado y resplandeciente, que ostentaba por todas partes su soberbia divisa: Nec pluribus impar.
La cólera de Luis, alimentada por los impulsos de su dolor particular, no necesitaba de aquel alimento para devorarlo todo. Notábase en sus ojos el ardor de una queja pronta a estallar.
Una mirada de Colbert contuvo la tempestad.
El embajador aventuró algunas excusas. Dijo que la vanidad de los pueblos no era cosa que debiera tomarse en cuenta; que Holanda estaba orgullosa de haber sostenido con tan escasos recursos su reputación de gran nación, aun contra reyes poderosos, y que si sus compatriotas se habían ensoberbecido con un poco de humo, rogaba al rey que los disculpase.
El rey parecía buscar consejo. Miró a Colbert, el cual permaneció impasible.
Luego dirigió su mirada a D’Artagnan.
Éste encogióse de hombros. Este movimiento fue una esclusa levantada, por la cual se desencadenó la cólera del rey, contenida hacía mucho tiempo.
Como nadie sabía adónde le impulsaba al rey aquella cólera, todos permanecieron en triste silencio.
El segundo embajador se aprovechó de él para alegar también sus excusas.
En tanto que hablaba, y el rey, absorbiéndose otra vez poco a poco en sus pensamientos personales, escuchaba aquella voz turbada como una persona distraída escucha el ruido de una cascada, D’Artagnan, que tenía a su izquierda a Saint-Aignan, se acercó a éste y con voz calculada para que llegase a oídos del rey:
—¿Sabéis la noticia del día, conde? —le dijo.
—¿Qué noticia? —dijo Saint-Aignan.
—La de La Vallière.
El rey se estremeció, y dio involuntariamente un paso hacia ambos interlocutores.
—¿Pues qué ha sucedido a La Vallière? —preguntó Saint-Aignan con tono que fácilmente puede comprenderse.
—¡Ah, pobre muchacha! —dijo D’Artagnan—. Ha entrado en religión.
—¿En religión? —exclamó Saint-Aignan.
—¿En religión? —exclamó el rey en medio del discurso del embajador.
Luego, bajo el imperio de la etiqueta, se repuso; pero continuó escuchando.
—¿En qué convento? —preguntó Saint-Aignan.
—En las Carmelitas de Chaillot.
—¡En las Carmelitas de Chaillot! ¿Y por dónde diantres sabéis eso?
—Por ella misma.
—¿La habéis visto?
—Yo mismo la he conducido a las Carmelitas.
El rey no perdió una sola palabra; la sangre le bullía en las venas y principiaba a ruborizarse.
—Pero ¿por qué esa fuga? —dijo Saint-Aignan.
—Porque la pobre muchacha fue ayer expulsada de la Corte —dijo D’Artagnan.
Apenas soltó esta palabra, hizo el rey un gesto de autoridad.
—¡Basta, señor —dijo al embajador—, basta!
Y luego, acercándose a Saint-Aignan:
—¿Quién ha dicho —exclamó que La Vallière ha entrado en religión?
—El señor de D’Artagnan —dijo el favorito.
—¿Y es verdadero lo que decís? —preguntó el rey volviéndose al mosquetero.
—Tan verdadero como la verdad.
El rey apretó los puños y palideció.
—Todavía añadisteis otra cosa, señor de D’Artagnan —dijo.
—Señor, no sé más.
—Añadisteis que la señorita de La Vallière había sido expulsada de la Corte.
—Sí, Majestad.
—Y eso, ¿es también verdadero?
—Informaos, Majestad.
—¿Y por quién?
—¡Oh! —exclamó D’Artagnan como quien se recusa.
El rey dio un brinco, dejando a un lado embajadores, ministros y cortesanos.
La reina madre se levantó. Todo lo había oído, y lo que no oyó, lo había adivinado.
Madame, desfallecida de cólera y de miedo, trató de levantarse también como la reina madre; pero volvió a caer otra vez en su sillón, al cual, por un movimiento instintivo, hizo rodar hacia atrás.
—Señores —dijo el rey—, la audiencia ha terminado; haré saber mi respuesta, o mejor, mi voluntad, a España y Holanda.
Y con gesto imperioso, despidió a los embajadores.
—Cuidado, hijo mío —dijo la reina madre con indignación—, cuidado, que se me figura que no sois dueño de vos.
—¡Oh señora! —rugió el joven león con gesto amenazador—, si no soy dueño de mí, os aseguro que lo seré de los que me ultrajen. Venid conmigo, señor de D’Artagnan, venid conmigo.
Y salió del despacho, dejando a todos aterrados.
El rey bajó la escalera y se dispuso a atravesar el patio.
—Majestad —dijo D’Artagnan—, equivocáis el camino.
—No, que voy a las caballerizas.
—Es inútil; tengo caballos dispuestos para Vuestra Majestad.
El rey contestó a su servidor con una mirada; pero aquella mirada prometía más de lo que se hubiera atrevido a esperar la ambición de tres D’Artagnanes.