Capítulo XXVIICómo paso Luis el tiempo desde las diez y media de la noche hasta las doce

Al salir el rey del departamento de las camaristas, encontró en su cámara a Colbert, que le esperaba para recibir sus órdenes con motivo de la ceremonia que debía verificarse al día siguiente.

Tratábase, como hemos dicho ya, de la recepción de los embajadores holandés y español.

Luis XIV tenía grandes motivos de queja contra Holanda. Los Estados se habían conducido mal en muchas ocasiones en sus relaciones con Francia y, sin cuidarse de un rompimiento, abandonaban de nuevo la alianza con el rey cristianísimo para lanzarse en toda clase de intrigas con España.

A su advenimiento al trono, es decir, cuando falleció Mazarino, Luis XIV encontró planteada ya aquella cuestión política.

No era su solución fácil para un joven; pero como entonces toda la nación era el rey, todo cuanto resolvía la cabeza estaba dispuesto el cuerpo a ejecutarlo.

Alguna dosis de cólera, la reacción de una sangre juvenil y vivaz en el cerebro, era lo suficiente para cambiar la antigua línea de política y crear otro sistema.

El papel de los diplomáticos de la época limitábase a arreglar entre sí los golpes de Estado de que sus monarcas podían tener necesidad.

Luis no se hallaba en una disposición de ánimo propia para dictarle una política sabia.

Conmovido aún, de resultas de la escena que acababa de tener con La Vallière, empezó a dar paseos por su despacho, deseando encontrar una ocasión a fin de desahogarse, después de haberse contenido por tanto tiempo.

En cuanto Colbert vio entrar al rey, juzgó al primer vistazo la situación, y comprendió las intenciones del monarca. Por consiguiente, procuró bordearle.

Cuando Luis le preguntó lo que debía decir al día siguiente, empezó Colbert por mostrarse admirado de que el señor Fouquet no le hubiese puesto al corriente del asunto.

—El señor Fouquet —dijo— sabe todo ese asunto de Holanda, puesto que recibe directamente la correspondencia.

Acostumbrado el rey a oír al señor Colbert plagiar al señor Fouquet, dejó pasar aquella indirecta sin contestar y se contentó en oír.

Colbert vio el efecto producido y se apresuró a volverse atrás, diciendo que el señor Fouquet no era tan culpable como pudiera parecer a primera vista, porque tenía a la sazón grandes preocupaciones.

El rey levantó la cabeza.

—¿Qué preocupaciones son ésas? —dijo.

—Majestad, los hombres al fin son hombres y el señor Fouquet tiene sus defectos no obstante sus grandes cualidades.

—¡Ah! ¿quién no tiene defectos, señor Colbert?

—Vuestra Majestad tiene muchos de ésos —contestó osadamente Colbert, que sabía injerir una gran lisonja en una ligera censura, como la flecha que hiende el aire, no obstante su peso, a favor de las débiles plumas que la sostienen.

—¿Qué defecto tiene el señor Fouquet? —dijo el rey sonriendo.

—Siempre el mismo, Majestad; aseguran que está enamorado.

—¡Enamorado! ¿Y de quién? —No lo sé a punto fijo, Majestad; me mezclo poco en las galanterías.

—Algo sabréis, cuando habláis.

—He oído pronunciar…

—¿Qué?

—Un nombre.

—¿Cuál?

—No lo recuerdo bien.

—Vamos a ver.

—Me parece que es el de una de las camaristas de Madame.

El rey se sobresaltó.

—Algo más sabréis de lo que habéis dicho, señor Colbert —repuso.

—Majestad, os aseguro que no.

—De todos modos, conocidas son las camaristas de Madame, y si se os dicen sus nombres tal vez encontraréis el de la que no recordáis en este momento.

—No, Majestad.

—Probad.

—Sería inútil. Majestad. Cuando se trata de nombres de damas comprometidas, mi memoria es un cofre de hierro cuya llave he perdido.

Por el ánimo y la frente de Luis cruzó una nube; pero, queriendo mostrarse dueño de sí mismo, dijo sacudiendo la cabeza:

—Hablemos del asunto de Holanda.

—Primeramente, ¿a qué hora quiere Vuestra Majestad recibir a los embajadores?

—Por la mañana temprano.

—¿A las once?

—Demasiado tarde… A las nueve.

—Muy temprano es.

—Para los amigos, eso no tiene importancia; se hace con ellos todo lo que se quiere; mas para los enemigos, tanto mejor si se incomodan. Confieso que no veré con disgusto acabar de una vez con todos esos pájaros de pantano, que me molestan con sus gritos.

—Se hará como Vuestra Majestad desea… A las nueve, pues… Daré las órdenes para ello. ¿Será audiencia solemne?

—No. Quiero explicarme con ellos y no envenenar las cosas, como acontece siempre en presencia de mucha gente; pero, al mismo tiempo, quiero hablarles claro, para no tener que volver a empezar.

—Vuestra Majestad designará a las personas que han de asistir a la recepción.

—Ya haré la lista… Hablemos de esos embajadores, ¿qué quieren?

—Aliándose con España, nada ganan; aliándose con Francia, pierden mucho.

—Explicaos.

—Aliándose con España, se encuentran cercados y protegidos por las posesiones de su aliada, y no pueden hincar en ellas el diente a pesar de sus deseos. De Amberes a Rotterdam sólo hay un paso por el Escalda y el Mosa… Si quieren morder el pastelito español, vos, Majestad, yerno del rey de España, podéis poneros en dos días en Bruselas con la caballería. Se trata, pues, de romper lo bastante con Vuestra Majestad y haceros recelar de España para que no os mezcléis en sus asuntos.

—Más sencillo es entonces —respondió el rey— hacer conmigo una alianza poderosa, en la que yo ganaría algo, al paso que ellos lo ganarían todo.

—No; pues si llegasen, por casualidad, a teneros por limítrofe, Vuestra Majestad no es vecino cómodo; joven, ardiente y belicoso, el rey de Francia puede dar fuertes golpes a Holanda, sobre todo si se acerca a ella.

—Comprendo perfectamente, señor Colbert, pues os habéis explicado muy bien; pero vamos a la conclusión.

—Jamás falta la sabiduría en las decisiones de Vuestra Majestad.

—¿Qué me dirán esos embajadores?

—Dirán a Vuestra Majestad que desean cordialmente su alianza, y será una mentira; dirán a los españoles que las tres potencias deben unirse contra la prosperidad de Inglaterra, y será también mentira; porque la aliada natural de Vuestra Majestad es en la actualidad Inglaterra, que tiene buques, y Vuestra Majestad no los tiene. Inglaterra es la que puede tener a raya el poder de los holandeses en la India, y es, en fin, un país monárquico, donde Vuestra Majestad tiene relaciones de consanguinidad.

—Bien, pero ¿qué responderíais?

—Respondería, Majestad, con gran moderación, que Holanda no está en las mejores disposiciones hacia el rey de Francia; que los síntomas del espíritu público en los holandeses son alarmantes para Vuestra Majestad; que se han acuñado ciertas medallas con emblemas ofensivos.

—¿Para mí? —exclamó exaltado el joven rey.

—¡Oh! No, Majestad, no; ofensivos no es la palabra propia; quise decir extremadamente lisonjeros para los bátavos.

—¡Oh! Si es así, poco me importa el orgullo de los bátavos —dijo suspirando el monarca.

—Vuestra Majestad tiene muchísima razón; pero, con todo, nunca es malo en política, y el rey lo sabe mejor que yo, ser injusto para obtener una concesión. Si Vuestra Majestad se queja con susceptibilidad de los bátavos, les impondrá mucho más.

—¿Y qué eso de las medallas? —preguntó—. Porque si hablo de ello, necesario es que sepa lo que tengo que decir.

—¡A fe mía, Majestad, no lo sé bien…! Algún emblema presuntuoso… ése es todo el sentido: las palabras nada hacen al asunto.

—Bueno; pronunciaré, la palabra medalla, y ya me comprenderán si quieren.

—¡Oh! Sí que lo comprenderán. También podrá Vuestra Majestad deslizar algunas palabras sobre ciertos libelos que corren.

—¡Nunca! Los libelos denigran más a los que los escriben que a aquellos contra quienes van dirigidos. Os doy las gracias, señor Colbert, y podéis ya retiraros.

—¡Majestad!

—¡Adiós! No olvidéis la hora y estad allí.

—Espero la lista de Vuestra Majestad.

—Es cierto.

El rey se puso a reflexionar; pero en lo que menos pensaba era en aquella lista. El reloj daba las once y media.

En el rostro del monarca notábase la lucha terrible del orgullo y del amor.

La conversación política había calmado mucho la irritación del rey, y el semblante pálido y descompuesto de La Vallière hablaba a su imaginación un lenguaje muy distinto del de las medallas holandesas o el de los libelos bátavos.

Estuvo algunos minutos vacilando entre si debía o no volver a la habitación de La Vallière; pero, habiendo insistido Colbert respetuosamente para que le diese la lista, se D’Artagnan se hacía informar por las mañanas de lo que no había podido ver o saber el día anterior, pues al fin no era ubicuo; de suerte se avergonzó el rey de pensar en el amor cuando los negocios reclamaban su atención.

Por tanto, se puso a dictar:

La reina madre; la reina; Madame; señorita de Motteville; señorita de Châtillon; señorita de Navailles. Y respecto a hombres:

Monsieur; el príncipe de Condé; señor de Grammont; señor de Manicamp; señor de Saint-Aignan; y los oficiales de servicio.

—¿Los ministros? —dijo Colbert.

—Eso por de contado, y los secretarios.

—Majestad, voy a disponerlo todo: mañana se comunicarán las órdenes a domicilio.

—Decid hoy —replicó melancólicamente Luis.

Daban las doce.

Aquélla era la hora en que la pobre La Vallière se moría de tristeza y de dolor.

Entraron a la sazón los encargados de servir al rey para el acto de recogerse. La reina esperaba hacía una hora.

Luis pasó al cuarto de su esposa, exhalando un suspiro; pero al propio tiempo que suspiraba, se felicitaba por su valor. Complacíase de ser tan íntegro en amor como en política.