Capítulo XXVILa fuga

La Vallière salió detrás de la patrulla.

La patrulla dirigióse a la derecha por la calle de San Honorato, y La Vallière tornó maquinalmente a la izquierda.

Había hecho ya su resolución; quería ir a las Carmelitas de Chaillot, cuya superiora tenía una fama de austeridad que hacía temblar a las mundanas de la Corte.

La Vallière no había visto a París, ni había salido nunca a pie, de suerte que no hubiera sabido su camino aun cuando hubiese estado en una disposición más tranquila de ánimo. Esto explica cómo subió la calle de San Honorato, en lugar de bajarla.

Lo que deseaba era alejarse del palacio real, y se alejaba.

Había oído decir que Chaillot daba al Sena, y se dirigía hacia el Sena.

Siguió la calle del Gallo, y, no pudiendo atravesar el Louvre, pasó junto a la iglesia de Saint-Germain Auxerrois, costeando el sitio en que Perrault edificó después su columnata.

Muy pronto llegó a los malecones.

Su andar era rápido y agitado. Apenas sentía aquella debilidad que, obligándola a cojear algo, le recordaba de vez en cuando la torcedura de pie que tuvo en sus primeros años.

A cualquier hora del día su porte habría llamado la atención de las personas menos perspicaces y atraído las miradas de los transeúntes menos curiosos; mas, a las dos y media de la mañana, las calles de París se hallan desiertas, o poco menos, y no se encuentran en ellas más que a los artesanos laboriosos que van a ganarse el pan cotidiano o a los ociosos que vuelven a sus casas después de una noche de agitación y de orgía.

Para los primeros principiaba el día, y para los segundos terminaba. La Vallière sintió miedo de todos aquellos rostros, en los que su ignorancia de los tipos parisienses no le permitía distinguir el tipo de la probidad del que refleja el cinismo. La miseria le infundía espanto, y todos los que encontraba parecíanle gente miserable.

Su vestido, que era el de la víspera, mostraba cierta elegancia, aun en medio de su descuido, pues era el mismo con que se presentara a la reina madre. Además, bajo su velo, que llevaba levantado para ver por dónde iba, su palidez y su hermosos ojos hablaban un lenguaje desconocido a aquella gente del pueblo, y la desgraciada fugitiva, excitaba, sin saberlo, la brutalidad de unos y la compasión de otros.

La Vallière caminó de aquel modo, desalada y presurosa, hasta lo alto de la plaza de la Grève.

Alguna que otra vez se paraba, apoyaba su mano contra el corazón, se recostaba contra algún edificio para tomar aliento, y continuaba su camino con más rapidez que antes.

Cuando llegó a la plaza de la Grève, se halló frente a un grupo de tres hombres, despechugados y medio ebrios, que salían de un barco amarrado al puerto.

Aquel barco se hallaba cargado de vino, y se conocía que aquellos hombres habían hecho honor al cargamento.

Venían cantando sus hazañas báquicas en tres tonos distintos, cuando, al llegar al final del pretil que da al muelle, se hallaron frente a la joven.

La Vallière se detuvo.

Ellos, por su parte, al ver aquella joven en traje de Corte, hicieron alto, y, de común acuerdo, se agarraron de las manos, y rodearon a La Vallière, cantando:

Paloma que vuelas sola,

Vente a nuestro alegre nido.

La Vallière comprendió entonces que aquellos hombres se dirigían a ella y trataban de cerrarle el paso. Hizo varios esfuerzos para huir, pero fueron inútiles.

Flaqueáronle las piernas, sintió que iba a caer, y exhaló un grito de terror.

Pero, en el mismo instante, se abrió el círculo que la rodeaba a impulsos de una fuerte sacudida.

Uno de los provocadores cayó derrumbado a la izquierda; el otro rodó por la derecha hasta la orilla del agua; el tercero se bamboleó sobre sus pies.

Enfrente de la niña apareció un oficial de mosqueteros, con el ceño fruncido, la amenaza en la boca y la mano levantada para continuar la amenaza.

Los borrachos esquivaron el bulto a la vista del uniforme y, sobre todo, ante la prueba de fuerza que acababa de dar el que lo llevaba.

—¡Pardiez! —murmuró el oficial—. La señorita de La Vallière.

La Vallière, aturdida con lo que acababa de pasar, y sorprendida de oír su nombre, levantó la cabeza y reconoció a D’Artagnan.

—Sí, señor —dijo—, yo soy, yo.

Y, al mismo tiempo, se apoyó en el brazo del mosquetero.

—Vos me protegeréis, ¿no es así, señor de D’Artagnan? —añadió con voz suplicante.

—¡Sí que os protegeré! Pero ¿adónde vais a estas horas?

—Voy a Chaillot.

—¿Y vais a Chaillot por la Rapeé? Precisamente lleváis camino contrario.

—Entonces, señor, tened la amabilidad de indicarme el camino, y acompañadme algún trecho.

—Con mucho gusto.

—Pero ¿cómo es que os he hallado aquí? ¿Por qué favor del Cielo os habéis hallado a punto de poder acudir a mi defensa? Paréceme que estoy soñando, o que he perdido el conocimiento.

—Me encuentro aquí, señorita, porque soy dueño de una casa de la plaza de la Grève, en «La Imagen de Nuestra Señora», y habiendo ido ayer a cobrar los alquileres, he pasado en ella la noche. Me retire tan temprano, porque deseo estar a buena hora en Palacio para inspeccionar los puestos. Gracias —dijo La Vallière.

«Eso es lo que yo hacía —pensó D’Artagnan—; pero ella, ¿qué hacía, y por qué va a estas horas a Chaillot?».

Y le ofreció su brazo. La Vallière lo tomó, y echó a andar apresuradamente.

No obstante, aquella precipitación ocultaba una gran debilidad. D’Artagnan lo conoció, y propuso a La Vallière que descansase un rato; pero la joven se negó a ello.

—¿Es qué ignoráis dónde está Chaillot? —preguntó D’Artagnan.

—Sí, lo ignoro.

—Está muy lejos.

—¡No importa! —Media una legua por lo menos.

—Andaré esa legua.

D’Artagnan no replicó; en el solo acento de la voz conocía las resoluciones irrevocables. Y llevó, más bien que acompañó, a La Vallière. Al fin se distinguieron las alturas.

—¿A qué casa vais, señorita? —preguntó D’Artagnan.

—A las Carmelitas, señor.

—¡A las Carmelitas! —repitió asombrado D’Artagnan.

—Sí; y ya que Dios os ha enviado a mí para que me sostengáis en mi camino, os doy las más expresivas gracias y me despido de vos.

—¿Vais a las Carmelitas y os despedís? ¡Es que vais a haceros religiosa! —preguntó D’Artagnan.

—Sí, señor.

—¡¡¡Vos!!!

En este vos, a que hemos puesto tres admiraciones para darle toda la expresión posible, encerrábase todo un poema, pues traía a la memoria de La Vallière sus antiguos recuerdos de Blois y sus nuevos recuerdos de Fontainebleau. Era como si le dijese: «Vos, que podíais ser feliz con Raúl; vos, que podíais alcanzar tanto valimiento con el rey, ¿vais a entrar en un convento?».

—Sí, señor —repitió la joven—: quiero hacerme sierva del Señor y renunciar al mundo.

—Pero ¿no os engañáis acerca de vuestra vocación? ¿No os engañáis sobre la voluntad de Dios?

—No, puesto que el mismo Dios ha querido que os encuentre, y a no ser por vos habría sucumbido seguramente a la fatiga. Cuando Dios os ha enviado en mi camino, es prueba de que quiere que lleve a cabo mi propósito.

—¡Oh! —exclamó D’Artagnan en tono de duda—. Algo sutil me parece eso.

—De todos modos —contestó la joven—, ya sabéis adónde voy y cuál es mi resolución. Ahora sólo me resta pediros un favor —añadió La Vallière.

—Hablad, señorita.

—El rey ignora mi fuga del Palais Royal.

D’Artagnan hizo un movimiento.

—El rey —continuó La Vallière ignora lo que voy a hacer.

—¿Lo ignora el rey? —exclamó D’Artagnan—. Pero, señorita, mirad lo que hacéis; sin duda, no habéis meditado las consecuencias de vuestro paso. Nadie debe hacer cosa que el rey ignore, particularmente las personas de la Corte.

—Yo no soy ya de la Corte, señor.

D’Artagnan miró a la joven con sorpresa que iba en aumento.

—¡Oh! No os alarméis, señor —prosiguió la joven—; todo está calculado, y, aun cuando no lo estuviese, seria ya demasiado tarde para volver atrás en mi resolución; el hecho está ya consumado.

—Pues bien, señorita, ¿qué queréis?

—Caballero, por la compasión que se debe a la verdadera desgracia, por la generosidad de vuestra noble alma, y por vuestra fe de caballero, os ruego que me juréis una cosa.

—¡Que os jure una cosa! ¿Y el qué?

—Juradme, señor de D’Artagnan, que no diréis al rey que me habéis visto, ni que estoy en las Carmelitas. D’Artagnan meneó la cabeza.

—No juraré eso —dijo.

—¿Y por qué?

—Porque conozco al rey, os conozco a vos, me conozco a mí mismo, y conozco a todo el género humano. No, yo no juraré eso.

—Entonces —exclamó La Vallière con una energía de que no se hubiera creído capaz—, en vez de las bendiciones que os habría prodigado hasta el fin de mis días, caiga sobre vos la maldición del Cielo, puesto que me hacéis la más miserable de todas las criaturas.

Hemos dicho ya que D’Artagnan conocía los acentos que salían de lo íntimo del corazón, y no pudo resistir al que la desesperación había arrancado a La Vallière. Advirtió sus facciones descompuestas, vio el temblor de sus labios, vio vacilar aquel cuerpo débil y delicado a impulsos del sacudimiento, y comprendió que la resistencia la mataría.

—Sea como gustéis —dijo—. Estad tranquila, señorita, que nada diré al rey.

—¡Oh! ¡Gracias, gracias! —exclamó La Vallière—. ¡Sois el más generoso de los hombres!

Y, en su transporte de alegría, cogió las manos de D’Artagnan y las estrechó entre las suyas.

Éste se sintió enternecido. «¡Diantre! —se dijo—. He aquí una que principia por donde otras acaban: es impresionante». Entonces La Vallière, que en el paroxismo de su dolor habíase dejado caer sobre una piedra, volvió a levantarse y se dirigió hacia el convento de las Carmelitas, que se destacaba con mayor fuerza a medida que iba entrando el día. D’Artagnan la seguía de lejos.

La puerta del parlatorio estaba entreabierta; la joven se deslizó como pálida sombra, y, dando las gracias con un ademán al mosquetero desapareció.

Cuando D’Artagnan se vio solo, púsose a reflexionar profundamente sobre lo que acababa de suceder.

«Esto es, a fe mía —pensó—, lo que se llama una posición falsa… Conservar un secreto semejante, es guardar en el bolsillo un carbón encendido y confiar que no quemará la tela. No guardar el secreto, cuando uno ha jurado guardarlo, es de hombre sin honor. Generalmente, las buenas ideas las tengo cuando corro; pero esta vez, o mucho me engaño, o es preciso que corra mucho para encontrar la solución de este asunto… ¿Adónde correr? A fe mía y a fin de cuentas, hacia el lado de París! Este es el bueno… Lo que importa es correr de prisa… Pero, para correr de prisa, valen más cuatro piernas que dos. Desgraciadamente, por el momento no tengo más que dos… ¡Un caballo! Como oí decir en el teatro de Londres: ¡Mi reino por un caballo…! Y ahora que pienso, no es cosa tan difícil… En la barrera de la Conferencia hay un puesto de mosqueteros, y, en vez de un caballo, podré tener diez, si quiero».

En virtud de esta resolución, que tomó D’Artagnan con su rapidez acostumbrada, bajó al punto las alturas, llegó al puesto de mosqueteros, tomó el mejor caballo que había, y se puso en palacio en diez minutos.

Daban las cinco en el reloj del Palais Royal.

D’Artagnan preguntó por el rey. Luis habíase acostado a la hora de costumbre, después de haber despachado con monsieur Colbert, y aún dormía, según toda probabilidad.

«Vamos —pensó—, no me ha engañado la joven; el rey ignora todo, porque si supiese la mitad tan sólo de lo que ha pasado, el Palais Royal estaría a estas horas revuelto».