Capítulo XXVDesesperación

Luego que se marchó el rey, se había levantado La Vallière con los brazos extendidos como para seguirle o detenerle mas, cuando se cerraron las puertas y el ruido de sus pasos se perdió en la distancia, no tuvo más que la fuerza precisa para dejarse caer a los pies de un crucifijo.

Allí permaneció consternada y abismada en su dolor, sin poderse dar cuenta más que de su dolor mismo; dolor que sólo comprendía instintivamente y por la sensación.

En medio de aquel tumulto de sus pensamientos oyó La Vallière abrir la puerta, y tembló. Se volvió, creyendo que era el rey que volvía.

Engañóse la joven, porque era Madame, irritada, furiosa, amenazadora. Pero ¿qué le importaba Madame ni su cólera? Y volvió a dejar caer la cabeza sobre el reclinatorio.

—Señorita —dijo la princesa de teniéndose delante de La Vallière—, cosa muy buena es arrodillarse, orar y aparentar sentimientos religiosos; pero, por sumisa que seáis con el rey del cielo, conviene además que prestéis alguna obediencia a los príncipes de la tierra.

La Vallière levantó penosamente la cabeza en señal de respeto.

—Creo —prosiguió Madame que hace muy poco se os encargó una cosa.

La mirada fija, extraviada a la vez, de La Vallière, reveló su ignorancia y su olvido.

—La reina os recomendó —continuó Madame— que os comportaseis de modo que nadie tuviese que decir de vos.

La mirada de La Vallière hízose interrogadora.

—Pues bien, alguien acaba de salir de aquí; alguien cuya presencia es una acusación.

La Vallière calló.

—No quiero —continuó Madame— que mi casa, que es la de la primera princesa de la sangre, dé mal ejemplo a la Corte, y vos seríais la causa de ese mal ejemplo. Os anuncio, pues, señorita, fuera de la presencia de todo testigo, pues no trato de humillaros, que sois libre de marchar desde este momento, y que podéis volveros al lado de vuestra madre, a Blois.

La Vallière no podía caer más bajo; no podía sufrir más de lo que había sufrido.

No cambió de postura, y sus manos estuvieron juntas sobre sus rodillas como las de la divina Magdalena.

—¿Me habéis oído? —dijo Madame.

Un simple calofrío que recorrió todo el cuerpo de La Vallière contestó por ella.

Y, como la víctima no daba otra señal de existencia, Madame salió. Entonces, La Vallière sintió que, a la suspensión de los latidos de su corazón y a la paralización de su sangre, sucedieron paulatinamente pulsaciones más rápidas en las muñecas, en el cuello y en las sienes. Aquellas pulsaciones, aumentándose progresivamente, cambiáronse muy pronto en una fiebre vertiginosa, que le hizo ver en su delirio las sombras de sus amigos en lucha con sus enemigos.

Oía confundirse al mismo tiempo en sus oídos ensordecidos palabras amenazadoras y palabras de amor; no recordaba que fuese ella misma; sentíase como levantada fuera de su primera existencia, en alas de una temible tempestad, y, en el horizonte del camino adonde la empujaba el vértigo, veía levantarse la piedra del sepulcro, mostrándole el interior formidable de la noche eterna.

Pero aquella dolorosa invasión de ensueños concluyó por fin por calmarse, para hacer lugar a la resignación habitual de su carácter. Un rayo de esperanza penetró en su corazón, como un rayo de luz en el calabozo de un desgraciado preso.

Trasladóse con el pensamiento al camino de Fontainebleau; vio al rey a caballo a la portezuela de su carroza, diciéndole que la amaba, pidiéndole su amor, haciéndole jurar y jurando que nunca pasaría una noche de por medio, en cualquier desavenencia, sin que una visita, una carta o una seña viniese a substituir el reposo de la noche a la agitación del día. Era el rey quien había propuesto aquello, el que lo había jurado. Era, pues, imposible que el rey faltase a la promesa que él mismo había exigido, a no ser que el rey fuese un déspota que exigiese el amor como exigía la obediencia, o fuese un indiferente que el primer obstáculo le basta para detenerle en el camino.

El monarca, aquel dulce protector, que con una palabra, con una sola palabra, podía hacer cesar todas sus penas, iba a asociarse a sus perseguidores.

¡Oh! Su cólera podía durar. Ahora que estaba solo, debía sufrir todo lo que sufría ella misma. Pero él no estaba encadenado como ella; podía obrar, moverse, venir; ella, ella no podía hacer más que esperar.

Y ella esperaba con toda su alma, porque creía imposible que el rey no viniera.

Eran apenas las diez y media de la noche. Vendría, o escribiría, o enviaría a decir algunas palabras de consuelo por medio de Saint-Aignan.

Si venía, ¡oh!, cómo se apresuraría a salirle al encuentro! ¡Cómo desecharía aquella delicadeza que encontraba a la sazón mal entendida! ¡Cómo se apresuraría a decirle: «No es que yo no os ame; ellas son las que quieren que no os ame»!

Y entonces, preciso es decirlo, a medida que más reflexionaba, consideraba a Luis menos culpable. En efecto, ignorándolo todo, ¿qué debía pensar de su obstinación en guardar silencio? Siendo, como todo el mundo, sabía, impaciente e irritable por naturaleza, hasta era de extrañar que hubiese conservado tanto tiempo su sangre fría. ¡Oh! Indudablemente, no se habría conducido ella de aquella manera: todo lo habría comprendido y adivinado. Pero ella era una infeliz muchacha, y no un gran rey.

¡Oh! ¡Si llegase a venir…! ¡Cómo le perdonaría todo lo que le había hecho sufrir! ¡Cuánto más le amaría por haber sufrido!

Y con la cabeza extendida hacia la puerta, los labios entreabiertos, aguardaba, ¡Dios le perdone su profana idea!, el beso que los labios del rey destilaban tan suavemente la mañana en que pronunciara la palabra amor. Si Luis no iba, escribiría por lo menos. Ésta era la segunda probabilidad, probabilidad menos grata y menos feliz que la anterior, pero que probaría igual su amor, aunque amor más tímido. ¡Oh! ¡Cómo devoraría ella su carta! ¡Cómo se apresuraría a contestarle! ¡Cómo, después que marchara el mensajero, besaría, releería y estrecharía contra su corazón el bienhadado papel que debía devolverle la tranquilidad, la dicha!

Por último, si el rey no iba; si el rey no escribía, era imposible que no enviara por lo menos a Saint-Aignan, o que el mismo Saint-Aignan no fuese.

A una tercera persona podría decírselo todo, porque no estaría allí la majestad real que le helara la palabra en los labios, y entonces no quedaría la menor duda en el corazón del rey.

Todo en La Vallière, corazón y mirada, espíritu y materia, se consagró a esperar.

Decíase a sí misma que todavía le quedaba una hora de esperanza; que hasta media noche, podía el rey venir, escribir o enviar a alguien; y que transcurrida la medianoche sería cuando tendría que renunciar a toda esperanza.

En cuanto oía algún ruido en el palacio, la pobre joven se creía la causa de él; cuantas personas pasaban por el patio, creía que eran mensajeros enviados por el rey.

Dieron las once, luego las once 3 cuarto; después las once y media. Corrían lentamente los minutos en aquella ansiedad, y, no obstante, todavía huían con demasiada precipitación.

Sonaron los tres cuartos.

¡Las doce, las doce! La última, la suprema esperanza llegaba. Con la última campanada, se extinguió la última luz; con la última luz, la última esperanza.

Así, pues, el rey mismo la había engañado; era el primero en faltar al juramento hecho en el mismo día. ¡Doce horas entre el juramento y el perjurio! No era haber guardado mucho tiempo la ilusión.

Por tanto, el rey, no sólo no amaba, sino que despreciaba a la que todos miraban ya con malos ojos, y la despreciaba hasta abandonarla a la vergüenza de la expulsión, que equivalía a una sentencia ignominiosa y, sin embargo, era él, él, el rey, quien era la causa primera de tal ignominia.

Una amarga sonrisa, único síntoma de cólera que durante aquella larga lucha pasó por el semblante angelical de la víctima, entreabrió sus labios.

En efecto, ¿qué le quedaba en la tierra después del rey? Nada. Sólo Dios en el cielo.

Y pensó en Dios.

—¡Dios mío! —exclamó—. Dictadme lo que tengo que hacer. De vos es de quien espero todo, y de quien debo esperarlo.

Y miró a su crucifijo, cuyos pies besó con amor.

—Tú eres un amo —continuó— que nunca olvidas ni abandonas a los que no te abandonan ni olvidan; tú eres el único a quien debo sacrificarme.

Entonces, si alguno hubiera podido mirar lo que pasaba en aquella habitación, habría podido notar que la pobre desesperada tomaba una postrera resolución, fijaba un plan supremo en su ánimo, subía, en fin, la grande escala de Jacob, que conduce a las almas de la tierra al cielo.

Entonces, también, y como sus rodillas no tuviesen fuerzas para sostenerla, dejóse caer poco a poco sobre la tarima del reclinatorio, pegando su frente al madero de la cruz, y, con la mirada fija y la respiración angustiosa, esperó a que apareciesen en los vidrios los primeros albores de la mañana.

Las dos de la madrugada sorprendiéronle en aquel delirio, o más bien en aquel éxtasis. No se pertenecía ya.

Así que vio descender sobre los tejados del palacio el tinte violado de la mañana y delinear vagamente los contornos del crucifijo de marfil, que tenía abrazado, se levantó con cierta energía, besó los pies del divino mártir, y bajó la escalera de su cámara, envolviéndose la cabeza con un velo.

Llegó al postigo en el momento en que la ronda de mosqueteros abría la puerta para recibir la primera guardia de los suizos.

Entonces, deslizándose detrás de los hombres de la guardia, salió a la calle, antes de que el jefe de la patrulla pensara siquiera en averiguar quién era aquella mujer que tan de mañana abandonaba el palacio.