Capítulo XXIVPrimera discordia

La Vallière entró en la cámara de la reina madre, sin sospechar siquiera que se hubiese tramado en contra suya una conspiración peligrosa. Suponía qué se trataba de cosas del servicio, y nunca se había conducido mal con ella la reina madre en este punto. Por otra parte, no dependiendo inmediatamente de la autoridad de Ana de Austria, sólo podía tener con ésta relaciones oficiosas, a las que le hacían prestarse de buen grado su natural complacencia y la posición de la augusta princesa.

Adelantóse, pues, hacia la reina madre, con aquella sonrisa placentera y dulce que constituía su principal belleza.

Como no se acercara lo bastante, Ana de Austria le hizo seña de que se adelantara hasta su asiento. Entonces entró Madame, y con aire tranquilo sentóse junto a su madre política, tomando la labor principiada por María Teresa.

La Vallière advirtió aquellos preámbulos en vez de la orden que esperaba le diesen, y examinó con curiosidad, si no con inquietud, el rostro de las dos princesas.

Ana reflexionaba.

Madame conservaba una indiferencia afectada, que habría alarmado a personas menos tímidas.

—Señorita —dijo de súbito la reina madre sin tratar de moderar su acento español, cosa que nunca dejaba de hacer, a menos que estuviese encolerizada—, acercaos y hablemos de vos, puesto que todo el mundo habla.

—¿De mí? —exclamó La Vallière palideciendo.

—Haceos la desentendida: ¿ignoráis el duelo del señor Guiche con el señor de Wardes?

—¡Dios mío, señora! Ayer llegó esa noticia a mis oídos —dijo La Vallière juntando sus manos.

—¿Y no lo habíais presentido antes?

—¿De dónde lo había yo de presentir, señora?

—Porque jamás se baten dos hombres sin motivo, y debíais conocer el de la animosidad de esos dos adversarios.

—Lo ignoro por completo, señora.

—Es ya un sistema de defensa muy gastado el de la negativa tenaz, y vos, señorita, que tenéis talento, debéis huir de las trivialidades. Conque a otra cosa.

—¡Dios mío, señora! Vuestra Majestad me asusta con ese aire glacial. ¿Habré tenido la desgracia de incurrir en el desagrado de Vuestra Majestad? Madame echóse a reír. La Vallière la miró con aire estupefacto. Ana replicó:

—¡En mi desagrado…! ¡Incurrir en mi desagrado! No os imaginéis eso, señorita de La Vallière; necesito pensar en las personas para mostrarles mi desagrado. Solamente pienso en vos porque habéis dado que hablar demasiado, y no me gusta que se hable de las doncellas de mi Corte.

—Vuestra Majestad me hace el honor de decírmelo —repuso asustada La Vallière—; pero no comprendo en qué pueden hablar de mí.

—Yo os lo diré. El señor de Guiche ha salido a vuestra defensa.

—¿A mi defensa?

—Sí, por cierto. Eso es de caballero, y las bellas aventureras gustan de que los caballeros enristren la lanza por su causa. Yo, detesto los combates, y por consiguiente aborrezco las aventuras, y… ya podéis comprender lo demás.

La Vallière dobló sus rodillas a los pies dé la reina, la cual le volvió la espalda. Entonces extendió los brazos a Madame, y ésta se le echó a reír.

Un sentimiento de orgullo la levantó.

—Señoras —dijo—, he preguntado cuál es mi crimen; Vuestra Majestad debe decírmelo, y veo que Vuestra Majestad me condena antes de admitirme una justificación.

—¿Oís, señora, qué bellas frases y qué hermosos sentimientos…?

Necesariamente esta joven es una infanta, una de las aspirantes del gran Ciro… un pozo de ternura y de fórmulas heroicas. Bien se ve, querida mía, que alimentáis vuestra imaginación en el comercio de las testas coronadas.

La Vallière se sintió herida en el corazón, y poniéndose más blanca que una azucena, perdió todas sus fuerzas.

—Quería deciros —prosiguió desdeñosamente Ana de Austria— que si continuáis alimentando sentimientos de esa clase, nos humillaréis de tal suerte, que nosotras las mujeres llegaremos a avergonzarnos de figurar a vuestro lado. Sed más sencilla, señorita… Ahora que recuerdo; ¡me han asegurado que estáis prometida!

La Vallière comprimió su corazón desgarrado por un nuevo dolor.

—Contestad cuando os hablan.

—Sí, señora.

—A un gentilhombre.

—Sí, señora.

—¿Qué se llama?

—El señor vizconde de Bragelonne.

—¿Sabéis que es una dicha muy grande para vos, señorita, y que hallándoos sin bienes de fortuna, sin posición… sin grandes atractivos personales, deberíais bendecir a Dios que os procura un porvenir como ése?

La señorita de La Vallière no replicó.

—¿Dónde está el vizconde de Bragelonne? —continuó la reina.

—En Inglaterra —dijo Madame—, adonde no tardará en llegar la noticia de los triunfos de esta señorita.

—¡Oh cielos! —murmuró consternada La Vallière.

—Pues bien, señorita —dijo Ana de Austria—, se hará volver a ese joven, y se os destinará a algún punto con él. Si sois de otra opinión, pues las jóvenes suelen tener ideas extrañas, poned vuestra confianza en mí, que yo os guiaré por buen camino; ya lo he hecho con jóvenes que no valían más.

La Vallière ya no oía. La inflexible reina continuó:

—Os enviaré sola a alguna parte donde podáis reflexionar con madurez. La reflexión domina el ardor de la sangre y devora todas las ilusiones de la juventud. Supongo que me habréis comprendido.

—¡Señora, señora!

—Ni una palabra.

—Señora, soy inocente de todo cuanto Vuestra Majestad pueda suponer. ¡Señora, ved mi desesperación! ¡Amo y respeto tanto a Vuestra Majestad!

—Más valdría que no me respetaseis —dijo la reina con glacial ironía—. Más valdría que no fueseis inocente. ¿Creéis que me contentaría con lo dicho si hubieseis incurrido en falta?

—Pero, señora, ¿no veis que me matáis?

—Basta de comedia, o me encargo yo del desenlace. Volved a vuestro cuarto, y que os aproveche mi lección.

—¡Señora —dijo La Vallière a la duquesa de Orléans, asiéndola las manos—, mediad por mí, vos que sois tan buena!

—¡Yo! —replicó Madame con un gozo insultante—. ¿Yo buena…? ¡Ah, señorita, no creo que lo sintáis así!

Y separó bruscamente la mano de la joven.

Ésta, en vez de doblegarse, como podían esperarlo ambas princesas de su palidez y de sus lágrimas, recobró de pronto su calma y dignidad, y, haciendo una profunda reverencia, salió.

—Y bien —dijo Ana de Austria a Madame—, ¿creéis que vuelva a las andadas?

—Desconfío de los caracteres dulces y sufridos —replicó Madame—. Nada hay con más valor que un corazón paciente, nada hay más seguro de sí que un carácter dulce.

—Yo os aseguro que lo pensará más de una vez antes de mirar al dios Marte.

—Como no sea que se sirva de su escudo —contestó Madame.

Una altiva mirada de la reina madre sirvió de respuesta a aquella objeción, que no carecía de finura, y las dos damas, seguras casi de su victoria, fueron a buscar a María Teresa, que las aguardaba disimulando su impaciencia.

Eran a la sazón las seis y media de la tarde y el rey acababa de tomar la merienda. Aprovechó el tiempo, y terminado el refrigerio y despachados los asuntos, cogió del brazo a Saint-Aignan, y le mandó que le condujese al cuarto de La Vallière.

El cortesano dejó escapar una exclamación.

—¿Qué hay? —dijo el rey—. Es costumbre que se ha de tomar, y para tomar una costumbre, preciso es comenzar alguna vez.

—Pero, señor, el departamento de las doncellas es una linterna: todo el mundo ve quién entra y quién sale. Creo que un pretexto… Este, por ejemplo…

—¿Cuál?

—Si vuestra Majestad quisiera esperar a que Madame volviese a su cuarto…

—¡Nada de pretextos! ¡Nada de esperas! Ya estoy harto de contratiempos y de misterios; no veo en qué puede deshonrarse el rey de Francia por tener relaciones con una joven de talento… Homni soit qui mal y pense!

—Señor, señor, Vuestra Majestad me perdonará un exceso de celo…

—¡Habla!

—¿Y la reina?

—¡Tienes razón! Quiero que la reina sea respetada siempre. Por esta noche iré de todos modos a ver a la señorita de La Vallière, y en lo sucesivo tomaré todos los pretextos que quieras. Mañana ya buscaremos; hoy no hay tiempo.

Saint-Aignan no replicó; bajó la escalera delante del rey y atravesó los patios con una vergüenza que no compensaba el insigne honor de servir de apoyo al rey.

Y eso nacía de que Saint-Aignan, que deseaba conservarse en buen lugar con Madame y las dos reinas, quería al mismo tiempo no disgustar a la señorita de La Vallière; y para hacer tantas cosas, era muy difícil que no tropezase con alguna dificultad.

Ahora bien, las ventanas de la joven reina, las de la reina madre y las de Madame caían al patio de las doncellas. Ser visto acompañando al rey, era romper con tres grandes princesas, con tres mujeres de valimiento inamovible, por el débil atractivo de un efímero valimiento de querida.

Aquel infeliz de Saint-Aignan, que se sentía con tanto valor para proteger a La Vallière, bajo los tresbolillos o en el parque de Fontainebleau, no se sentía ya tan atrevido a la luz primaria; hallaba a aquella joven mil defectos que ardía en deseos de participar al rey.

Pero su suplicio terminó. Atravesaron los patios, y ni una cortina se levantó, ni se abrió ventana alguna. El rey iba de prisa, primero a causa de la impaciencia, y luego a causa de las largas piernas de Saint-Aignan, que iba delante.

Al llegar a la puerta, quiso Saint-Aignan eclipsarse, pero el rey le detuvo.

Era aquélla una delicadeza que el cortesano habría perdonado de buen grado.

Pero no tuvo más remedio que seguir a Luis al cuarto de La Vallière.

Al entrar el monarca, la joven acababa de enjugarse los ojos, y lo hizo con tal precipitación, que él rey lo advirtió. Inquirió como amante interesado, la apremió.

—Nada tengo, señor —dijo ella.

—Al fin y al cabo, llorabais.

—¡Oh, no, señor!

—Mirad, Saint-Aignan, ¿me equivoco?

Saint-Aignan debió contestar, pero se veía muy apurado.

—Tenéis los ojos encarnados, señorita —dijo el rey.

—El polvo del camino, señor.

—No, no; no tenéis ese aire de satisfacción que os hace tan bella y seductora. No me miráis.

—¡Señor!

—¡Qué digo! Rehuís mis miradas.

La joven se volvió, en efecto.

—En nombre del Cielo, ¿qué pasa? —preguntó Luis, cuya sangre hervía.

—Nada, señor, y estoy pronta a demostrar a Vuestra Majestad que mi espíritu está tan libre como podáis desear.

—¡Vuestro espíritu libre, cuando mi presencia os turba de una manera tan visible! ¿Os han lastimado o injuriado?

—No, no, señor.

—¡Oh! ¡Es que sería preciso que yo lo supiese! —exclamó el joven príncipe con ojos que despedían llamas.

—Señor, nadie, me ha injuriado.

—Vamos, pues, recobrad esa apacible alegría o esa encantadora melancolía que tanto me agradaba en vos esta mañana… ¡Vamos! —Bien, señor; bien.

El monarca hirió el suelo con el pie, y dijo:

—¡Es inexplicable un cambio semejante!

Y miró a Saint-Aignan, el cual advertía también la triste languidez de La Vallière y la impaciencia del rey.

Por más ruegos que hizo Luis, por más que trató de combatir aquella fatal disposición de ánimo, la joven estaba anonadada, y el aspecto mismo de la muerte no la habría hecho salir de su entorpecimiento.

El rey vio en aquella negativa un misterio que le contrariaba, y se puso a mirar alrededor suyo con aire receloso.

Justamente había en el cuarto de La Vallière un retrato en miniatura de Athos.

El rey vio aquel retrato, que se asemejaba mucho a Bragelonne por haber sido hecho cuando el conde era joven, y fijó en él miradas amenazadoras.

La Vallière, en el estado de opresión en que se hallaba, y muy distante por otra parte de pensar en aquella pintura, no pudo adivinar la preocupación del rey.

Y, no obstante, éste luchaba con un recuerdo terrible que, más de una vez, se había presentado a su memoria y siempre se había esforzado por apartar.

Recordaba la intimidad de ambos jóvenes desde su infancia. Recordaba los esponsales que iban a ser su consecuencia.

Y recordaba que Athos había venido a pedirle la mano de La Vallière para Raúl.

Figuróse que a su regreso a París, La Vallière había sabido noticias de Londres, y que esas noticias habían contrapesado la influencia que él pudiese haber adquirido sobre ella.

Casi en el mismo instante sintióse picado en las sienes por el tábano cruel de los celos, y volvió a preguntar con amargura.

La Vallière no podía contestar; hubiera tenido que decirlo todo, y acusar a la reina y a Madame.

Aquello era sostener una lucha abierta contra dos princesas poderosas.

Parecíale que no haciendo nada para ocultar al rey lo que pasaba en su interior, debía el rey leer en su corazón a través de su silencio, y que si amaba en verdad, debía comprenderlo y adivinarlo todo.

¿Qué otra cosa es la simpatía sino la llama divina que ilumina el corazón y dispensa a los verdaderos amantes de la palabra?

La Vallière calló, por tanto, contentándose con suspirar, llorar y ocultar su cabeza entre las manos.

Aquellos suspiros y lágrimas, que en un principio habían emocionado y luego asustado a Luis XIV, le irritaban ahora. No podía tolerar la oposición, tanto la de los suspiros y lágrimas como otra cualquiera, y prorrumpió en palabras agrias, apremiantes, incisivas.

Era aquél un nuevo dolor que aumentaba los demás dolores de la joven; pero trató de sacar, de lo que consideraba como una injusticia de parte de su amante, fuerza para resistir, no sólo a los dolores antiguos, sino también al nuevo.

El rey empezó a acusar directamente.

La Vallière no intentó siquiera defenderse; soportó todas las acusaciones sin contestar de otro modo que con un movimiento de cabeza, sin pronunciar más palabras que esta exclamación que el pesar arranca a los corazones hondamente afligidos:

—¡Dios mío, Dios mío!

Pero, en vez de calmar la irritación del monarca, este grito de dolor no hacía mas que aumentarla,, pues veía en él la apelación a un poder superior al suyo, a un ser que podía defender a La Vallière contra él.

Además, se veía secundado por Saint-Aignan. Éste, según hemos dicho, veía aproximarse la tempestad; no conocía el grado de amor que Luis XIV podía experimentar; preveía que la pobre La Vallière tendría que sucumbir necesariamente a los tiros de las tres princesas, y no era bastante caballero para no temer quedar envuelto en su ruina.

Saint-Aignan, por lo tanto, sólo respondía a las interpelaciones del rey con palabras dichas a media voz, y con ademanes marcados que tenían por objeto envenenar las cosas y causar un rompimiento, cuyo resultado debía libertarle del compromiso de atravesar los patios de un modo tan público para acompañar a su digno compañero al cuarto de La Vallière.

Entretanto, el rey se iba exaltando más y más; dio tres pasos para salir, y volvió otra vez.

La joven no había levantado aún su cabeza, aunque el ruido de los pisos le debió advertir que su amante se alejaba.

El rey se detuvo un instante delante de ella con los brazos cruzados.

—Por última vez, señorita —dijo—, ¿queréis hablar? ¿Queréis explicar de algún modo ese cambio, esa veleidad, ese capricho?

—¿Y qué queréis que os diga, Dios mío? —murmuró La Vallière—. Bien veis, señor, que en este momento me encuentro anonadada, y no puedo hacer uso ni de la voluntad, ni del pensamiento, ni de la palabra.

—¿Tan difícil es decir la verdad? En menos palabras de las que habéis pronunciado, hubierais podido haberla dicho.

—Pero, la verdad, ¿sobre qué?

—Sobre todo.

Subió, en efecto, la verdad desde el corazón a los labios de La Vallière. Sus brazos hicieron un movimiento para abrirse; pero su boca, permaneció muda, y aquéllos volvieron a caer inertes. La pobre joven no había sido aún bastante desgraciada para aventurar semejante revelación.

—No sé nada —tartamudeó.

—¡Oh! Esto es ya más que coquetería más que capricho —prorrumpió el rey—: ¡es traición!

Y aquella vez, sin que nada le contuviese sin que los impulsos de su corazón lograsen hacerle volver atrás, lanzóse fuera del cuarto con gesto desesperado.

Saint-Aignan, que no deseaba otra cosa que marcharse, se apresuró a seguirle.

El rey no paró hasta la escalera, y agarrándose a la barandilla.

—¿Ves? —dijo—. He sido indignamente engañado.

—¿En qué, señor? —preguntó el favorito.

—Guiche se ha batido Por el vizconde de Bragelonne. Y ese Bragelonne…

—¿Qué?

—¡Es a quien ella ama! Sin duda alguna, Saint-Aignan, moriría de vergüenza si dentro de tres días me quedase un átomo de ese amor en el corazón.

Y Luis XIV echó a andar otra, vez precipitadamente hacia su cámara.

—¡Ah! Ya se lo tenía yo dicho a Vuestra Majestad —murmure Saint-Aignan, siguiendo a Luis y acechando tímidamente todas las ventanas.

Por desgracia, no sucedió lo mismo a la salida que la entrada. Levantóse una cortina; detrás estaba Madame.

Madame había visto salir al rey del departamento de las camaristas.

Levantóse en cuanto pasó Luis, salió apresuradamente de su habitación, y subió de dos en dos los escalones que conducían a la cámara de donde acababa de salir el rey.