Luego que llegó el rey a París, se fue al Consejo y estuvo trabajando parte del día. La joven reina permaneció en su cuarto con la reina madre, y prorrumpió en amargo llanto después que se despidió del rey.
—¡Ay, madre mía —dijo—, el rey no me ama ya! ¿Qué será de mí, Dios mío?
—Un marido siempre ama a una mujer como vos —respondió Ana de Austria.
—Puede llegar el momento, madre mía, en que ame a otra que no sea yo.
—¿Y a qué llamáis amar?
—¡Oh! ¡A pensar siempre en alguien, y buscar continuamente a esa persona!
—¿Habéis advertido, acaso —dijo Ana de Austria—, que el rey haga eso?
—No, señora —dijo la reina titubeando.
—¡Pues ya lo veis, María!
—Y, no obstante, madre mía, confesad que el rey me abandona.
—El rey, hija mía, pertenece a todo su reino.
—Ésa es la razón por la que no me pertenece ya a mí, y por la que me veré, como se han visto tantas otras reinas, abandonada y olvidada, en tanto que el amor, la gloria y los honores serán para otros. ¡Ay, madre mía, es tan gallardo el rey, y habrá tantas que le amen y se lo digan!
—Extraño es que las mujeres amen a un hombre en el rey. Pero si eso sucediese, lo cual dudo mucho, desead más bien, María, que esas mujeres amen realmente a vuestro marido. En primer lugar, el amor profundo de la querida es un elemento de disolución rápida para el amor del amante; y después, la querida, a fuerza de amar, pierde todo su dominio sobre el amante, de quien no desea el poder ni las riquezas, sino el amor. ¡Desead, por tanto, que el rey no ame, y que su querida ame mucho!
—¡Ay, madre mía, qué poder tan grande el de un amor profundo!
—¿Y afirmáis que estáis abandonada?
—¡Es cierto, es cierto, desvarío! Hay, sin embargo, un suplicio al cual no podría resistir.
—¿Cuál?
—El de una feliz elección, el de que se formasen otras relaciones junto a las nuestras, el de que el rey encontrase una familia en otra mujer. ¡Oh! Si viese que el rey llegaba a tener hijos…; me moriría.
—¡María, María! —replicó la reina madre con una sonrisa, cogiendo la mano de la joven reina—. Tened presente lo que os voy a decir, y recordadlo siempre para vuestro consuelo: el rey no puede tener delfín sin vos, y vos podéis tenerlo sin él.
A estas palabras, que acompañó con una expresiva carcajada, apartóse de su nuera para salir a recibir a Madame, cuya visita había anunciado un paje.
Madame apenas se había tomado el tiempo preciso para cambiarse. Llegaba con una de esas fisonomías agitadas que revelan un plan, cuya ejecución se trae entre manos y cuyo resultado pone en cuidado.
—Venía a saber —dijo— si Vuestras Majestades estaban fatigadas del viajecito.
—No —dijo la reina madre.
—Algo —dijo María Teresa.
—Yo, señoras, por lo que más he sufrido ha sido por ir violenta.
—¡Violenta! ¿Y por qué? —dijo Ana de Austria.
—Por la fatiga que ha debido experimentar el rey con tanto como ha corrido a caballo.
—¡Bah! Eso le sienta bien.
—Y yo misma se lo aconsejé —dijo María Teresa palideciendo.
Madame no contestó nada; únicamente se delineó en sus labios una sonrisa, que sólo era peculiar a ella, y que no pasó al resto de su fisonomía. Luego, mudando de conversación:
—Volvemos a hallar a París —dijo— muy semejante al París que dejamos: siempre intrigas, enredos, coqueterías.
—¡Intrigas! ¿Qué intrigas? —preguntó la reina madre.
—Se habla mucho del señor Fouquet y de la señora de Plessis-Bellière.
—¿Que se ha inscrito en el número diez mil? —repuso la reina madre—. Pero ¿y los enredos, cuáles son?
—Tenemos, al parecer, algunas disensiones con Holanda.
—¿Con qué motivos?
—Monsieur me ha referido esa historia de las medallas.
—¡Ah! —exclamó la joven reina—. ¿Esas medallas acuñadas en Holanda… en que se ve pasar una nube por el sol del rey…? Hacéis mal en llamar a eso enredos; es cosa que no merece la pena de ocuparse de ello; es una injuria.
—Y que el rey despreciará —respondió la reina madre—. Pero ¿qué hablabais de coqueterías? ¿Aludíais quizá a la señora de Olonne?
—No, no; hay que buscar más cerca de nosotras.
—En nuestra casa —murmuró en español la reina madre al oído de su nuera, sin mover los labios.
Madame nada oyó, y prosiguió:
—¿Sabéis la infausta noticia?
—¡Oh, sí! La herida del señor de Guiche.
—¿Y la atribuís, como todo el mundo, a un accidente de caza?
—Ciertamente —dijeron las dos reinas excitado ya su interés. Madame se acercó.
—Un duelo —dijo por lo bajo.
—¡Ah! —exclamó gravemente Ana de Austria, a quien le sonaba mal la palabra duelo, proscrita en Francia desde que reinaba en ella.
—Un deplorable duelo, que ha estado a punto de privar a Monsieur de dos de sus mejores amigos, y al rey de dos buenos servidores.
—¿Y por qué ha sido ese duelo? —dijo la reina animada por un secreto instinto.
—Coqueterías —repitió victoriosamente Madame—. Esos señores pusiéronse a disertar sobre la virtud de cierta dama: al uno le parecía que Palas era poca cosa al lado de ella; el otro sostenía que esa dama imitaba a Venus festejando a Marte; y a fe mía que los dos caballeros han peleado como Héctor y Aquiles.
—¿Venus cortejando a Marte? —dijo para sí la joven reina, sin atreverse a profundizar la alegoría.
—¿Quién es esa dama? —inquirió claramente Ana de Austria—. Me parece que habéis dicho que es una camarista.
—¿He dicho eso? —preguntó Madame.
—Sí. Y hasta creo que os la he oído nombrar.
—¿Sabéis que una mujer de esa especie es funesta en una casa real?
—¿Es la señorita de La Vallière? —preguntó la reina madre.
—Dios mío, sí, esa feílla.
—Yo creía que estaba prometida a un gentilhombre que no es ni el señor de Guiche ni el señor de Wardes.
—Es posible, señora.
La reina joven cogió un cañamazo que se puso a deshilachar con afectada tranquilidad que desmentía el temblor de sus dedos.
—¿Qué decís de Venus y de Marte? —continuó la reina madre—. ¿Hay quizá algún Marte de por medio?
—De eso se alaba ella.
—¿Afirmáis que se precia de ello?
—Esa ha sido da causa del combate.
—Y el señor de Guiche, ¿ha sostenido da causa de Marte?
—Sí, por cierto, como buen servidor.
—¡Como buen servidor! —murmuró da joven reina olvidando toda reserva para dejar traslucir sus celos—. ¿Servidor de quién?
—No pudiendo Marte —contestó Madame— ser defendido sino a expensas de esa Venus, el señor de Guiche ha sostenido da inocencia completa de Marte, afirmando que Venus era da que se preciaba de ello.
—Y el señor de Wardes —dijo Ana de Austria—, ¿propagaba da voz de que Venus tenía razón?
«¡Ah, Wardes! —pensó Madame—, cara os va a costar da herida que habéis hecho al más noble de dos hombres».
Y empezó a acusar a Wardes con todo el encarnizamiento que pudo, pagando así da deuda del herido y da suya, con da certeza de que labraba para do sucesivo da ruina de su enemigo. Tanto dijo, que si Manicamp hubiera estado allí, habría sentido haber servido tan bien a su amigo, puesto que de ahí iba a provenir la ruina de aquel desgraciado enemigo.
—En todo eso —dijo Ana de Austria—, no veo más que un mal, y es La Vallière.
La reina joven volvió a continuar su labor con frialdad absoluta. Madame escuchó.
—¿No es ésa vuestra opinión? —de preguntó Ana de Austria—. ¿No será ella da causa de esa disputa y del combate?
Madame contestó con un gesto que no era afirmativo ni negativo.
—No comprendo entonces muy bien do que habéis dicho relativo ad peligro de da coquetería —replicó Ana de Austria.
—Es certísimo —se apresuró a decir Madame— que si da joven no hubiese sido coqueta, Marte no habría reparado en ella.
La palabra Marte hizo que se tiñeran de fugitivo rubor das mejillas de da joven reina; pero no por eso dejó de continuar su obra comenzada.
—No quiero que en mi Corte se arme así a los hombres unos contra otros —dijo con da mayor calma Ana de Austria—. Esas costumbres pudieron tal vez ser útiles en tiempos en que da nobleza, dividida, no tenía otro lazo común que el de da galantería. Entonces, las mujeres, que eran das únicas que reinaban, tenían el privilegio de estimular el valor de dos caballeros con frecuentes pruebas. Mas hoy, a Dios gracias, no hay más que un solo amo en Francia. A ese amo se de debe el concurso de toda fuerza y de todo pensamiento. Nunca toleraré que a mi hijo se de arrebate uno solo de sus servidores.
Volviéndose entonces a da joven reina.
—¿Qué haremos con esa La Vallière? —preguntó.
—¿La Vallière? —dijo da reina aparentando sorpresa—. No conozco ese nombre.
Y aquella respuesta fue acompañada con una de esas sonrisas frías que sólo se ven en das bocas reales.
Madame era toda una gran princesa, grande por el talento, el nacimiento y el orgullo; no obstante, se sintió abrumada por el peso de aquella réplica, y tuvo que esperar algunos instantes para reponerse.
—Es una de mis camaristas —repuso haciendo un saludo.
—Entonces —objetó María Teresa en el mismo tono—, es asunto vuestro, hermana mía… no nuestro.
—Perdón —prosiguió Ana de Austria—, es asunto mío; y comprendo perfectamente —añadió, dirigiendo a Madame una mirada de inteligencia— por qué me ha dicho Madame do que me acaba de decir.
—Cuanto procede de vos —dijo da princesa—, sale de da boca de da Providencia.
—Al enviar a esa joven a su país —dijo María Teresa con dulzura—, se de podrá señalar una pensión.
—Sobre mis fondos —exclamó vivamente Madame.
—No, no, señora —interrumpió Ana de Austria—; nada de ruido. Ad rey no de es grato que se dé margen a que hablen mal de das damas. Es preciso que todo esto quede en la familia.
—Señora, espero que tengáis da amabilidad de enviarme aquí a esa joven.
—Vos, hija mía, hacedme el favor de volver por un momento a vuestro cuarto.
Las súplicas de da reina madre eran órdenes. María Teresa se levantó para irse a su cuarto, y Madame para llamar a La Vallière por medio de un paje.