Al día siguiente, el señalado para la marcha, el rey, a las once sonadas, descendió, con las reinas y Madame, por la escalera principal para ir a tomar su carroza tirada por seis caballos piafantes al pie de la escalera.
Toda la Corte aguardaba en la Fer-à-Cheval en traje de viaje, y aquella multitud de caballos ensillados, de carrozas enganchadas, de hombres y mujeres rodeados de sus oficiales, de sus criados y de sus pajes, ofrecía un brillante espectáculo.
El rey subió a su carroza con las dos reinas.
Madame hizo lo propio con Monsieur.
Las camaristas siguieron el ejemplo, y tomaron asiento, dos a dos, en los carruajes que les estaban destinados.
La carroza del rey iba delante; después seguía la de Madame, y detrás las otras, según la etiqueta.
El tiempo estaba caluroso; un ligero soplo de viento, que por la mañana hubiérase podido creer bastante fuerte para refrescar la atmósfera, fue abrasado muy pronto por el sol, oculto tras de las nubes, y sólo se infiltraba ya a través de aquel cálido vapor que emanaba del suelo, como un viento abrasador que levantaba un polvo fino y azotaba el rostro de los viajeros, ansiosos por llegar.
Madame fue la primera que se quejó del calor.
Monsieur le contestó recostándose en la carroza como quien está a punto de desmayarse, y se inundó de esencias y aguas de olor, exhalando suspiros profundos.
Entonces Madame le dijo, con su mejor talante:
—En verdad, señor, creía que hubieseis sido bastante galante, atendiendo al calor que hace, para dejarme mi carroza a mí sola y hacer el viaje a caballo.
—¡A caballo! —gritó el príncipe con acento de espanto, que manifestó cuan lejos se hallaba de acceder a tan extraño proyecto—. ¡A caballo! ¿Pues no comprendéis, señora, que todo mi cutis se desprendería a pedazos al contacto de ese viento de fuego?
Madame se echó a reír.
—Podéis llevar mi quitasol —dijo.
—¿Y la molestia de llevarlo? —contestó Monsieur con la mayor sangre fría—. Además que no tengo caballo.
—¡Cómo! ¿No tenéis caballo? —replicó la princesa, la cual, ya que no lograba quedar aislada, quiso, por lo menos, llevar adelante su terquedad—. ¿No tenéis caballo? Estáis en un error, pues desde aquí estoy viendo vuestro bayo favorito.
—¿Mi caballo bayo? —exclamó el príncipe procurando hacer hacia la portezuela un movimiento que le causo tanta incomodidad, que sólo pudo hacerlo a medias, apresurándose a recobrar su anterior inmovilidad.
—Sí —dijo Madame—, vuestro caballo conducido de la mano por el señor de Malicorne.
—¡Pobre animal! —repuso el príncipe—. ¡Cuánto calor sentirá!
Y, al decir estas palabras, cerró los ojos, como un moribundo que expira.
Madame, por su parte, se recostó perezosamente en el otro rincón del carruaje, y cerró también los ojos, no para dormir, sino para pensar a su gusto.
Entretanto, el rey, sentado en la delantera del carruaje, cuyo testero había cedido a las dos reinas, experimentaba esa viva contrariedad de los amantes inquietos, que desean continuamente la vista del objeto amado, sin saciar nunca esa sed ardiente, y se alejan después medio contentos, sin echar de ver que lo que han hecho ha sido avivar más su sed.
El rey, que, como hemos dicho, iba delante, no podía ver desde su asiento las carrozas de las camaristas, que iban las últimas.
Tenía, además, que contestar a las íntimas interpretaciones de la joven reina, quien, feliz con poseer a su caro marido, como decía, olvidando la etiqueta real, le prodigaba los cuidados y atenciones más cariñosos, por miedo de que vinieran a llevárselo, o le ocurriese la idea de dejarla.
Ana de Austria, que no se ocupaba ya a la sazón de otra cosa que de los dolores sordos que de vez en cuando sentía en su seno, mostraba buen semblante; y, aunque adivinaba la impaciencia del rey, se complacía en prolongar su suplicio con mil salidas inesperadas en los momentos en que Su Majestad, entregado a sí mismo, principiaba a acariciar sus secretos amores.
Las solícitas atenciones de la reina y la terquedad de Ana de Austria, concluyeron por hacérsele insoportables al rey, que no sabía dominar los impulsos de su corazón.
De modo que primero se quejó del calor, abriéndose de este modo el camino para formular otras quejas.
Hízolo, no obstante con gran habilidad para que María Teresa no adivinase su intención.
Tomando al pie de la letra lo, que decía el rey, se puso a abanicar a Luis con sus plumas de avestruz.
Pero, pasado el calor, se quejó el rey de calambres en las piernas, y, como a la sazón parase la carroza para cambiar de tiro:
—¿Queréis que baje con vos? —preguntó la reina—. También tengo yo las piernas entumecidas. Iremos un rato a pie, y después que nos alcancen las carrozas, volveremos a ocupar nuestros asientos.
El rey frunció el ceño; ruda prueba es la que hace sufrir a un esposo infiel la mujer celosa, que, a pesar de sus celos, se muestra con bastante fortaleza para no dar a pretexto a la cólera.
Sin embargo, el rey no podía negarse a ello; así fue que baló, ofreció el brazo a la reina, y caminó largo trecho con ella, mientras que cambiaban los caballos.
Conforme iba andando, dirigía miradas envidiosas a los cortesanos que tenían la fortuna de hacer el viaje a caballo.
La reina no tardó en conocer que el paseo a pie disgustaba tanto al rey como el viaje en carruaje. Por tanto, le invitó a volver a él otra vez.
El rey la condujo hasta el estribo, pero no subió con ella; se hizo tres pasos atrás, y trató de reconocer en la fila de carruajes el que tanto le interesaba.
A la portezuela del sexto, aparecía la blanca figura de La Vallière.
Como el rey, inmóvil en su sitio, permaneciera absorto en sus pensamientos, sin echar de ver que todo estaba dispuesto y no se esperaba más que a él, oyó a tres pasos de distancia una voz que le interpelaba con gran respeto. Era el señor de Malicorne, en traje completo de escudero, llevando bajo su brazo izquierdo las bridas de dos caballos.
—¿Ha pedido Vuestra Majestad un caballo? —preguntó.
—¡Un caballo! ¿Lleváis acaso algún caballo mío? —preguntó el rey, procurando reconocer a aquel gentilhombre, cuyo semblante no le era todavía familiar.
—Señor —respondió Malicorne—, tengo por lo menos un caballo a disposición de Vuestra Majestad.
Y Malicorne señaló el caballo bayo de Monsieur, de que había hablado Madame. El animal estaba perfectamente enjaezado.
—Ese caballo no es mío, señor —dijo el rey.
—Es de las caballerizas de Su Alteza Real; pero su Alteza, Real no monta jamás a caballo cuando hace tanto calor.
El rey no respondió nada, pero se acercó vivamente a aquel caballo que removía la tierra con sus pies.
Malicorne hizo un movimiento, para tenerle el estribo; pero, cuando quiso recordar, ya estaba montado.
Vuelto a la alegría por aquella buena suerte, el rey corrió todo sonriente a la carroza de las reinas que le esperaban, y a pesar del aire desconcertado de María Teresa:
—Como veis —dijo—, he hallado este caballo y deseo aprovechar la ocasión. En la carroza el calor me asfixiaba. Así, pues, hasta luego, señoras.
E, inclinándose graciosamente sobre el bien formado cuello del corcel, desapareció al momento.
Ana de Austria se asomó para seguirle con la vista. No anduvo mucho el rey, pues al llegar a la sexta carroza hizo acortar el paso a su caballo, y quitóse el sombrero.
Saludaba a La Vallière, la cual al verle lanzó un gritito de sorpresa, ruborizándose al mismo tiempo de satisfacción.
Montalais, que ocupaba el otro rincón de la carroza, hizo al rey un profundo saludo.
Luego, como mujer de talento, fingió que el paisaje le llamaba la atención y se retiró al rincón de la izquierda.
La conversación del rey y de La Vallière empezó, como todas las conversaciones de amantes, con miradas expresivas y con palabras al principio vacías de sentido.
El rey manifestó que tenía tanto calor en la carroza, que el haberse encontrado con aquel caballo le parecía un beneficio celestial.
Y el bienhechor —añadió— debe de ser hombre de mucha inteligencia, porque me ha adivinado. Sólo me resta saber quién es el gentilhombre que ha servido con tanta habilidad a su rey, libertándole del profundo fastidio que le abrumaba.
Durante el coloquio, Montalais, que desde las primeras palabras había puesto gran atención, se fue acercando de manera que al concluir el rey su última frase se encontraba su mirada con la suya.
De ahí resultó que, como el rey miraba tanto a ella como a La Vallière al preguntar, pudo creer Montalais que era ella la preguntada, y que, por consiguiente, podía responder.
Así fue que contestó:
—Señor, el caballo que monta Vuestra Majestad es uno de los caballos de Monsieur que llevaba de la mano uno de los gentiles hombres de Su Alteza Real.
—¿Y cómo se llama ese gentilhombre, señorita?
—Señor de Malicorne.
El nombre causó su efecto ordinario.
—¿Malicorne? —repetía el rey sonriendo.
—Sí, señor —replicó Aura—. Mirad, es ese caballero que galopa a mi izquierda.
Y señalaba, en efecto, a nuestro Malicorne, el cual, con aire hipócrita, galopaba al lado de la portezuela izquierda, y aunque comprendió que se hablaba de él en aquel momento, no se movió de su silla, como si fuese sordo y mudo.
—Sí, ése es el caballero —dijo el rey—; recuerdo su fisonomía, y me acordaré de su nombre.
Y el rey miró tiernamente a La Vallière. Aura nada tenía ya que hacer. Había dejado caer el nombre de Malicorne; el terreno era bueno; ahora no había más que dejar que el nombre brotara, y que el suceso causara sus frutos.
En consecuencia, volvió a acomodarse en su rincón, con el derecho de hacer al señor de Malicorne todas las señas cariñosas que se le antojase, va que el señor de Malicorne había tenido la dicha de agradar al rey. Como es de suponer, Montalais no las escaseó. Y Malicorne, con su fino oído y su mirada astuta, recogió las palabras:
—Todo va bien.
Estas palabras fueron acompañadas de una pantomima muy semejante a un beso.
—¡Ay, señorita! —dijo al fin el rey—. Pronto cesará la libertad del campo; vuestro servicio a Madame será más riguroso, y no nos volveremos a ver.
—Vuestra Majestad ama demasiado a Madame —contestó Luisa—, para que no vaya a verla con frecuencia, y cuando Vuestra Majestad atraviese la cámara…
—¡Ah! —dijo el rey con voz tierna, que bajaba por grados—. Divisarse no es verse, y, sin embargo, parece que eso es bastante para vos.
Luisa no respondió; pero ahogó un suspiro que quiso salírsele del pecho.
—Gran dominio tenéis sobre vos —dijo el rey.
La Vallière sonrió con melancolía.
—Emplead esa energía en amar —continuó él—, y bendeciré a Dios por habérosla dado.
La Vallière guardó silencio, pero dirigió al rey una mirada llena de amor.
Entonces Luis, como si se sintiera abrasado por aquella ardiente mirada, se pasó In mano por la frente, y oprimiendo su corcel con las rodillas, le hizo adelantar algunos pasos.
Ella, recostada hacia atrás, con los ojos medio cerrados, cobijaba con su mirada a aquel gallardo jinete, cuyas plumas ondeaban al viento.
Agradábanle en extremo sus brazos arqueados con gracia; su pierna, fina y nerviosa, apretando los flancos del caballo, y aquel delicado corte del perfil, delineado por hermosos cabellos ensortijados, que se levantaban a veces para descubrir una oreja rosada y encantadora.
En una palabra, la pobre niña amaba, y se embriagaba con su amor.
Un instante después, el rey volvió al lado de ella.
—¡Ay! —exclamó—. ¿No veis que vuestro silencio me atraviesa el corazón? ¡Oh señorita! ¡Qué inflexible debéis ser cuando os resolvéis a un rompimiento! Y luego os creo mudable… En fin, en fin, temo este amor profundo que me habéis hecho concebir.
—¡Oh señor! Os equivocáis —dijo La Vallière—; cuando yo ame, será para toda la vida.
—¡Cuando améis! —exclamó el rey con dolor—. ¿De modo que no amáis?
La Vallière se tapó la cara con las manos.
—¿Lo veis? —dijo el rey—. ¿Veis cómo tengo razón en acusaros? ¿Veis cómo sois mudable, caprichosa y quizá coqueta? ¿Lo veis? ¡Oh! ¡Dios mío, Dios mío!
—¡Oh, no! —dijo La Vallière—. Tranquilizaos, señor. ¡No, no! —Pues prometedme que seréis siempre la misma para mí.
—¡Oh! Siempre, señor.
—Que no tendréis conmigo esas crueldades que destrozan el corazón, ni esas mudanzas que me darían la muerte.
—¡Oh! ¡No, no!
—Pues bien, oíd: me gustan las promesas, me gusta poner bajo la garantía del juramento, es decir, bajo la salvaguardia de Dios, todo lo que interesa a mi corazón y a mi amor. Prometedme, o mejor, juradme que si, en esta vida que vamos a principiar, vida toda de sacrificios, de misterios, de dolores, vida toda de contratiempos y de sinsabores; juradme que si nos hemos engañado, si no nos hemos comprendido, si nos hemos hecho algún agravio, que en amor es un crimen, juradme, Luisa…
La joven tembló hasta el fondo del alma; era aquella la vez primera que oía pronunciar así su nombre a su regio amante.
Luis, quitándose su guante, extendió la mano hasta la carroza.
—Juradme —continuó—, que en todas nuestras desavenencias, si estamos lejos uno de otro, jamás dejaremos pasar una noche de por medio sin que una visita, o por lo menos algún mensaje del uno lleve al otro el consuelo y la tranquilidad.
La Vallière cogió con sus dos manos frías la mano abrasadora de su amante, y la oprimió dulcemente, hasta que un movimiento del caballo, asustado por la rotación y la proximidad de la rueda, arrancóla aquella felicidad.
La joven había jurado.
—Volved, señor —dijo—, volved al lado de las reinas; presiento allá una tormenta que amenaza a mi corazón.
Luis obedeció, y, saludando a la señorita de Montalais, marchó a galope a fin de alcanzar la carroza de las reinas.
Al pasar vio a Monsieur que dormía.
Madame no dormía, no. A su paso, dijo al rey:
—¡Qué buen caballo, señor! ¿No es el de Monsieur?
En cuanto a la reina joven, no dijo más que estas palabras:
—¿Estáis mejor, mi amado señor?