Capítulo XXIEl señor Malicorne, archivero del reino de Francia

Dos mujeres, envueltas en mantos y con la cara velada por una media careta de terciopelo negro, seguían tímidamente los pasos de Manicamp.

En el piso principal, detrás de las cortinas de damasco encarnado, brillaba la suave luz de una lámpara puesta sobre un aparador.

Al otro extremo del mismo cuarto, en un lecho de columnas salomónicas, cerrado por cortinas iguales a las que amortiguaban el fuego de la lámpara, descansaba Guiche con la cabeza reclinada sobre dos almohadas, y los ojos anegados en espesa niebla. Largos cabellos negros, ensortijados, esparcidos por la almohada, adornaban con su desorden las sienes pálidas del joven.

Notábase enseguida que la fiebre era la huésped principal de aquella habitación.

Guiche soñaba. Su espíritu seguía, a través de las tinieblas, uno de esos ensueños del delirio que el cielo envía por el camino de la muerte a los que van a caer en el universo de la eternidad.

En el suelo veíanse dos o tres manchas de sangre líquida aún. Manicamp subió los escalones con precipitación; pero al llegar al umbral se detuvo, empujó suavemente la puerta, introdujo la cabeza en la habitación, y, viendo que todo estaba tranquilo, se acercó de puntillas al gran sillón de cuero, muestra mobiliaria del reinado de Enrique IV. Se acercó a la enfermera, que, como es natural, estaba dormida, la despertó, y le rogó que pasase al cuarto inmediato.

Después, de pie junto a la cama, se puso a reflexionar si convendría despertar a Guiche para hacerle saber la buena nueva que le traía.

Pero, como detrás de la cortina de la puerta, oyera el sedoso crujir de unos vestidos y la respiración angustiosa de sus dos compañeras de camino, y como viera ya levantarse impaciente la cortina de aquella puerta, se escurrió a lo largo de la cama, y siguió a la enfermera a la habitación contigua.

Entonces, en el momento mismo en que desaparecía, levantóse la colgadura y entraron las mujeres en la habitación que Manicamp acababa de dejar.

La que entró primero hizo a su compañera un ademán imperioso que la clavó en un escabel al lado de la puerta.

Enseguida se adelantó resueltamente hacia el lecho, descorrió las cortinas y recogió sus pliegues flotantes detrás de la cabecera.

Entonces vio el rostro pálido del conde y su mano envuelta en un lienzo blanquísimo, que se deslizaba sobre la colcha de sombrío ramaje que cubría una parte del lecho. Viendo una gota de sangre que iba ensanchándose sobre aquel lienzo, se estremeció.

El blanco pecho del joven estaba descubierto, como si el fresco de la noche debiese facilitar su respiración. Una venda sujetaba el apósito a la herida, alrededor de la cual se extendía un círculo azulado de sangre extravasada.

Un suspiro profundo brotó de la boca de la joven. Apoyóse sobre la columna del lecho, y contempló por los agujeros de su careta aquel doloroso espectáculo.

Un hálito ronco y angustioso pasaba como el hipo de la muerte por los dientes apretados del desgraciado conde.

La dama enmascarada cogió la mano izquierda del herido.

Aquella mano quemaba como el carbón ardiendo.

Pero, en el momento de posarse encima la mano helada de la dama, la acción de aquel frío fue tal, que Guiche abrió los ojos y se esforzó por volver a la vida animando su mirada.

Lo primero que vio fue el fantasma inmóvil delante de la columna de su cama.

A aquella vista dilatáronse sus pupilas, pero sin que la inteligencia encendiese en él todavía su pura llama.

La dama hizo una seña a su compañera, que se había quedado al lado de la puerta. Sin duda, tenía ésta aprendida su lección, pues con voz clara y sin titubear en lo más mínimo, pronunció estas palabras:

—Señor conde, Su Alteza Real Madame desea enterarse de cómo van vuestras heridas, y manifestaros por mi boca lo mucho que siente veros padecer.

Al oír Guiche la palabra Madame hizo un movimiento. Aún no había advertido a la persona a quien pertenecía aquella voz.

Volvióse, pues, hacia el punto de donde salía dicha voz, y, como la mano helada no le había abandonado todavía, empezó a contemplar aquel fantasma inmóvil.

—¿Sois vos la que me habláis, señora —preguntó con voz débil—, o hay con vos alguna otra persona en el cuarto? —respondió el fantasma con voz casi ininteligible, bajando la cabeza.

—¡Gracias! —murmuró el herido haciendo un esfuerzo—. Decid a Madame que no siento ya morir, puesto que ha tenido la bondad de acordarse de mí.

Al oír la palabra morir, pronunciada por un agonizante, la dama enmascarada no pudo contener las lágrimas, que corrieron bajo su antifaz y aparecieron sobre las mejillas donde la careta dejaba de ocultarlas.

Si Guiche se hubiera hallado en el uso de sus sentidos, habríalas visto rodar como brillantes perlas y caer sobre su cama.

La dama, olvidando que llevaba antifaz, se llevó la mano a los ojos para enjugarlos, y, tropezando su mano con el terciopelo suave y frío, se lo arrancó con enojo y lo tiró al suelo.

A aquella aparición inesperada, que parecía salir de una nube, Guiche lanzó un grito y tendió los brazos.

Mas toda palabra expiró en sus labios, como toda fuerza en sus venas.

Su mano derecha, que había seguido el impulso de la voluntad sin calcular su grado de energía, volvió a caer sobre la cama, y al punto aquel blanco lienzo, enrojecióse con una mancha más extensa.

Y durante aquel tiempo, los ojos del joven se abrían y se cerraban, como si hubiesen comenzado a luchar con el ángel inflexible de la muerte.

Luego, tras de algunos movimientos sin voluntad, su cabeza quedó inmóvil sobre la almohada. De pálida que estaba, se había vuelto lívida.

La dama tuvo miedo; pero aquella vez, contra lo que ordinariamente acontece, el miedo fue para ella un atractivo.

Se inclinó hacia el joven, devorando con su aliento aquel rostro frío y descolorido, que casi llegó a tocar, y depositó un rápido beso en la mano izquierda de Guiche, quien, sacudido como por una descarga eléctrica, se despertó por segunda vez, abrió sus ojos sin pensamiento, y volvió a caer en profundo desvanecimiento.

—Vámonos —dijo la dama a su compañera—, pues si estamos aquí más tiempo, me temo que voy a cometer alguna locura.

—¡Señora, señora! Vuestra Alteza olvida el antifaz —dijo la vigilante compañera.

—Recogedlo —le dijo su ama deslizándose veloz por la escalera. Y como la puerta de la calle había quedado entreabierta, los dos ligeros pájaros pasaron por aquella abertura y en una carrera se pusieron en palacio.

Una de las damas subió hasta las habitaciones de Madame, donde desapareció.

La otra entró en el departamento de las camaristas, o sea, en el entresuelo.

Cuando llegó a su habitación se sentó delante de una mesa, y, sin tomarse tiempo para respirar, se puso a escribir el siguiente billete:

Esta noche ha ido Madame a visitar al señor de Guiche.

Por este lado todo va maravillosamente.

Cuidad de que suceda lo mismo por el vuestro, y, sobre todo, quemad este papel.

Luego dobló la carta en forma prolongada, y saliendo de su cuarto con precaución atravesó un corredor que conducía al departamento de los gentileshombres de Monsieur.

Allí detúvose delante de una puerta, por bajo de la cual deslizó el papel, después de dar dos golpecitos con la mano. Enseguida se marchó.

Cuando volvió a su habitación hizo desaparecer todo rastro de su salida y del billete escrito.

En medio de las investigaciones a que se entregaba con el objeto que dejamos indicado, vio en la mesa el antifaz de Madame, que se había traído según las órdenes de su ama, pero que se le olvidó entregar.

—¡Oh! —dijo—. No olvidemos hacer mañana lo que olvidé hacer hoy.

Cogió el antifaz por la mejilla de terciopelo, y, sintiendo húmedo su dedo, fue a ver lo que era.

El dedo no sólo estaba húmedo, sino rojo. El antifaz había caído en una de las manchas de sangre que, como hemos dicho, había esparcidas por el suelo, y del exterior negro que por casualidad había tocado la sangre pasó a lo interior, manchando la batista blanca.

—¡Oh, oh! —exclamó Montalais, pues nuestros lectores la habrán reconocido sin duda en todos esos manejos que hemos descrito—. ¡Oh, oh! No le devolveré el antifaz, pues éste es ya un objeto demasiado precioso.

Y levantándose luego, se acercó a un cofrecillo de arce que contenía diferentes objetos de tocador.

—No, aquí no —dijo—; semejante depósito, no es de los que se abandonan a la ventura.

Luego, tras un momento de silencio, y con la sonrisa que le era peculiar:

—Bella máscara teñida con la sangre de ese valiente caballero —añadió Montalais—, irás a reunirte en el almacén de las maravillas con las cartas de La Vallière, con las de Raúl, con toda esa amorosa colección que formará la historia de Francia y la historia de la Corona. Irás a poder del señor Malicorne —añadió riendo la loquilla, mientras principiaba a desnudarse—, de ese digno Malicorne —continuó, soplando la bujía—, que cree no ser mas que mayordomo de sala de Monseñor, y a quien le hago yo archivero e historiógrafo de la casa de Borbón y de las mejores casas del reino. ¡Que se queje todavía ese avinagrado de Malicorne!

Y corriendo sus cortinas, durmióse.