Salía Manicamp de la habitación del rey muy gozoso de haber salido tan bien de su apuro, cuando al llegar al pie de la escalera y al pasar por delante de una puerta, advirtió que le tiraban de una manga.
Volvióse y reconoció a Montalais, que le aguardaba y que con voz misteriosa y el cuerpo inclinado hacia adelante, le dijo:
—Señor, haced el favor de venir pronto.
—¿Y adónde, señorita? —preguntó Manicamp.
—Un verdadero caballero no me habría hecho tal pregunta, sino que me habría seguido sin necesidad de explicación alguna.
—Pues bien, señorita —repuso Manicamp—, estoy resuelto a conducirme como un verdadero caballero.
—Ya es tarde, y habéis perdido todo el mérito. Vamos al aposento de Madame; venid.
—¡Ah, ah! —dijo Manicamp—. Vamos al aposento de Madame.
Y siguió a Montalais, que corría delante, ligera como Galatea.
«Lo que es ahora —decíase Manicamp conforme seguía a Montalais—, no creo que sean del caso las historias de caza. Veremos, no obstante; y si fuese necesario… ¡Oh! Si fuese preciso, ya hallaremos otra cosa».
Montalais no aflojaba el paso. «¡Qué cosa tan molesta es tener necesidad al mismo tiempo de la imaginación y de las piernas!», pensó Manicamp.
Llegaron al fin.
Madame había terminado su tocado de noche; estaba en elegante traje de casa, pero ya se comprenderá que aquel tocado lo había hecho antes de sufrir las emociones que a la sazón la agitaban.
La princesa esperaba con visible impaciencia.
Así fue que Montalais y Manicamp la encontraron de pie junto a la puerta.
Al ruido de sus pasos salió Madame al encuentro.
—¡Ah! —exclamó—. ¡Al fin!
—Aquí está el señor de Manicamp —dijo Montalais. Manicamp inclinóse respetuosamente.
Madame hizo seña a Montalais de que se retirase. La joven obedeció.
La princesa la siguió con la vista en silencio hasta que cerró tras ella la puerta, y, volviéndose luego a Manicamp:
—¿Qué es eso que me han dicho, señor de Manicamp? ¿Hay algún herido en palacio?
—Sí, señora, desgraciadamente… El señor de Guiche.
—Sí, el señor de Guiche —repitió la princesa—; lo había oído decir, pero no afirmar. ¿De modo que ha sido realmente al señor de Guiche a quien le ha sucedido esa desgracia?
—Al mismo en persona, señora.
—¿Sabéis, señor de Manicamp —dijo vivamente la princesa—, que los duelos le son antipáticos al rey?
—Sí que lo sé, señora; pero no creo que tengan nada que ver los duelos con una fiera.
—¡Oh! Creo que no me haréis el agravio de creer que dé crédito a esa absurda fábula, esparcida con no sé qué objeto, de haber sido herido el señor de Guiche por un jabalí. No, no, caballero; la verdad se sabe, y en este momento el señor de Guiche, sobre el disgusto de verse herido, corre el riesgo de perder la libertad.
—¡Ay, señora! —exclamó Manicamp—. Bien lo sé; ¡pero qué se le ha de hacer!
—¿Habéis visto a Su Majestad?
—Sí, señora.
—¿Y qué le habéis dicho?
—Le he dicho que el señor de Guiche fue al acecho; que salió un jabalí del bosque Rochin; que el señor de Guiche le disparó un tiro, y que, finalmente, el animal, furioso, se volvió contra él, le mató el caballo y le hirió a él mismo gravemente.
—¿Y el rey ha creído todo eso?
—Enteramente.
—¡Me dejáis muy sorprendida, señor de Manicamp!
Y madame comenzó a pasearse a lo largo de la habitación, echando de vez en cuando una mirada investigadora a Manicamp, el cual estaba impasible y sin moverse en el sitio que había elegido al entrar. Al fin se detuvo.
—No obstante —dijo—, aquí todos están unánimes en dar otra causa a esa herida.
—¿Qué causa, señora…? Si no es indiscreto hacer esta pregunta a Vuestra Alteza.
—¿Eso preguntáis, siendo vos el amigo íntimo y el confidente del señor de Guiche?
—¡Oh señora! Amigo íntimo, sí; confidente, no. Guiche es uno de esos hombres que pueden tener secretos, y todavía podré añadir que los tienen, pero que no los dicen. Guiche es discreto, señora.
—Pues bien, esos secretos que el señor de Guiche guarda para sí, seré yo la que tenga el placer de descubríroslos —dijo la princesa con despecho—, porque, en verdad, podría el rey interrogaros por segunda vez, y si le hacíais el mismo relato, podría no quedar muy satisfecho.
—Creo que Vuestra Alteza está en un error. Puedo juraros que Su Majestad ha quedado muy satisfecho de mí.
—Entonces, permitid que os diga, señor de Manicamp, que eso no demuestra más que una cosa, y es que Su Majestad es muy fácil de contentar.
—Creo que Vuestra Alteza hace mal en abrigar esa opinión. Todo el mundo sabe que el rey no se paga sino de muy buenas razones.
—¿Y suponéis que os agradezca vuestra oficiosa mentira cuando sepa mañana que el señor de Guiche ha tenido por su amigo, el señor de Bragelonne, una querella que ha terminado en duelo?
—¿Una querella por el señor de Bragelonne? —exclamó Manicamp con el aire más ingenuo del mundo—. ¿Qué me dice Vuestra Alteza?
—¿Qué tiene eso de extraño? El señor de Guiche es susceptible, irritable, y se acalora fácilmente.
—Pues yo, señora, tengo al señor de Guiche por hombre de mucha calma, y no le creo susceptible ni irritable sino cuando tiene motivos muy justos.
—¿Y no creéis que la amistad sea un motivo justo? —dijo la princesa.
—¡Oh! Sin duda, señora, y sobre todo para un corazón como el suyo.
—Pues bien, el señor de Bragelonne es amigo del señor de Guiche; creo que eso no lo negaréis.
—¡Oh! ¡No por cierto!
—Pues bien, el señor de Guiche ha tomado la defensa del señor de Bragelonne, y como éste se hallaba ausente y no podía batirse, se ha batido por él.
Manicamp dejó entrever cierta sonrisa, e hizo dos o tres movimientos de cabeza y de hombros, que significaban: «¡Bueno! Si así lo queréis…».
—¡Pero, en fin —dijo impaciente la princesa—, hablad!
—¿Yo?
—Sí; conozco que no sois de mi parecer y tenéis algo que decirme.
—Sólo tengo que decir una cosa, señora.
—¡Decidla!
—Que no comprendo una palabra de lo que me hacéis el honor de referir.
—¡Cómo! ¿No comprendéis una palabra de la contienda entre el señor de Guiche y el señor de Wardes? —exclamó la princesa, casi irritada.
Manicamp calló.
—Contienda —prosiguió Madame— nacida de una frase más o menos fundada, acerca de la virtud de cierta dama.
—¡Ah! ¿De cierta dama? Eso es distinto —dijo Manicamp.
—Ya principiáis a entender, ¿no es cierto?
—Vuestra Alteza me perdonará, mas no me atrevo…
—¿No os atrevéis? —dijo exasperada Madame—. Pues bien, yo me atreveré.
—¡Señora, señora! —exclamó Manicamp como si le asustara aquella amenaza—. Poned atención a lo que vais a decir.
—¡Ah! Parece que si yo fuese hombre os batiríais conmigo, a pesar de los edictos de Su Majestad, como el señor de Guiche se ha batido con el señor de Wardes por la virtud de la señorita de La Vallière.
—¡De la señorita de La Vallière! —dijo Manicamp con súbito sobresalto, como si estuviera muy distante de esperar que fuese pronunciado aquel nombre.
—¡Oh! ¿Qué tenéis señor de Manicamp, para sobresaltaros así? —dijo Madame con ironía—. ¿Cometeréis la impertinencia de dudar de esa virtud?
—¡Pero si no juega aquí para nada la virtud de la señorita de La Vallière, señora!
—¡Cómo! ¿Después que dos hombres se han batido a muerte por una mujer, venís afirmando que esa mujer no tiene nada que ver en eso, y que no se trata de ella? En verdad, señor de Manicamp, no os creía tan buen cortesano.
—Perdón, perdón, señora —contestó el joven—, pero creo que no acertamos a comprendernos. Vos me hacéis el honor de hablarme en un idioma, y yo, a lo que parece, hablo en otro.
—¿De veras?
—Perdón; pero he creído comprender que Vuestra Alteza había dicho que los señores de Guiche y de Wardes habíanse batido por la señorita de La Vallière.
—Eso he dicho.
—Por la señorita de La Vallière, ¿no es cierto? —repitió Manicamp.
—¡Eh! No he dicho que el señor de Guiche se ocupase personalmente de la señorita de La Vallière, sino en nombre de otro.
—¡En nombre de otro!
—¡Ea, no vengáis haciéndoos el desentendido! Todo el mundo sabe aquí que el señor de Bragelonne está para casarse con la señorita de La Vallière, y que, al marcharse a cumplir la comisión que Su Majestad le ha confiado en Londres, ha encargado a su amigo el señor de Guiche velar por, esa joven.
—¡Ah! Nada digo, ya que Vuestra Alteza está perfectamente enterada.
—De todo; os lo prevengo. Manicamp se echó a reír, salida que estuvo a punto de exasperar a la princesa, quien, como es sabido, no tenía carácter muy sufrido.
—Señora —replicó el discreto Manicamp, saludando a la princesa—, echemos tierra a este asunto, que jamás llegará a ponerse en claro.
—¡Oh! En cuanto a eso, nada hay que hacer, pues los datos son completísimos. El rey sabrá que el señor de Guiche ha salido a la defensa de esa aventurerilla que quiere echársela de gran señora; sabrá que habiendo nombrado el señor de Bragelonne por guardián ordinario del jardín de las Hespérides a su amigo el señor de Guiche, éste ha dado la dentellada correspondiente al señor de Wardes, que osó poner la mano en la manzana de oro. Ahora bien, no dejaréis de saber, señor de Manicamp, vos, que estáis tan bien informado, que el rey codicia por su parte ese famoso tesoro, y que tal vez no llevará a bien que el señor de Guiche se haya constituido en defensor suyo. ¿Estáis ya bien enterado, o necesitáis alguna otra aclaración? Decid, preguntad.
—No, señora; no deseo saber nada.
—Tened, no obstante, entendido, porque es necesario que lo sepáis, que la indignación del rey tendrá resultados terribles: en los príncipes de un carácter como el del rey, la cólera amorosa es un huracán.
—Que vos apaciguáis, señora.
—¡Yo! —exclamó la princesa con ademán de violenta ironía—. ¿Y a título de qué?
—Porque os repugnan las injusticias, señora.
—¿Y sería una injusticia, a vuestros ojos, el impedir al rey que manejase sus asuntos de amor?
—Sin embargo, espero que intercederéis en favor del señor de Guiche.
—¡Oh! Sin duda estáis loco, caballero —dijo la princesa en tono altanero.
—Al contrario, señora, estoy en mi cabal juicio, y lo repito, defenderéis al señor de Guiche ante el rey.
—¿Yo? —Sí.
—¿Y a santo de qué?
—Porque la causa del señor de Guiche es la vuestra, señora —dijo en voz baja y con ardor Manicamp, cuyos ojos se inflamaron a la sazón.
—¿Qué queréis decir?
—Digo, señora, que me extraña mucho que, en el nombre de La Vallière, mezclado en esa defensa que ha tomado el señor de Guiche por el señor de Bragelonne ausente, no haya adivinado Vuestra Alteza un pretexto.
—¿Un pretexto?
—Sí.
—Pero un pretexto, ¿de qué? —repitió balbuciente la princesa, a quien las miradas de Manicamp habían hecho ver claro.
—Ahora, señora —añadió el joven—, creo haber dicho lo bastante para determinar a Vuestra Alteza a no acriminar ante el rey a ese pobre Guiche, sobre quien van a recaer todas las enemistades fomentadas por cierto partido muy contrario al vuestro.
—¿Queréis decir que todos los que no quieren a la señorita de La Vallière, y tal vez algunos de los que la quieren, mirarán con malos ojos al conde?
—¡Oh señora! ¿Es posible que llevéis a tal punto vuestra obstinación, que no atendáis a las palabras de un amigo leal? ¿Tendré que exponerme a incurrir en vuestro desagrado? ¿Tendré que nombraros, a pesar mío, la persona que ha sido la causa verdadera de la contienda?
—¡La persona! —repitió Madame sonrojándose.
—¿Será preciso —continuó Manicamp— que os muestre al pobre Guiche irritado, furioso, exasperado por todos esos rumores que corren acerca de esa persona? ¿Será preciso, si os obstináis en no reconocerla, y si el respeto continúa impidiéndome nombrarla, que os traiga a la memoria las escenas de Monsieur con el señor de Buckingham, las insinuaciones propaladas a consecuencia del destierro del duque? ¿Será preciso que os pinte los esfuerzos del conde por agradar, contemplar y proteger a esa persona por quien solamente vive, por quien únicamente respira? Pues bien, lo haré; y cuando os haya recordado todo eso, tal vez comprendáis que el conde, apurada su paciencia, provocado hace mucho tiempo por Wardes; a la primera palabra poco conveniente que éste haya soltado respecto de esa persona se haya acalorado y respirado venganza.
La princesa ocultó su rostro entre las manos.
—¡Señor, señor! —exclamó—. ¿Qué estáis diciendo y a quién lo decís?
—Entonces, señora —prosiguió Manicamp como si no hubiese oído las exclamaciones de la princesa—, nada os extrañará ya, ni el ardor del conde en buscar esa contienda, ni su maravillosa destreza en conducirla a un terreno extraño a vuestros intereses. No cabe mayor habilidad ni sangre fría; y, si la persona por quien el conde de Guiche se ha batido y ha derramado su sangre, debe, verdaderamente, algún reconocimiento al pobre herido, no es seguramente por la sangre que ha perdido ni por los dolores que ha sufrido, sino por su miramiento a una honra que aprecia más que la suya propia.
—¡Oh! —exclamó Madame como si hubiese estado sola—. ¡Oh! ¡Sería sin duda mi causa! Manicamp pudo respirar; había ganado bravamente aquel reposo, y respiró.
Madame quedó, por su parte, sumida en dolorosos pensamientos.
Adivinábase su agitación en los movimientos acelerados de su seno, en la languidez de sus ojos, y en las frecuentes presiones de la mano contra su corazón.
Pero, en ella, no era la coquetería una pasión inerte, sino antes bien, un fuego que buscaba alimento y sabía hallarlo.
—Entonces —dijo—, el conde habrá dejado obligadas a dos personas a la vez, porque el señor de Bragelonne debe también al señor de Guiche profundo reconocimiento, tanto mayor, cuanto que siempre y en todas partes pasará por haber sido el generoso campeón de la señorita de La Vallière.
Manicamp conoció que aún quedaba un resto de duda en el corazón de la princesa, y su ánimo acaloróse con la resistencia.
—¡Vaya un servicio —dijo— que ha prestado a la señorita de La Vallière y al señor de Bragelonne! El duelo ha producido un escándalo que deshonra en gran parte a esa joven; un escándalo que la malquista necesariamente con el vizconde. De ello resulta que el pistoletazo del de Wardes ha causado tres efectos en lugar de uno; matar el honor de una mujer, la felicidad de un hombre, y quizá también herir de muerte a uno de los mejores hidalgos de Francia. ¡Ah, señora! Vuestra lógica es muy severa: condena siempre, y nunca absuelve.
Las últimas palabras de Manicamp batieron en brecha la última duda que había quedado, no en el corazón, sino en el ánimo de Madame. No era ya ni una princesa con sus escrúpulos, ni una mujer con sus recelos suspicaces, sino un corazón que acababa de sentir el frío profundo de una herida.
—¡Herido de muerte! —exclamó con voz angustiosa—. ¡Ah, señor de Manicamp! ¿No habéis dicho herido de muerte?
Manicamp sólo contestó con un profundo suspiro.
—¿Conque el conde está gravemente herido? —añadió la princesa.
—¡Ay, señora! Le han destrozado una mano y tiene una bala en el pecho.
—¡Dios mío, Dios mío! —exclamó la princesa, con la excitación de la fiebre—. ¡Es terrible, señor de Manicamp! ¡Una mano destrozada y una bala en el pecho! ¡Dios mío! ¿Y ha sido ese miserable, ese asesino de Wardes quien ha hecho eso…? ¡Oh, no hay justicia en el cielo!
Manicamp parecía entregado a una violenta emoción. Verdad es que había desplegado gran energía en la última parte de su alegato.
En cuanto a Madame, no se hallaba en estado de guardar miramientos; cuando la pasión desarrollaba en ella ira o simpatía, nada había que pudiese contener su impulso. Y acercóse a Manicamp, que se había dejado caer sobre un sillón, como si el dolor fuese una excusa bastante poderosa para infringir las leyes de la etiqueta.
—Señor —le dijo, tomándole una mano—, sed franco.
Manicamp levantó la cabeza.
—¿Está el señor de Guiche en peligro de muerte? —añadió Madame.
—Con doble motivo, señora —dijo Manicamp—: primero, a causa de la hemorragia que se ha declarado por haberle roto la bala una arteria en la mano, y después, a causa de la herida del pecho, que, a juicio del médico, es fácil que haya interesado algún órgano esencial.
—Según eso, ¿puede morir?
—¡Oh! Sí, señora; y sin el con suelo de saber que habéis conocido su abnegación.
—Pues decídselo.
—¿Yo?
—Sí, ¿no sois su amigo?
—¿Yo? ¡Oh, no, señora! Yo no diré al señor de Guiche, si el desgraciado está todavía en disposición de oírme, sino lo que he visto por mis propios ojos, vuestra crueldad para con él.
—¡Señor! ¡Oh! ¡No cometeréis esa barbarie!
—Sí tal, señora; diré esa verdad, porque al fin la naturaleza puede mucho en un hombre de sus años. Los médicos son hábiles, y si, por casualidad, el pobre conde sobreviviese a su herida, no querría que quedase expuesto a morir de la herida del corazón, después de haber sanado de la del cuerpo.
Al pronunciar estas palabras se levantó Manicamp y, con una profunda reverencia, hizo como que iba a retirarse.
—A lo menos, señor —dijo Madame deteniéndole con aire de ruego—, no os iréis sin decirme el estado en que se halla el herido, y quién es el médico que lo asiste.
—Está muy mal, señora; esto en cuanto a su estado. Respecto a su médico, es el de Su Majestad, el señor Valot, auxiliado de otro médico, a cuya casa fue transportado el señor de Guiche.
—¿Pues que, no se halla en Palacio? —preguntó Madame.
—¡Ay, señora! El pobre joven se encontraba en tan mal estado, que no ha podido ser conducido hasta aquí.
—Dadme las señas, caballero —dijo vivamente la princesa—, y enviaré a saber de él.
—Calle de la Paja, señora; una casa de ladrillos con postigos blancos.
En la puerta está escrito el nombre del doctor.
—¿Vais ahora a ver al herido, señor de Manicamp?
—Sí, señora.
—Entonces desearía que me hicierais un favor.
—Estoy a las órdenes de Vuestra Alteza.
—Haced lo que pensabais; id a ver a Guiche; haced que se marchen los que tenga al lado suyo, y después alejaos vos también.
—Señora…
—No perdamos el tiempo en explicaciones inútiles. Este es el hecho, y no queráis ver en él otra cosa que la que hay, ni saber más de lo que yo os digo. Voy a enviar una de mis damas, quizá dos, a causa de lo avanzado de la hora, y no quisiera que os viesen, o mejor dicho, quisiera que no las vieseis a ellas; son escrúpulos que debéis comprender mejor que nadie, vos, que siempre lo adivináis todo.
—Señora, perfectamente; aún puedo hacer algo mejor, y es ir delante de vuestras mensajeras, lo cual será a la vez un modo de indicarles con seguridad el camino, y de ampararlas en caso de que la casualidad hiciese que, contra toda probabilidad, tuvieran necesidad de protección.
—Y luego, por ese medio, podrán entrar sin dificultad alguna, ¿no es verdad?
—Seguramente, señora; porque, pasando yo el primero, quitaré cualquier dificultad, en caso de que la hubiese.
—Pues bien, señor de Manicamp, esperad al pie de la escalera.
—Allá voy, señora.
—Aguardad.
Manicamp se detuvo.
—Cuando oigáis las pisadas de las dos mujeres que van a bajar, echaréis a andar, y seguiréis sin volveros el camino que conduce a casa del pobre conde.
—Pero ¿y si la casualidad hiciera que bajasen otras dos personas y yo me equivocase?
—La señal serán tres palmadas.
—Corriente.
—Id, pues.
Manicamp se volvió, saludó y salió con el corazón lleno de alegría. No ignoraba, con efecto, que la presencia de Madame era el mejor bálsamo que podía aplicarse a las llagas del herido.
No había transcurrido un cuarto de hora todavía cuando llegó a sus oídos el ruido de una puerta que abrían y cerraban con precaución. Luego oyó unas pisadas ligeras en la escalera, y por fin las tres palmadas, que era la señal convenida.
Echó a andar al punto, y, fiel a su palabra, se dirigió sin volver la cabeza por las calles de Fontainebleau hacia la morada del doctor.