El rey aseguróse, acercándose hasta la puerta, de que nadie escuchaba, y volvió a situarse precipitadamente delante de su interlocutor.
—Ea —dijo—, señor de Manicamp, ahora que estamos solos, explicaos.
—Con la mayor franqueza, Majestad —contestó el joven.
—Y ante todo —añadió el rey—, sabed que lo que más me interesa es el honor de las damas.
—Por eso, precisamente, rehuía herir vuestra delicadeza, Majestad.
—Bien; ahora lo comprendo todo. Conque afirmáis que se trataba de una doncella de mi cuñada, y que la persona en cuestión, el adversario de Guiche, el hombre, en fin, que os resistías a nombrar…
—Pero que el señor de Saint-Aignan os dirá, Majestad.
—Sí, ese hombre, digo, ¿ha ofendido a alguien de la casa de Madame?
—A la señorita de La Vallière, sí, Majestad.
—¡Ah! —exclamó el rey, como si hubiese esperado aquello, y como si la noticia le hubiese, no obstante, atravesado el corazón—. ¡Ah! ¿Conque era la señorita de La Vallière a quien se ultrajaba?
—No aseguro precisamente que se la ultrajase, Majestad.
—Pero, al fin…
—Afirmo que se hablaba de ella en términos poco convenientes.
—¡Hablaban en términos poco convenientes de la señorita de La Vallière! ¿Y os obstináis en no decirme quién era el insolente?
—Majestad, creía que eso era ya cosa convenida, y que habíais desistido de hacer de mí un delator.
—Es verdad —dijo el rey moderándose—; por otra parte, no tardaré en saber el nombre del que he de castigar.
Manicamp comprendió que la cuestión había cambiado.
En cuanto al rey, vio que se había dejado arrastrar demasiado lejos.
Así es que continuó:
—Y lo castigaré, no porque se trate de la señorita de La Vallière, aunque le profeso particular aprecio, sino porque el objeto de la contienda ha sido una mujer. Quiero que en mi Corte se respete a las damas y no haya disputas.
Manicamp se inclinó.
—Vamos a ver, señor de Manicamp —continuó el rey—, ¿qué se decía de la señorita de La Vallière?
—¿No lo adivina Vuestra Majestad?
—¿Yo?
—Vuestra Majestad conoce bien la clase de chanzas que pueden permitirse los jóvenes.
—Se diría tal vez que amaba a alguien —aventuró el rey.
—Es probable.
—Pues la señorita de La Vallière tiene derecho a amar a quien bien le parezca.
—Eso es justamente lo que sostenía Guiche.
—¿Y por eso se ha batido?
—Por esa sola causa, Majestad.
El rey se ruborizó.
—¿Y no sabéis más? —dijo.
—¿Sobre qué punto?
—Sobre el punto mas culminante que me estáis refiriendo.
—¿Y qué desea Vuestra Majestad que yo sepa?
—El nombre, por ejemplo, de la persona a quien ama La Vallière, y a quien el enemigo de Guiche le disputaba el derecho de amar.
—Majestad, nada sé, nada he oído, ni he sorprendido nada; pero tengo a Guiche por hombre de gran corazón, y, si se ha sustituido momentáneamente al protector de La Vallière, eso es porque el protector está demasiado alto para tomar él mismo su defensa.
Estas palabras eran más que transparentes; así fue que hicieron ruborizar al rey, pero, esta vez, de satisfacción.
Luis dio un golpecito en el hombro a Manicamp.
—Vamos, señor de Manicamp —le dijo—, veo que no sólo sois un mozo espiritual, sino también un cumplido hidalgo, y vuestro amigo Guiche es un paladín completamente de mi gusto; así se lo diréis, ¿no es verdad?
—Así mismo, señor. ¿Vuestra Majestad me perdona?
—Completamente.
—¿Estoy ya en libertad?
El rey sonrió y tendió la mano a Manicamp.
Manicamp cogió aquella ruano y la besó.
—Y luego —añadió el rey—, sabéis contar perfectamente las cosas.
—¿Yo, Majestad?
—Me habéis hecho una relación animadísima del accidente ocurrido a Guiche. Me imagino estar viendo al jabalí, que sale del bosque, al caballo, herido de muerte, a la fiera arremetiendo al jinete después de matar al caballo. No contáis, señor, pintáis.
—Creo que Vuestra Majestad se digna mofarse de mí —dijo Manicamp.
—Al contrario —replicó Luis con la mayor serenidad—; estoy tan lejos de reírme, que quiero que contéis a todo el mundo esa aventura.
—¿La aventura del acecho?
—Sí, tal como me la habéis referido, sin cambiar una palabra. ¿Estáis?
—Perfectamente, Majestad.
—¿La contaréis?
—Sin perder un minuto.
—Pues bien, ahora, llamad vos mismo al señor de D’Artagnan: Supongo que no le tendréis ya miedo.
—¡Ah, Majestad! Nada temo desde que estoy seguro de las bondades de mi rey.
—Pues llamad —dijo Luis. Manicamp abrió la puerta.
—Señores —dijo—, el rey os llama.
D’Artagnan, Saint-Aignan y Valot entraron.
—Señores —dijo el rey—, os he hecho llamar para manifestaros que la explicación del señor de Manicamp me ha dejado enteramente satisfecho.
D’Artagnan lanzó a Valot, por un lado, y a Saint-Aignan, por otro, una mirada que significaba: «¿Qué os decía yo?».
El rey se llevó a Manicamp hasta la puerta, y le dijo en voz baja:
—Que el señor de Guiche se cuide, y sobre todo que se cure pronto; quiero darle las gracias en nombre de todas las damas; pero cuidado que no vuelva a las andadas.
—¡Oh Majestad! Aun cuando tuviera que morir mil veces, volverá siempre que se trate del honor de Vuestra Majestad.
La frase no podía ser más directa. Pero, como ya hemos dicho, Luis XIV gustaba del incienso, y, con tal que se le diese, no era muy exigente en punto a la calidad.
—Está bien —dijo despidiendo a Manicamp—. Veré yo mismo a Guiche y le haré entrar en razón. Manicamp salió de espaldas.
Entonces, el rey, volviéndose hacia los tres espectadores de aquella escena:
—¡Señor de D’Artagnan! —dijo.
—Majestad.
—¿Cómo se explica que hayáis visto tan turbio, vos, que tenéis tan buenos ojos?
—¿Yo he visto mal, Majestad?
—Sí, por cierto.
—Así será, puesto que Vuestra Majestad lo dice. Pero ¿en qué he visto turbio?
—En todo lo relativo al suceso del bosque Rochin.
—¡Ah, ah!
—Habéis visto el rastro de los caballos, las pisadas de dos personas, los indicios de un combate, y nada de eso ha existido. Todo ha sido una pura ilusión.
—¡Ah, ah! —volvió a murmurar D’Artagnan.
—Lo mismo que el manoteo del caballo, y esas señales de lucha. La lucha ha sido de Guiche contra un jabalí, y nada más. Eso, sí, parece que la lucha ha sido larga y terrible.
—¡Ah, ah! —repitió D’Artagnan.
—¡Y cuando pienso que he dado crédito por un momento a semejante error…! ¡Pero, ya se ve, habláis con tal aplomo!
—En efecto, Majestad; preciso es que estuviese ofuscado —dijo D’Artagnan con una gracia que agradó sobremanera al rey.
—¿Conque convenís en ello?
—¡Diantre, Majestad, ya lo creo!
—¿De suerte que ahora veis claramente la cosa?
—La veo de modo muy distinto que la veía hace media hora.
—¿Y a qué atribuís esa diferencia, en opinión vuestra?
—¡Oh! A una cosa muy sencilla; hace media hora volvía del bosque Rochin, donde no tenía más luz que la que despedía un pobre farol de cuadra…
—¿Y ahora?
—Ahora tengo todas las luces de vuestro gabinete, y, además, los ojos del rey que iluminan como dos soles.
El rey se echó a reír, y Saint-Aignan a carcajear.
—Lo mismo que el señor Valot —continuó D’Artagnan recogiendo la palabra de labios del rey—, que se ha figurado, no sólo que el señor de Guiche había sido herido con bala, sino haber extraído la bala del pecho.
—A fe mía —dijo Valot—, confieso…
—¿No es verdad que lo habéis creído? —repuso D’Artagnan.
—No sólo lo he creído —contestó Valot—, sino que no tendría inconveniente en jurarlo ahora mismo.
—Pues bien, mi querido doctor, todo eso lo habéis soñado.
—¿Lo he soñado?
—¡La herida del señor de Guiche, un sueño! ¡La bala, sueño también…! Así, pues, creedme, no se hable más de ello.
—Bien dicho —dijo el rey—; tomad el consejo que os da D’Artagnan. No habléis a nadie de vuestro sueño, señor Valot; por mi honor que no os pesará. Buenas noches, señores. ¡Oh! ¡Qué triste es ir al acecho de jabalíes!
—¡Qué triste cosa —repitió D’Artagnan en voz alta— es ir al acecho de jabalíes!
Y fue repitiendo esa frase por todos los cuartos que atravesaba, hasta que salió del palacio, llevándose consigo al señor Valot.
—Ahora que permanecemos solos —dijo el rey a Saint-Aignan—, ¿cómo se llama el adversario de Guiche?
Saint-Aignan miró al rey.
—¡Oh! No tengáis reparo —añadió el rey—; ya sabéis que debo perdonar.
—Wardes —dijo Saint-Aignan.
—Bien.
Y, al momento, entrando con precipitación en su cuarto:
—Perdonar no es olvidar —dijo Luis XIV.