El rey hizo una señal al mosquetero y otra a Saint-Aignan.
La señal era imperiosa y significativa: «¡Cuidado con hablar!». D’Artagnan se retiró, como soldado, a un rincón del despacho. Saint-Aignan, como favorito, se apoyó en el respaldo del sillón del rey.
Manicamp, con la pierna derecha algo adelante, la sonrisa en los labios, las manos blancas y finas, avanzó para hacer su reverencia al rey.
El rey devolvió el saludo con la cabeza.
—Buenas noches, señor de Manicamp —le dijo.
—¿Vuestra Majestad me ha hecho el honor de llamarme? —dijo Manicamp.
—Os he llamado para que me refiráis todas las circunstancias del desgraciado accidente ocurrido a Guiche.
—¡Oh Majestad, qué doloroso!
—¿Estabais allí?
—Cuando ocurrió, no.
—Pero ¿llegasteis al lugar del accidente algunos minutos después de ocurrido éste?
—Eso es, Majestad; una media hora después.
—¿Y dónde sucedió?
—Me parece, Majestad, que el sitio se llama la rotonda del bosque Rochin.
—Si, el punto de cita para los cazadores.
—Ese mismo, Majestad.
—Pues bien, contadme lo que sepáis sobre ese accidente, señor de Manicamp.
—Es que quizá esté ya enterado de él Vuestra Majestad, y temería molestarle con repeticiones.
—No lo temáis.
Manicamp echó una ojeada en torno suyo; no vio más que a D’Artagnan arrimado a la entabladura, sereno, benévolo, pacífico, y a Saint-Aignan, con quien había venido, y que seguía apoyado en el sillón del rey con rostro igualmente afable.
Así, pues, se decidió a hablar.
—Vuestra Majestad sabe —dijo— que en las cacerías son muy comunes los accidentes.
—¿En las cacerías?
—Sí, en las cacerías; quiero decir, cuando se caza al acecho.
—¡Ah! ¿Ha sido estando de acecho cuando ocurrió el accidente?
—Sí, Majestad —contestó Manicamp—. ¿Lo ignoraba acaso Vuestra Majestad?
—Poco menos —dijo el rey con presteza, pues le repugnaba siempre mentir—. Y ¿decís que el accidente ocurrió estando al acecho?
—¡Ay! Sí, desgraciadamente, Majestad.
El rey hizo una pausa.
—¿Al acecho de qué animal? —preguntó.
—Del jabalí, Majestad.
—¿Y qué ocurrencia tuvo Guiche de irse solo al acecho de jabalíes? Ese es un ejercicio de campesinos, y bueno, a lo más, para el que no tiene perros ni picadores para cazar, cosa que no le sucede al mariscal Grammont.
Manicamp encogióse de hombros.
—La juventud es temeraria —dijo sentenciosamente.
—En fin… proseguid —dijo el rey.
—Ello fue —continuó Manicamp, no atreviéndose a aventurarse y poniendo una palabra tras otra, como hace con sus pies un salinero en un pantano—; ello fue que el desgraciado Guiche se marchó solo al acecho.
—¿Conque solo? ¡Vaya el osado cazador! ¿Pues no sabe el señor de Guiche que el jabalí acude siempre?
—Eso es cabalmente lo que aconteció, Majestad.
—¿Sabía que estaba allí el animal?
—Sí. Majestad; unos labradores lo habían visto en sus tierras.
—¿Y qué clase de animal era? —Un jabato.
—Debían haberme advertido que Guiche tenía ideas de suicidio; porque en fin, le he visto cazar, y es un montero muy experto. Cuando tira al animal acorralado y conteniendo a los perros, toma sus precauciones y dispara con carabina; y ahora se va solo a la caza del jabalí con simples pistolas.
Manicamp se estremeció.
—Y pistolas de lujo, excelentes para batirse en duelo con un hombre, y no con un jabalí, ¡qué diantre!
—Majestad, hay cosas que no se explican.
—Tenéis razón; y la que me estáis refiriendo es una de ellas. Continuad.
Durante aquel relato, Saint-Aignan, que habría querido hacer tal vez seña a Manicamp, para que no se metiese en honduras estaba acechado por la mirada obstinada del rey.
De consiguiente, no había posibilidad de comunicación entre él y Manicamp.
En cuanto a D’Artagnan, la estatua del Silencio, en Atenas, era más ruidosa y más expresiva que él.
Manicamp continuó, pues, por la escabrosa senda en que se había metido hasta hundirse en el pantano.
—Majestad —dijo—, la cosa habrá sucedido probablemente de la manera siguiente: Guiche esperaba al jabalí.
—¿A caballo o a pie? —preguntó el rey.
—A caballo. Tiró al animal, y erró el tiro.
—¡Torpe!
—El jabalí arremetió contra él.
—Y quedó el caballo muerto.
—¡Ah! ¿Sabía eso Vuestra Majestad?
—Me han dicho que se han encontrado un caballo muerto en la encrucijada del bosque Rochin, y he presumido que fuese el de Guiche.
—Era efectivamente el suyo, Majestad.
—¿Y qué le sucedió a Guiche?
—Luego que cayó al suelo, fue acometido por el jabalí, y herido en la mano y en el pecho.
—Horrible accidente fue; pero hay que convenir en que la culpa la tuvo Guiche. ¿Quién va al acecho de semejante animal con pistolas? ¿Había olvidado la fábula de Adonis?
Manicamp se rascó la oreja.
—Es verdad —dijo—; fue una gran imprudencia.
—¿Acertáis a explicarnos eso, señor de Manicamp?
—Majestad, lo que está escrito, escrito está.
—¡Ah!
—¿Sois fatalista?
Manicamp se sentía desasosegado.
—No os habéis portado bien, señor de Manicamp —prosiguió el rey.
—¿Yo, Majestad?
—Sí. ¿Cómo es que siendo tan amigo de Guiche, y sabiendo que está sujeto a tales locuras, no habéis procurado contenerle?
Manicamp no sabía a qué atenerse; el tono del rey no era precisamente el de un hombre crédulo.
Por otra parte, aquel tono no tenía ni la severidad del drama ni la insistencia del interrogatorio.
Había en él más sarcasmo que amenaza.
—¿Y decís —continuó el rey—, que el caballo que se ha encontrado muerto es el de Guiche?
—Sí, Majestad.
—¿Y eso os ha sorprendido?
—No, Majestad. Ya recordaréis que en la última cacería fue muerto de igual modo el caballo del señor de Sainte-Maure.
—Sí, pero tenía abierto el vientre.
—Ciertamente, Majestad.
—¡Si el caballo de Guiche tuviese abierto el vientre, como el del señor de Sainte-Maure, eso no me extrañaría, pardiez!
Manicamp abrió unos ojos tamaños.
—Pero lo que me choca —continuó el rey—, es que el caballo del señor de Guiche tenga rota la cabeza en lugar de tener el vientre abierto.
Manicamp se turbó.
—¿Me equivoco acaso? —replicó el rey—. ¿No ha sido herido en la sien el caballo de Guiche? Confesad, señor de Manicamp, que el golpe ha sido singular.
—Majestad, no ignoráis que el caballo es un animal muy inteligente, y habrá tratado de defenderse.
—Pero un caballo se defiende con las patas traseras, no con la cabeza.
—Entonces, el animal, asustado, habrá perdido el tino, y el jabalí, ya podéis figuraros, señor, el jabalí…
—Sí, comprendo en cuanto al caballo, pero ¿y el jinete?
—Majestad, es cosa muy sencilla; el jabalí pasaría del caballo al jinete, y como he tenido el honor de decir, le cogería la mano a Guiche en el momento en que iba a dispararle el segundo pistoletazo; luego, con brusco ataque, le debió agujerear el pecho.
—La cosa no puede ser más verosímil, en verdad, señor de Manicamp; hacéis mal en desconfiar de vuestra elocuencia, porque contáis maravillosamente.
—Es mucha vuestra bondad —dijo Manicamp haciendo un saludo de los más cohibidos.
—Pero quiero desde hoy mismo prohibir a mis gentileshombres que vayan al acecho. ¡Caray! ¡Tanto valdría permitirles el duelo! Manicamp temblaba, e hizo un movimiento para retirarse.
—¿Está satisfecho Vuestra Majestad? —preguntó.
—Encantado; pero no os retiréis todavía, señor de Manicamp —dijo Luis, porque os necesito.
«Vamos, vamos —pensó D’Artagnan—, tampoco es éste de mi temple».
Y exhaló un suspiro que podía significar:
—¡Oh! Los hombres de mi temple, ¿dónde se han ido?
En aquel momento levantó un ujier la cortina, y anunció al médico del rey.
—¡Ah! —exclamó Luis—. Aquí tenemos justamente al señor Valot, que viene de visitar al señor de Guiche. Vamos a tener noticias del herido.
Manicamp sintióse más turbado que nunca.
—Al menos de este modo —añadió el rey— tendremos la conciencia tranquila.
Y miró a D’Artagnan, quien no pestañeó.