En tanto que el rey tomaba estas últimas disposiciones para averiguar la verdad, D’Artagnan, sin perder un instante, corría a las caballerizas, descolgaba la linterna, ensillaba por sí mismo el caballo, y encaminábase al sitio indicado por Su Majestad.
En cumplimiento de su promesa, no había visto ni encontrado a nadie y, como hemos dicho, había llegado su escrúpulo hasta hacer, sin ayuda de los mozos de cuadra y de los palafreneros, lo que tenía que hacer.
Nuestro hombre era de aquellos que en los momentos difíciles se jactan de redoblar su propio valor.
En cinco minutos de galope llegó al bosque, ató el caballo al primer árbol que encontró y penetró a pie hasta el claro.
Principió entonces a recorrer a pie, y la linterna en mano, toda la superficie de la rotonda; fue, vino, midió, examinó, y, después de media hora de exploración, volvió a tomar en silencio su caballo, y regresó reflexionando y al paso a Fontainebleau.
Luis esperaba en su gabinete. Hallábase solo, y trazaba sobre un papel varios renglones, que D’Artagnan vio al primer golpe que eran desiguales y tenían muchos tachones.
Dedujo, por lo tanto, que debían ser versos.
Levantó Luis la cabeza y vio a D’Artagnan.
—¡Hola, señor! —le dijo—. ¿Me traéis noticias?
—Sí, Majestad.
—¿Qué habéis visto?
—Os diré lo probable, Majestad —contestó D’Artagnan.
—Es que lo que os pedí era lo cierto.
—Procuraré aproximarme a ello cuanto pueda: el tiempo era a propósito para investigaciones de la clase de las que acabo de hacer; esta noche ha llovido, y los caminos se hallan húmedos.
—Al hecho, señor de D’Artagnan.
—Vuestra Majestad me dijo que había un caballo muerto en la encrucijada del bosque Rochin, y de consiguiente, principié por examinar los caminos. Digo les caminos, porque son cuatro los que conducen a la encrucijada. El que seguí era el único que presentaba huellas recientes, y vi que habían pasado por él dos caballos, uno al lado del otro, porque las ocho patas estaban claramente marcadas en el lodo. Uno de los jinetes llevaba más prisa que el otro, pues las pisadas de su caballo llevan a las del otro una distancia de medio cuerpo de caballo.
—Entonces, ¿estáis seguro de que son dos los que han ido? —dijo el rey.
—Sí, Majestad; los caballos son dos excelentes animales, de paso igual, acostumbrados a la maniobra, porque han vuelto en perfecta oblicua la palizada de la rotonda.
—¿Y qué más, señor?
—Allí han debido estar los jinetes un momento para arreglar sin duda las condiciones del combate; los caballos se impacientaban. Uno de los jinetes hablaba, el otro escuchaba, contentándose sólo con responder. Su caballo piafaba, lo cual prueba que absorto el jinete en escuchar, le tuvo suelta la brida.
—¿Conque hubo combate?
—Indudablemente.
—Continuad, que sois buen observador.
—Uno de los jinetes quedóse en su sitio, el que escuchaba; el otro atravesó el claro y fue a colocarse primero enfrente de su adversario. Entonces, el que se quedó en el puesto atravesó a galope la rotonda hasta dos tercios de su longitud, creyendo marchar contra su enemigo; pero éste había seguido la circunferencia del bosque.
—Los nombres los ignoráis, ¿no es así?
—Enteramente, Majestad. Únicamente puedo afirmar que el que siguió la circunferencia del espeso bosque montaba un caballo negro.
—¿Cómo sabéis eso?
—Porque se han quedado algunas crines de su cola entre los espinos que guarnecen las orillas del foso.
—Continuad.
—En cuanto al otro caballo, poco trabajo me costó tomar sus señas, puesto que quedó muerto en el campo de batalla.
—¿Y cómo han muerto ese caballo?
—De un balazo que le atraviesa la cabeza.
—¿Y era esa bala de pistola o de escopeta?
—De pistola, Majestad. Por lo demás, la herida del caballo me ha hecho saber la táctica del que lo mató. Este había seguido la circunferencia del bosque, a fin de tener a su adversario de costado. Además, he seguido sus pisadas sobre la hierba.
—¿Las pisadas del caballo negro?
—El mismo, Majestad.
—Seguid, señor de D’Artagnan.
—Ya que conoce Vuestra Majestad la posición de los dos adversarios, dejaré al jinete que se mantuvo estacionario para ocuparme del que partió al galope.
—Corriente.
—El caballo del jinete que daba la carga quedó muerto en el acto.
—¿Y cómo lo sabéis?
—El jinete no tuvo tiempo de echar pie a tierra, y cayó con él. He visto la huella de su pierna, que hubo de sacar con bastante esfuerzo de debajo del caballo. La espuela, oprimida con el peso del animal, hizo un surco en la tierra.
—Bien. ¿Y qué hizo al incorporarse?
—Ir derecho a su adversario.
—¿Qué continuaba colocado en la linde del bosque?
—Sí, Majestad. Luego que llegó a distancia conveniente… paróse sólidamente… Sus dos talones están marcados uno junto al otro… Disparó, y erró el tiro.
—¿Y cómo sabéis que fue herido?
—Porque hallé el sombrero agujereado por una bala.
—¡Ah, una prueba! —exclamó el rey.
—Insuficiente. Majestad —repuso con frialdad D’Artagnan—: es un sombrero sin letras y sin armas: una pluma encarnada, como la de un sombrero cualquiera, y ni aun el galón tiene nada de particular.
—¿Y el hombre del sombrero agujereado disparó un segundo tiro?
—¡Oh Majestad! Ya había disparado sus dos tiros.
—¿Cómo lo sabéis?
—He encontrado los tacos de la pistola.
—Y la bala que no mató al animal, ¿adónde fue a parar?
—Cortó la pluma del sombrero de la persona a quien iba dirigida, y fue a dar en un pequeño álamo blanco al otro lado del claro.
—Entonces, el hombre del animal negro quedó desarmado, mientras que a su adversario le quedaba un tiro todavía.
—Majestad, en tanto que el jinete desmontado se levantaba, el otro volvió a cargar su arma, sólo que debía hallarse muy turbado al hacer esta operación, pues le temblaba la mano.
—¿Cómo sabéis eso?
—La mitad de la carga cayó al suelo, y el que cargaba tiró la baqueta para no perder tiempo en volverla a poner en su sitio.
—¡Señor de D’Artagnan, es maravilloso cuanto me estáis diciendo!
—No es más que efecto de la observación; cualquier explorador habría hecho lo propio.
—Se ve la escena sólo con oíros.
—La he reconstruido en mi espíritu con muy cortas variaciones.
—Ahora, volvamos al jinete desmontado. ¿Decíais que marchaba contra su enemigo, mientras que éste volvía a cargar su pistola?
—Sí, pero en el momento mismo que estaba apuntando, disparó el otro.
—¡Oh! —murmuró el rey—. ¿Y el tiro?
—El tiro hizo un estrago terrible, señor: el caballero desmontado cayó boca abajo, después de haber dado tres pasos mal seguros.
—¿En qué parte fue herido?
—En dos partes: primero en la mano derecha, y luego, del mismo tiro, en el pecho.
—Pero ¿cómo podéis adivinar eso? —preguntó asombrado el rey.
—¡Oh! Muy sencillamente: la culata de la pistola estaba ensangrentada, y se veía en ella la señal de la bala con los fragmentos de una sortija rota. Por tanto, al herido le han de haber cercenado, según toda probabilidad, el dedo anular y el pequeño.
—En cuanto a la mano lo comprendo: pero ¿y el pecho?
—Majestad, había dos manchas de sangre a distancia de dos pies y medio una de otra. En una de las manchas estaba arrancada la hierba por la mano crispada, y en la otra sólo se hallaba la hierba aplastada por el peso del cuerpo.
—¡Pobre Guiche! —exclamó el rey.
—¡Ah! ¿Era el señor de Guiche? —dijo tranquilamente el mosquetero—. Ya me lo había sospechado yo, mas no me atrevía a decírselo a Vuestra Majestad.
—¿Y por qué lo habéis sospechado?
—Porque reconocí las armas de los Grammont en las pistoleras del animal muerto.
—¿Y creéis que la herida haya sido de gravedad?
—De mucha, puesto que cayó casi en el mismo sitio; no obstante, ha podido retirarse andando sostenido por dos amigos.
—¿Según eso le habéis hallado al volver?
—No; pero he observado las pisadas de tres hombres; el hombre de la derecha y el de la izquierda caminaban fácilmente; pero el de en medio tenía el paso pesado, y además iba dejando un rastro de sangre.
—Ya que habéis visto el combate en términos de no habérseos escapado ninguna circunstancia, decidme dos palabras del adversario de Guiche.
—¡Ah! Majestad, no le conozco.
—¿Vos que habéis mostrado tan maravillosa perspicacia?
—Sí, Majestad —dijo D’Artagnan—; todo lo he visto, pero no digo todo lo que veo, y puesto que el pobre diablo ha conseguido escapar, permítame Vuestra Majestad decirle que no seré yo quien lo denuncie.
—Sin embargo, caballero, el que se bate en duelo es un culpable.
—No para mí, Majestad —dijo fríamente D’Artagnan.
—¡Señor! —gritó el rey—. ¿Sabéis lo que estáis diciendo?
—Perfectamente, Majestad. ¡Pero qué quiere Vuestra Majestad! Para mí, un hombre que se bate bien es un valiente. Esa es mi opinión. Vos podéis tener otra; es natural, pues, sois el amo.
—Señor de D’Artagnan, he ordenado, sin embargo…
D’Artagnan interrumpió al rey con un ademán respetuoso.
—Me habéis ordenado ir a tomar informes sobre un combate, señor; y os los he traído. Si me mandáis que prenda al adversario del señor de Guiche, obedeceré; mas no me mandéis que le denuncie, porque entonces me veré en la precisión de no obedeceros.
—Pues bien, prendedle.
—Nombrádmelo, Majestad. Luis hirió el suelo con el pie.
Luego, después de un momento de reflexión:
—Tenéis diez… veinte… cien veces razón —dijo.
—Tal creo, Majestad; y me alegro en el alma que sea esa también vuestra opinión.
—Una palabra tan sólo… ¿Quién ha prestado auxilio a Guiche?
—Lo ignoro.
—Me habéis hablado de dos hombres; de consiguiente, habría testigos.
—No ha habido testigo ninguno… Hay más aún, pues así que cayó el señor de Guiche, su adversario huyó sin darle siquiera auxilio.
—¡Miserable!
—¡Toma! Ese es el efecto de vuestras ordenanzas. El hombre que se ha batido bien y logra escapar de una muerte, hará cuanto sea posible por librarse de otra. Está muy presente el ejemplo del señor de Boutteville… ¡Caray!
—Y entonces se convierte en cobarde.
—No; se convierte en prudente.
—¿Y decís que huyó?
—Sí; y tan aprisa como le pudo llevar su caballo.
—¿Hacia dónde?
—Hacia el Palacio.
—¿Y luego?
—Luego, como he tenido el honor de decir a Vuestra Majestad, llegaron dos hombres a pie, los cuales lleváronse al señor de Guiche.
—¿Qué prueba tenéis de que esos hombres hayan llegado después del combate?
—¡Ah! Una prueba manifiesta; en el momento del combate acababa de cesar la lluvia, y el terreno, que no había tenido tiempo de absorberla, estaba bastante húmedo. Las huellas de los pies son profundas; pero terminado el combate, durante el tiempo que permaneció desmayado el señor de Guiche, la tierra se endureció, y las huellas habían de ser menos profundas.
Luis dio una palmada en señal de admiración.
—Señor de D’Artagnan —dijo—, sois en verdad el hombre más hábil de mi reino.
—Eso mismo pensaba el señor de Richelieu, y lo decía también el señor Mazarino, Majestad.
—Ahora, nos falta ver si vuestra sagacidad se ha engañado.
—¡Oh Majestad! El hombre se engaña: errare humanum est! —dijo filosóficamente el mosquetero.
—Entonces, no pertenecéis a la humanidad, señor de D’Artagnan, porque creo que jamás os engañáis.
—¿Vuestra Majestad decía que lo veríamos?
—Sí.
—¿Y cómo?
—He mandado llamar al señor de Manicamp, y no tardará en llegar.
—¿Y sabe el señor de Manicamp el secreto?
—Guiche no tiene secretos para el señor de Manicamp.
D’Artagnan movió la cabeza.
—Repito que nadie asistió al combate, y a menos que el señor de Manicamp sea alguno de los hombres que le trajeron…
—Silencio —ordenó el rey—, que ahí viene: quedaos ahí, y prestad oído.
—Muy bien, Majestad —dijo el mosquetero.
Casi al mismo tiempo vieron a Manicamp y a Saint-Aignan en el umbral de la puerta.