Capítulo XVDespués de cenar

El rey tomó del brazo a Saint-Aignan, y pasó a la cámara inmediata.

—¡Cuánto has tardado, conde! —dijo el rey.

—Traigo la contestación, Majestad —respondió el conde.

—¿Pues tanto tiempo ha sido preciso para contestar a lo que le escribí? —Vuestra Majestad tuvo a bien escribirle unos versos; la señorita de La Vallière ha querido pagar al rey en la misma moneda, esto es, en oro!

—¡Versos, Saint-Aignan…! —exclamó el rey—. Dame, dame.

Y Luis rompió el sobre de una cartita que contenía efectivamente unos versos, que la historia nos ha conservado, y que son mejores en intención que de estructura.

Tales como eran, sin embargo entusiasmaron al rey, el cual manifestó su alegría con transportes nada equívocos; pero el silencio general advirtió a Luis, tan escrupuloso en punto al bien parecer, que su contento podría dar lugar a interpretaciones.

Volvióse entonces y se puso el billete en el bolsillo. Dando enseguida un paso que le acercó al umbral de la puerta que comunicaba con la sala donde permanecían los convidados:

—Señor Du Vallon —dijo—, os he visto con el mayor placer y os volveré a ver con el mismo.

Porthos se inclinó, como hubiera hecho el coloso de Rodas, y salió a reculones.

—Señor de D’Artagnan —prosiguió el rey—, esperaréis mis órdenes en la galería; os agradezco que me hayáis dado a conocer al señor Du Vallon… Señores, mañana vuelvo a París por la salida de los embajadores de España y Holanda. De modo que hasta mañana.

La sala quedó al punto vacía.

El rey cogió del brazo a Saint-Aignan, y le hizo volver a leer los versos de la señorita de La Vallière.

—¿Qué te parecen? —le preguntó.

—¡Encantadores, Majestad!

—Me encantan, en efecto, y si fuesen conocidos…

—¡Oh! Sentirían envidia los poetas; pero no los conocerán.

—¿Le diste los míos?

—¡Oh! ¡Majestad, parecía devorarlos con los ojos!

—Temo que fueran flojos.

—No ha dicho eso la señorita de La Vallière.

—¿Crees que hayan sido de su gusto?

—Estoy cierto de ello, Majestad.

—Entonces, tendré que contestar.

—¡Cómo, Majestad!

—¿Ahora…? ¿Después de comer…? Vuestra Majestad se fatigará demasiado.

—Creo que tienes razón; es nocivo el estudio después de cenar.

—Y sobre todo el trabajo del poeta; luego, en este momento se hallan muy ocupados los ánimos en la habitación de la señorita de La Vallière, como en la de todas esas damas.

—¿Con qué motivo?

—A causa del accidente de ese desgraciado Guiche.

—¡Ah, Dios mío! ¿Le ha sucedido alguna desgracia?

—Sí, Majestad; le han llevado una mano, tiene atravesado el pecho, y está agonizando.

—¡Dios mío! ¿Y quién te ha dicho eso?

—Manicamp lo ha traído hace poco a casa de un médico de Fontainebleau, y se ha esparcido la noticia.

—¡De modo que lo han tenido que traer! ¡Pobre Guiche! ¿Y cómo le ha sucedido eso?

—Ahí está, Majestad. ¿Cómo le ha sucedido?

—Dices eso con un aire singular, Saint-Aignan. Dame detalles. ¿Qué dice él?

—Guiche no dice nada, Majestad, sino los otros.

—¿Qué otros?

—Los que le han traído, Majestad.

—¿Y quiénes son?

—Lo ignoro, Majestad, pero el señor de Manicamp lo sabe. El señor de Manicamp es amigo suyo.

—Como todo el mundo —dijo el rey.

—¡Oh, no! —replicó Saint-Aignan—. Estáis en un error, Majestad, porque no todo el mundo es amigo del señor de Guiche.

—¿Cómo lo sabes?

—¿Quiere Vuestra Majestad que me explique?

—Lo quiero.

—Pues bien, Majestad, creo haber oído hablar de una contienda entre dos gentileshombres.

—¿Cuándo?

—Esta misma noche, antes de cenar Vuestra Majestad.

—Eso no prueba nada. He hecho publicar ordenanzas tan severas contra el duelo, que creo nadie se habrá atrevido a contravenirlas.

—¡Por eso, Dios me libre de acusar a nadie! —exclamó Saint-Aignan—. Pero como Vuestra Majestad me ha ordenado hablar, he hablado.

—Dime, pues, cómo ha sido herido el conde de Guiche.

—Majestad, dicen que estando al acecho.

—¿Esta noche?

—Esta noche.

—Cercenada una mano y el pecho atravesado… ¿Quién estaba al acecho con el señor de Guiche?

—No sé, Majestad… Mas, el señor de Manicamp lo sabe, o debe saberlo.

—Algo me ocultas, Saint-Aignan.

—Nada, Majestad, nada.

—Entonces, explícame cómo ha sucedido el accidente. ¿Ha reventado algún mosquete?

—Muy bien pudiera ser. Aunque, reflexionándolo bien, no, Majestad, porque se ha encontrado al lado de Guiche su pistola todavía cargada.

—¡Su pistola! Pues me parece que no se va al acecho con pistola.

—También dicen que han matado el caballo de Guiche, y que está todavía su cadáver en el claro del bosque.

—Pues qué, ¿va Guiche al acecho a caballo? Saint-Aignan, no comprendo nada de lo que me dices. ¿Dónde ha sucedido eso?

—En el bosque Rochin, en la rotonda.

—Bien. Llama al señor de D’Artagnan.

Obedeció Saint-Aignan, y entró el mosquetero.

—Señor de D’Artagnan —dijo el rey—. Saldréis ahora mismo por la portecilla de la escalera particular.

—Sí, Majestad.

—Montaréis a caballo.

—Sí, Majestad.

—E iréis a la rotonda del bosque Rochin. ¿Conocéis el sitio?

—Me he batido allí dos veces, Majestad.

—¡Cómo! —exclamó el rey aturdido con aquella respuesta.

—Majestad, en tiempo de los edictos del señor cardenal de Richelieu —repuso D’Artagnan con su calma ordinaria.

—Eso es diferente, señor. Iréis, pues, allá, y examinaréis detenidamente el sitio. Allí ha sido herido un hombre, y encontraréis un caballo muerto. Vendréis a decirme lo que pensáis de ese suceso.

—Bien, Majestad.

—Excuso deciros que quiero saber vuestra opinión particular, y no la de los otros.

—La tendréis dentro de una hora, Majestad.

—Os prohíbo terminantemente hablar con nadie.

—¿Excepto con el que me haya de proveer de una linterna? —dijo D’Artagnan.

—Se entiende —contestó el rey, riendo de aquella libertad, que sólo toleraba a su capitán de mosqueteros.

D’Artagnan salió por la escalerilla.

—Ahora, que llamen a mi médico —añadió Luis.

Diez minutos después llegaba desalado el médico del rey.

—Señor —le dijo el rey—, vais a trasladaros con el señor de Saint-Aignan adonde éste os conduzca, y me daréis cuenta del estado del herido que veréis en la casa adonde vais.

El médico obedeció sin replicar, como se principiaba ya en aquella época a obedecer a Luis XIV, y salió delante de Saint-Aignan.

—Vos, Saint-Aignan, enviadme a Manicamp antes de que el médico haya podido hablarle.

Saint-Aignan salió a su vez.