El rey, entretanto, se había sentado a la mesa, y la reunión poco numerosa de los convidados había tomado asiento a sus dos lados, después del ademán acostumbrado para que se sentasen.
En aquella época, si bien no estaba ordenada todavía la etiqueta como lo estuvo después, la Corte de Francia había roto ya con las tradiciones de naturalidad y afabilidad patriarcal que se observaban aún en tiempo de Enrique IV, y que el carácter receloso de Luis XIII había ido desterrando paulatinamente, para reemplazarlos con maneras fastuosas de grandeza, de que sentía en el alma no poderse revestir.
El rey comía, por tanto, en una mesita separada, que dominaba como la de un presidente las mesas inmediatas; hemos dicho mesita, y nos apresuramos a añadir que esa mesa era la mayor de todas.
Además, era la mesa en que se amontonaba mayor número de manjares distintos, pescados, caza, carnes, frutas, legumbres y conservas.
El rey, joven y vigoroso, gran cazador, aficionado a toda clase de ejercicios violentos, tenía además ese calor natural de la sangre común a todos los Borbones, que hace perfectamente las digestiones y renueva el apetito.
Luis XIV era un temible convidado, complacíase en criticar a sus cocineros; pero cuando les hacía honor, ese honor era gigantesco.
El rey principiaba por muchas clases de sopa, sea reunidas en una especie de potaje, sea separadas; y solía entremezclar, o más bien separar cada una de estas sopas con un vaso de vino añejo. Comía de prisa y con avidez.
Porthos, que desde un principio había aguardado por respeto a que D’Artagnan le hiciese una seña con el codo, viendo que el rey engullía con tan buen apetito, se volvió hacia el mosquetero, y, a media voz:
—Me parece que podemos comenzar —dijo—. Su Majestad anima: mirad.
—El rey come —dijo D’Artagnan—, pero habla al mismo tiempo; componeos de suerte que, si por casualidad os dirige la palabra, no os pille con la boca llena, porque sería desgraciado.
—Entonces, el mejor medio es no comer —contestó Porthos—; sin embargo, os confieso que tengo hambre, y todo esto despide un olor tan rico, que halaga a la vez mi olfato y mi apetito.
—No vayáis a estaros sin comer —repuso D’Artagnan—, pues se incomodaría Su Majestad. El rey acostumbra a decir que el que come bien es señal de que trabaja bien, y no le place que anden con repulgos a su mesa.
—Pues si uno come, ¿cómo ha de evitar tener la boca llena? —dijo Porthos.
—Trátase simplemente —replicó el capitán de mosqueteros— de engullir cuando el rey os haga el honor de dirigiros la palabra.
—Muy bien.
Y, desde aquel momento, Porthos se puso a comer con un entusiasmo cortés.
El rey, de vez en cuando, dirigía una mirada al grupo, y, como inteligente, apreciaba las disposiciones de su convidado.
—¡Señor Du Vallon! —dijo. Porthos se hallaba a la sazón ocupado con un salmonejo de liebre, de la cual engullía media rabadilla. Su nombre, dicho de aquel modo, le cogió de improviso, y con un vigoroso esfuerzo de gaznate, se tragó cuanto tenía en la boca.
—¡Majestad! —dijo Porthos con voz apagada, pero bastante inteligible.
—Que pasen al señor Du Vallon estos solomillos de cordero. ¿Os gustan los bocados tiernos, señor Du Vallon?
—Señor, a mí me gusta todo —contestó Porthos.
Y D’Artagnan le dijo al oído:
—Todo lo que me envía Vuestra Majestad.
Porthos repitió:
—Todo lo que me envíe Vuestra Majestad.
El rey hizo con la cabeza una señal de satisfacción.
—Cuando se come bien, es señal de que se trabaja bien —repuso el rey, asombrado de tener frente a sí un gastrónomo de la fuerza de Porthos.
Porthos recibió la fuente de cordero, y se echó una parte en su plato.
—¿Qué tal? —preguntó el rey.
—¡Exquisito! —dijo Porthos tranquilamente.
—¿Hay carneros tan finos en vuestra provincia, señor Du Vallon? —prosiguió el rey.
—Majestad —dijo Porthos—, creo que en mi provincia, como en todas partes, lo mejor que hay es del rey; pero debo decir que no como el cordero de la manera que lo come Vuestra Majestad.
—¡Ah, ah! ¿Pues cómo lo coméis?
—Ordinariamente me hago aderezar un cordero entero.
—¡Entero!
—Sí, Majestad.
—¿Y de qué modo?
—Del siguiente: mi cocinero, que es un bergante alemán, Majestad; mi cocinero rellena el cordero en cuestión de pequeñas salchichas, que hace venir de Estrasburgo, de albondiguillas, que se hace traer de Troyes, y de cogujadas, que hace venir de Pithiviers; después, no sé por qué medio, deshuesa el cordero, como podría hacerlo con un ave, dejándole el pellejo, que forma alrededor del animal una costra tostada. Cuando se le corta en grandes lonja como pudiera hacerse con un gran salchichón, suelta un jugo de color de rosa, que es a la vez agradable a la vista y exquisito al paladar.
Y Porthos hizo chascar su lengua. El rey abrió enormemente sus ojos, haciéndose plato con unos faisanes en adobo que le presentaron.
—Es bocado que querría comer, señor Du Vallon —dijo—. ¿Conque el cordero entero?
—Entero, sí, Majestad.
—Estos faisanes al señor Du Vallon; veo que es un buen aficionado. La orden fue cumplida. Volviendo enseguida al cordero:
—¿Y no tiene demasiada grasa? —dijo.
—No, Majestad; las grasas caen al mismo tiempo que el jugo, y sobrenadan; entonces, mi trinchante las recoge con una cuchara de plata que he mandado hacer a propósito.
—¿Y residís…? —preguntó el rey.
—En Pierrefonds, Majestad.
—¿En Pierrefonds? ¿Hacia dónde está, señor Du Vallon? ¿Del lado de Belle-Île?
—¡Ah! No, Majestad; Pierrefonds está en el Soissons.
—Creía que me hablabais de esos corderos a causa de los prados salados.
—No, Majestad; tengo prados que no son salados, mas no por eso son peores.
El rey acometió a los entremeses, pero sin perder de vista a Porthos, que continuaba engullendo a más y mejor.
—Tenéis buen apetito, señor Du Vallon —repuso—, y hacéis un excelente convidado.
—¡Oh! A fe mía, si Vuestra Majestad viniese alguna vez a Pierrefonds, nos comeríamos muy bien un carnero mano a mano, pues tampoco os falta el apetito.
D’Artagnan le arrimó a Porthos un buen pisotón por debajo de la mesa. Porthos se puso encarnado.
—En la edad feliz de Vuestra Majestad —dijo Porthos para reparar su torpeza—, era yo mosquetero, y nadie podía conseguir hartarme. Vuestra Majestad tiene un excelente apetito, como tenía el honor de decir hace poco, pero elige con demasiada delicadeza para que se le pueda llamar un comilón.
El rey pareció encantado de la cortesanía de su antagonista.
—¿Cataréis estas cremas? —preguntó a Porthos.
—Vuestra Majestad me trata demasiado bien para que no le diga francamente lo que siento.
—Decid, señor Du Vallon.
—Pues bien, Majestad, en materia de repostería, estoy por los pasteles, y aun esos los quiero que estén bien compactos; todas esas golosinas me hinchan el estómago, y llenan un lugar que considero demasiado preciso para ocuparlo tan mal.
—¡Ah, señores! —dijo el rey señalando a Porthos—. Ahí tenéis al verdadero modelo de gastronomía. Así comían nuestros antepasados, que sabían lo que era comer, mientras que nosotros no hacemos más que pellizcar.
Y, diciendo esto, tomó un plato de pechugas de ave mezcladas con jamón.
Porthos, por su parte, embistió a una tartera de perdigones y codornices.
El copero llenó el vaso de Su Majestad.
—Echa de mi vino al señor Du Vallon —dijo el rey.
Era aquél uno de los grandes honores de la mesa real.
D’Artagnan dio con la rodilla a su amigo.
—Si podéis comer la mitad sólo de esa cabeza de jabalí que veo desde aquí —dijo a Porthos—, os presagio que seréis duque y par dentro de un año.
—Probaré hacerlo —contestó Porthos con la mayor calma.
No tardó en tocarle el turno a la cabeza de jabalí, pues el rey experimentaba placer en alentar a su magnífico convidado, y no enviaba manjar a Porthos que no hubiese probado antes él mismo: así, pues, probó la cabeza de jabalí. Porthos mostróse buen jugador; en vez de comerse la mitad de la cabeza, como había dicho D’Artagnan se comió las tres cuartas partes.
—Es imposible —dijo el rey en voz baja—, que un caballero que come tan bien todos los días y con tan buenos dientes, no sea el hombre más honrado de mi reino.
—¿Oís? —preguntó D’Artagnan a su amigo al oído.
—Sí, creo que gozo de algún favor —dijo Porthos balanceándose en su silla.
—¡Oh! ¡Tenéis el viento en popa! ¡Sí, sí!
El rey y Porthos continuaron comiendo de aquella suerte con gran satisfacción de los convidados, algunos de los cuales habían intentado seguirles por emulación, pero tuvieron que renunciar a ello a lo mejor.
El rey se iba poniendo encarnado, y la reacción de la sangre al rostro manifestaba ya el principio de la plenitud.
Entonces era cuando Luis XIV, en vez de cobrar alegría, como sucede a todos los bebedores, fruncía el ceño y poníase taciturno.
Porthos, por el contrario, se volvía alegre y expansivo.
El pie de D’Artagnan hubo de recordarle más de una vez aquella particularidad.
Sirviéronse los postres.
El rey no pensaba ya en Porthos. Dirigía sus ojos hacia la puerta de entrada, y se le oyó preguntar más de una vez por qué tardaba tanto en venir el señor de Saint-Aignan. Al fin, en el instante en que Su Majestad terminaba un tarro de dulce de ciruela, con gran suspiro, se presentó el señor de Saint-Aignan. De pronto brillaron los ojos de Su Majestad, que se habían ido apagando poco a poco.
El conde dirigióse a la mesa del rey, y al acercarse se levantó Luis XIV. Todo el mundo se puso en pie, hasta el mismo Porthos, que daba fin a un almendrado capaz de pegar una contra otra las dos quijadas de un cocodrilo.
La cena había terminado.