Capítulo XIIIEl combate

Wardes eligió su caballo y Guiche el suyo.

Después los ensillaron por sí mismos con sillas de pistoleras. Wardes no llevaba pistolas, pero Guiche tenía dos pares. Fue a buscarlas a su aposento, las cargó y dio a elegir a Wardes.

Éste eligió unas pistolas de que se había servido más de veinte veces, las mismas con que Guiche le había visto matar golondrinas al vuelo.

—No os admirará —dijo—, que tome todas mis precauciones. Conocéis muy bien vuestras armas, y, de consiguiente, no hago más que equilibrar las probabilidades.

—La observación era inútil —contestó Guiche—, pues estáis en vuestro derecho.

—Ahora —dijo Wardes—, os ruego que me ayudéis a montar, pues experimento todavía alguna dificultad.

—Será mejor entonces que vayamos al sitio a pie.

—No; puesto ya a caballo me siento enteramente fuerte.

—Como queráis.

Y Guiche ayudó a Wardes a montar.

—Me ocurre —continuó el joven—, que con el ardor que tenemos para exterminamos, no hemos reparado en otra cosa.

—¿En qué?

—En que es de noche, y será preciso matarnos a obscuras.

—Bien, el resultado será el mismo.

—Con todo, es preciso tener en cuenta otra circunstancia, y es que las personas de honor jamás se baten sin testigos.

—¡Oh! —exclamó Guiche—. Veo que deseáis tanto como yo hacer las cosas en regla.

—No deseo que puedan decir que me habéis asesinado, así como en el caso de que yo os mate tampoco quiero verme acusado de un crimen.

—¿Se ha dicho acaso semejante cosa de vuestro duelo con el señor de Buckingham? —replicó Guiche—. Y, sin embargo, se efectuó bajo las mismas condiciones en que el nuestro va a verificarse.

—Es que era de día aun y estábamos con agua a las rodillas; por otra parte, había en la ribera una porción de gente que nos estaba mirando.

Guiche reflexionó por un instante, y se afirmó más y más en la idea que se le había ya ocurrido de que Wardes quería tener testigos para hacer recaer la conversación sobre Madame, y dar un nuevo giro al combate.

Nada replicó, pues, y como Wardes le interrogase por ultima vez, con una mirada, le contestó con un movimiento de cabeza que significaba que lo mejor era atenerse a lo hecho.

En su consecuencia, pusiéronse en camino ambos adversarios, y salieron del palacio por aquella puerta que ya conocemos por haber visto muy cerca de ella a Montalais y Malicorne.

La noche, como para combatir el calor del día, había acumulado todas sus nubes, que empujaban lenta y silenciosamente de Poniente a Oriente.

Aquella cúpula, sin relámpagos y sin truenos aparentes, pesaba con todo su peso sobre la tierra y empezaba a horadarse a impulsos del viento, como un inmenso lienzo desprendido de un artesonado.

La lluvia, que caía en gotas gruesas sobre la tierra, aglomeraba el polvo en glóbulos que corrían en todas direcciones.

Al mismo tiempo, de los vallados que aspiraban la tempestad, de las flores sedientas, de los árboles desmelenados, exhalábanse mil aromas que traían al ánimo los recuerdos dulces, las ideas de juventud, de vida eterna, de felicidad y de amor.

—Muy grato aroma despide la tierra —observó Wardes—; es una coquetería de su parte para atraernos hacia sí.

—Muchas ideas me han ocurrido —dijo Guiche—; y ahora que decís eso, quiero someterlas a vuestro juicio.

—¿A qué son relativas esas ideas?

—A nuestro combate.

—En efecto, me parece que ya es tiempo de que nos ocupemos en eso.

—¿Será un combate ordinario, conforme las reglas de costumbre?

—Sepamos cuál es vuestra costumbre.

—Echaremos pie a tierra en una buena llanura, ataremos los caballos al primer objeto que encontremos a mano, nos reuniremos primero sin armas, y luego nos alejaremos cada cual ciento cincuenta pasos para volver a encontrarnos frente a frente.

—Perfectamente; así maté al pobre Follivent, hace tres meses, en Saint-Denis.

—Perdonad; olvidáis una circunstancia.

—¿Cuál?

—En vuestro duelo con Follivent, marchasteis a pie uno contra otro, con la espada en los dientes y las pistolas en la mano.

—Así es. Esta vez, en cambio, como no puedo andar, según habéis confesado vos mismo, volveremos a montar a caballo, nos vendremos a buscar a cierta distancia, y el que primero quiera disparar, dispara.

—Esto es lo mejor que podemos hacer; pero es de noche, y hay que contar con más tiros perdidos que los que pudiese haber por el día.

—Bien, pues podremos disparar cada cual tres tiros: los dos que tienen ya las pistolas, y otro para el cual volveremos a cargar.

—Muy bien. ¿Dónde tendrá lugar nuestro combate?

—¿Tenéis preferencia por algún sitio?

—No.

—¿Divisáis aquel bosquecillo que se extiende delante de nosotros?

—¿El bosque de Rochin? Muy bien.

—¿Le conocéis?

—Sí.

—¿Entonces sabréis que tiene un claro en su centro?

—Perfectamente.

—Pues vamos a ese claro.

—Vamos allá.

—Es una especie de palenque natural, con toda clase de caminos, salidas, senderos, fosos y revueltas, y creo que el sitio no puede ser mejor.

—Me parece bien, si os place. Pero creo que hemos llegado.

—Sí. Ved que terreno tan hermoso. La poca claridad que se desprende de las estrellas, como dice Comeille, encuéntrase en este sitio, cuyos límites naturales son el bosque que lo rodea por todas partes.

—Sí que es muy excelente.

—Pues terminemos las condiciones.

—He aquí las mías; si se os ocurre algo en contra, me lo diréis.

—Escucho.

—Caballo muerto, obliga a su jinete a combatir a pies.

—Es muy justo, puesto que no tenemos caballos de reserva.

—Pero no obliga al adversario a apearse de su caballo.

—El adversario quedará en libertad de obrar como bien le parezca.

—Reunidos ya una vez los adversarios, no tendrán obligación de volverse a separar y podrán, por tanto, dispararse mutuamente a boca de jarro.

—Aceptado.

—Nada más tres cargas, ¿estamos?

—Me parecen suficientes. Aquí tenéis pólvora y balas para vuestras pistolas; apartad tres cargas, y tomad tres balas; yo haré otro tanto, y luego derramaremos la pólvora que quede y arrojaremos las balas restantes.

—Y juraremos por Cristo —repuso Wardes—, que no tenemos sobre nosotros más pólvora ni más balas.

—Por mi parte, lo juro.

Y Guiche extendió su mano hacía el cielo. Wardes le imitó.

—Y ahora, querido conde —dijo—, permitidme manifestaros que no se me engaña tan fácilmente. Sois o seréis el amante de Madame. He penetrado el secreto, y como teméis que se difunda, queréis matarme para aseguraros el silencio; es cosa muy natural y en vuestro lugar hubiera hecho lo propio.

Guiche bajó la cabeza.

—Ahora, decidme —continuó Wardes triunfante—: ¿os parece bien echarme encima todavía ese desagradable asunto de Bragelonne? Cuidado, amigo, que acosando al jabalí se le irrita, y acorralando a la zorra se le da la ferocidad de! jaguar. De lo cual resulta, que estando reducido al extremo por vos, me defenderé hasta morir.

—Estáis en vuestro derecho.

—Sí; pero tened entendido que no dejaré de hacer todo el mal que pueda, y así es que para principiar ya adivinaréis que no habré cometido la torpeza de encadenar mi secreto, o mejor dicho, el vuestro, en mi corazón. Hay un amigo, y un amigo despejado, a quien ya conocéis, que es partícipe de mi secreto, y de consiguiente ya comprenderéis que si me vencéis, mi muerte no servirá de gran cosa mientras que si yo os mato… ¡Qué diantre! Todo puede suceder.

Guiche se estremeció.

—Si yo os mato —prosiguió Wardes—, le habréis suscitado a Madame dos enemigos, que trabajarán cuanto puedan por perderla.

—¡Oh, caballero! —exclamó furioso Guiche—. No contéis de esa manera con mi muerte. De esos dos adversarios, espero matar al uno dentro de breves momentos, y al otro a la primera ocasión.

Wardes sólo contestó con una carcajada tan diabólica que habría asustado a un hombre supersticioso.

Pero Guiche no se dejaba intimidar fácilmente.

—Creo —dijo—, que todo esté arreglado, señor de Wardes; por tanto, tomad campo, si no preferís que sea yo quien lo tome.

—No —replicó Wardes—; tengo una satisfacción en ahorraros esa molestia.

Y, poniendo su caballo a galope, atravesó el claro en toda su extensión, y fue a situarse en el punto de la circunferencia de la encrucijada que daba frente a aquel donde Guiche se había parado.

Guiche permaneció inmóvil.

A la distancia de cien pasos, poco más o menos, no podían ya divisarse los dos adversarios, ocultos en la densa sombra de los olmos y de los castaños.

Transcurrió un minuto en medio del silencio más completo.

Al cabo de ese minuto, oyó cada cuál, desde la sombra donde estaba oculto, el doble ruido que hicieron las pistolas al montarlas.

Guiche, según la táctica acostumbrada, puso su caballo al galope, en la persuasión de tener una doble garantía de seguridad en la ondulación del movimiento y en la velocidad de la carrera.

Dirigió esa carrera en línea recta, al punto que a su parecer debía ocupar su adversario.

Creía encontrar a Wardes a la mitad del camino, pero se engañó. Continuó entonces su carrera, presumiendo que Wardes le aguardaba inmóvil.

Pero, apenas había recorrido las dos terceras partes del claro, cuando advirtió que éste se iluminaba de repente, y una bala le llevó silbando la pluma que flotaba sobre su sombrero.

Casi al mismo tiempo, y como si el resplandor del primer tiro hubiese servido para alumbrar al segundo, resonó otro tiro, y una segunda bala atravesó la cabeza del caballo de Guiche, algo más abajo de la oreja.

El animal cayó.

Aquellos dos tiros, que venían en dirección contraria a aquella en que suponía Guiche estaría Wardes, le causaron gran sorpresa; pero, como era hombre de mucha sangre fría, calculó su caída, aunque no tan exactamente que no quedara cogido bajo el caballo el extremo de su bota.

Afortunadamente, el animal hizo en su agonía un movimiento que permitió a Guiche poder sacar la pierna.

Guiche se incorporó, se palpó y vio que no estaba herido.

Así que sintió desfallecer al animal, puso sus dos pistolas en las pistoleras, por miedo de que la caída hiciera disparar alguna de ellas, o quizá ambas, lo cual le habría desarmado inútilmente.

Luego que se vio en pie, sacó las pistolas de las pistoleras, y adelantóse hacia el sitio donde, a la luz de los fogonazos, había visto aparecer a Wardes.

Guiche desde el primer tiro hízose cargo de la maniobra de aquél, que no podía ser más sencilla.

Wardes, en lugar de correr contra Guiche o de permanecer aguardándole en su puesto, había seguido unos quince pasos el círculo de sombra que le ocultaba a la vista de su enemigo, y, en el momento en que éste le presentaba el costado de su carrera, le había disparado desde su sitio, apuntando a su placer, para lo cual le sirvió más bien que le estorbó el galope del caballo.

Ya se vio que, a pesar de la obscuridad, la primera bala había pasado a una pulgada escasa de la cabeza de Guiche.

Wardes estaba tan seguro de su puntería, que creyó ver caer a Guiche. Así fue que quedó en extremo sorprendido cuando vio al jinete seguir en la silla.

Apresuróse a disparar el segundo tiro, desvió un poco la puntería, y mató al caballo.

Era un accidente afortunado el que Guiche permaneciese enredado debajo del animal. De modo que Wardes, antes de que aquél pudiera desenredarse, cargaba su pistola y tenía a Guiche a merced suya.

Pero, por el contrario, Guiche estaba en pie, y quedábanle aún tres tiros que disparar.

Guiche comprendió la posición… Tratábase de ganar a Wardes en celeridad. Y echó a correr para acercarse a él antes de que concluyese de cargar la pistola.

Wardes le veía llegar como una tempestad. La bala venía bastante justa, y se resistía a la baqueta. Cargar mal era exponerse a perder el último tiro; cargar bien era exponerse a perder tiempo, o mejor dicho a perder la vida.

Entonces obligó al caballo a ponerse de manos.

Guiche practicó un giro sobre sí mismo, y en el instante en que volvió a caer el caballo, disparó el tiro, que le llevó el sombrero a Wardes.

Wardes comprendió que tenía un instante por suyo, y aprovechóse de él para acabar de cargar su pistola.

Viendo Guiche que su adversario no había caído, arrojó la primera pistola que le era ya inútil, y se dirigió hacia Wardes apuntando con la segunda.

Pero al tercer paso que dio le apuntó Wardes y disparó.

Un rugido de rabia respondió a aquella detonación; el brazo del conde se crispó y se abatió. Cayó la pistola.

Wardes vio al conde bajarse, coger la pistola con la mano izquierda y dar otro paso hacia él.

El momento era supremo.

—Soy perdido —murmuró Wardes—; no está herido de muerte. Pero en el momento en que Guiche levantaba la pistola apuntando a Wardes, la cabeza, los hombros y las corvas del conde perdieron su fuerza a la vez. Guiche exhaló un suspiro doloroso, y fue a caer a los pies del caballo de Wardes.

—Vamos, vamos —murmuró éste—, eso es distinto.

Y cogiendo las riendas, metió espuelas al caballo.

El caballo saltó por sobre el cuerpo inerte, y condujo rápidamente a Wardes a Palacio.

Cuando llegó Wardes se puso a reflexionar lo que había de hacer. En su impaciencia por abandonar el campo de batalla no se había ocupado de averiguar si Guiche estaba muerto.

Dos hipótesis presentábanse al ánimo agitado de Wardes.

O Guiche estaba muerto, o no estaba más que herido.

Si lo primero, ¿era conveniente dejar su cadáver expuesto a los lobos? Sería una crueldad inútil, puesto que si Guiche estaba muerto, no hablaría.

Si estaba herido, ¿a qué conducía el dejarle sin auxilio, sino a que le tuviesen a él por un salvaje incapaz de generosidad?

Esta última consideración triunfó. Wardes preguntó por Manicamp, y supo que éste, después de haber preguntado por Guiche y no sabiendo dónde ir a buscarle, se fue a acostar.

Wardes fue a despertarle, y le informó del lance, que Manicamp escuchó sin decir palabra, pero con una expresión de energía creciente, de que su rostro no parecía capaz.

Luego que Wardes concluyó de hablar, pronunció Manicamp esta palabra.

—Vamos.

Por el camino fue enardeciéndose la imaginación de Manicamp; y, conforme Wardes le refería el suceso, su rostro se obscurecía más y más.

—De modo —dijo luego que concluyó Wardes—, ¿que le suponéis muerto?

—¡Ay, sí!

—¿Y vos os habéis batido sin testigos?

—Así lo quiso él.

—¡Es particular!

—¿Cómo que es particular?

—Sí, el carácter del señor de Guiche no es de esa especie.

—¿Supongo que no dudaréis de mi palabra?

—¡Eh, eh!

—¿Dudáis?

—Algo… Pero dudaré mucho más, os lo prevengo, si veo muerto al pobre joven.

—¡Señor Manicamp!

—¡Señor de Wardes!

—¡Me parece que me insultáis!

—Tomadlo como queráis. Nunca me han gustado las personas que vienen a decir: «¡He matado al señor de tal en un rincón; ha sido una gran desgracia; pero le he matado noblemente!». ¡Es la noche muy obscura para que se crea este adverbio, señor de Wardes!

—Silencio; ya estamos en el sitio.

En efecto, principiábase ya a divisar el claro, y en el espacio vacío la masa inmóvil de un caballo muerto.

A la derecha del caballo, y sobre la hierba, yacía boca abajo el pobre conde, bañado en su sangre.

Permanecía en el mismo sitio, y no parecía que hubiera hecho el menor movimiento.

Manicamp se hincó de rodillas, levantó al conde, y le encontró frío y bañado en sangre.

Le volvió a dejar en el suelo. Extendiendo luego el cuerpo y el brazo, anduvo tentando, hasta que tropezó con la pistola de Guiche.

—¡Pardiez! —dijo entonces levantándose, pálido como un espectro, y con la pistola en la mano—. ¡Pardiez, no os engañabais! ¡Esta muerto!

—¿Muerto? —repitió Wardes.

—Sí; y su pistola está cargada —repuso Manicamp examinando con los dedos la cazoleta.

—¿Pues no os he dicho que le apunté cuando se dirigía hacia mí, y disparé en el momento en que él me estaba apuntando?

—¿Estáis bien seguro de haberos batido con él, caballero Wardes? Yo, lo confieso, sospecho que le habéis asesinado. ¡Oh, no gritéis! ¡Habéis disparado vuestros tres tiros, y su pistola está cargada! ¡Habéis muerto su caballo, y él, Guiche, uno de los más excelentes tiradores de Francia, no os ha tocado ni a vos ni a vuestro caballo! Francamente, señor de Wardes, habéis hecho muy mal en traerme aquí; toda esa sangre se me ha subido a la cabeza, estoy algo ebrio, y creo, por mi honor, que voy a saltaros la tapa de los sesos. : ¡Señor de Wardes, encomendad a Dios vuestra alma!

—No creo que penséis en cometer tal atentado, señor de Manicamp.

—Al contrario, pienso en ello muy de veras.

—¿Seríais capaz de asesinarme? —Sin remordimiento, por ahora al menos.

—¿Sois hidalgo?

—He sido paje, y por tanto he tenido que hacer mis pruebas.

—Dejadme entonces defender la vida.

—Para que hagáis conmigo lo que habéis hecho con el pobre Guiche.

Y, levantando Manicamp la pistola, la detuvo con el brazo extendido y el ceño fruncido a la altura del pecho de Wardes.

Wardes no intentó ni ponerse en fuga, pues estaba enteramente aterrado.

Entonces, en medio de aquel espantoso silencio de un instante, que a Wardes le pareció un siglo, se oyó un suspiro.

—¡Oh! —exclamó el señor de Wardes—. ¡Vive, vive! ¡Señor de Guiche, que quieren asesinarme!

Manicamp retrocedió, y el conde se incorporó con gran trabajo sobre una mano entre ambos jóvenes. Manicamp arrojó la pistola a diez pasos, y cogió a su amigo lanzando un grito de alegría.

Wardes enjugóse la frente, bañada en sudor frío.

—Ya era tiempo —murmuró.

—¿Qué tenéis? —preguntó Manicamp a Guiche—. ¿Dónde estáis herido?

Guiche mostró su mano mutilada y su pecho ensangrentado.

—Conde —exclamó el señor de Wardes—; me acusan de que os he asesinado: ¡por Dios, decir que he combatido lealmente!

—Así es —dijo con angustia el herido—; el señor de Wardes ha combatido noblemente, y el que dijera lo contrario tendría en mí un enemigo.

—¡Eh, señor! —dijo Manicamp—. Ayudadme primero a transportar a este pobre mozo, y después os daré cuantas satisfacciones queráis, o si os corre demasiada prisa, hagamos otra cosa mejor; curemos aquí al conde con vuestro pañuelo y el mío, y ya que aún quedan dos balas por tirar, disparémoslas.

—Gracias —dijo Wardes—. En una hora he visto por dos veces la muerte muy de cerca; es demasiado fea la muerte, y prefiero vuestras excusas.

Ambos jóvenes quisieron transportarlo; pero dijo que se sentía bastante fuerte para caminar por su pie. La bala le había roto el dedo anular y el pequeño, y se había deslizado después sobre una costilla, pero sin interesar el pecho. De consiguiente, lo que había aniquilado a Guiche era más bien el dolor que la gravedad de la herida.

Manicamp pasóle su brazo por debajo de un hombre, y Wardes el suyo por debajo del otro, y lo condujeron así a Fontainebleau, a casa del médico que había asistido en su lecho de muerte al franciscano predecesor de Aramis.