Monsieur acogió a Wardes con aquel favor particular que la necesidad de esparcir el ánimo aconseja a todo carácter ligero hacia cualquier novedad que se presenta. Wardes, a quien hacía más de un mes no se le veía en la Corte, era fruta nueva. Agasajarle, era cometer una infidelidad con los antiguos, y una infidelidad tiene siempre su encanto; además, aquello era hacerle una reparación. Monsieur le trató, pues, del modo más favorable.
El caballero de Lorena, que temía mucho a aquel rival, pero que respetaba aquella segunda naturaleza en todo semejante a la suya, más el valor, prodigó a Wardes atenciones aún más exageradas que las que le había mostrado Monsieur.
Guiche estaba allí, como hemos dicho, pero se mantenía algo apartado, aguardando con impaciencia que terminasen todos aquellos abrazos.
Wardes, sin dejar de conversar con los demás, y hasta con Monsieur mismo, no había perdido de vista a Guiche; su instinto le decía que estaba allí por él.
Así fue, que se dirigió a Guiche inmediatamente que terminó con los demás.
Los dos cambiaron entre sí los cumplidos más corteses; después de lo cual, Wardes volvió a acercarse de nuevo a Monsieur y a otros gentileshombres.
En medio de todas aquellas felicitaciones de bienvenida, anunciaron a Madame.
Madame había sabido la llegada de Wardes y estaba enterada de los pormenores de su viaje, y de su duelo con Buckingham. Por eso no le disgustó estar presente a las primeras palabras que pronunciara el que sabía era enemigo suyo.
Acompañábanla dos o tres camaristas.
Wardes hizo a Madame los más corteses saludos, y anunció, de buenas a primeras para empezar las hostilidades, que estaba pronto a dar noticias del señor de Buckingham a sus íntimos.
Era aquélla una respuesta directa a la frialdad con que Madame le había recibido.
El ataque era vivo; Madame sintió el golpe sin aparentar haberla recibido, y dirigió rápidamente sus ojos a Monsieur y a Guiche.
Monsieur enrojeció, Guiche palideció.
Madame fue la única que no cambió de fisonomía; pero, comprendiendo los muchos disgustos que podía ocasionarle aquel enemigo con las dos personas que le oían, se inclinó sonriendo hacia el viajero.
El viajero hablaba de otra cosa. Madame era valiente hasta la imprudencia: toda retirada hacíale avanzar más. Después de la primera opresión del corazón, volvió a la carga.
—¿Habéis padecido mucho con vuestras heridas, señor de Wardes? —preguntó—. Porque hemos sabido que habíais tenido la mala suerte de salir herido.
Aquella vez tocó a Wardes resentirse; y se mordió los labios.
—No, señora —contestó—; casi nada.
—Sin embargo, con este horrible calor…
—El aire de mar es fresco, señora, y además tenía un consuelo.
—¡Oh! ¡Tanto mejor…! ¿Cuál?
—El de saber que mi adversario sufría más que yo.
—¡Ah! ¿Salió herido más gravemente que vos…? Ignoraba eso —dijo la princesa con una completa insensibilidad.
—¡Oh señora! Estáis equivocada, o mejor, aparentáis dejaros engañar por mis palabras. No digo que su cuerpo haya sufrido más que yo; pero su corazón estaba ya profundamente lastimado.
Guiche vio adonde se dirigía la lucha, y se aventuró a hacer a Madame una seña, suplicándole que abandonara la partida.
Pero ella, sin contestar a Guiche, sin aparentar verlo, y siempre sonriente:
—Pues qué —dijo—, ¿fue herido el señor de Buckingham en el corazón? No creía que una herida en el corazón tuviese cura.
—¡Ay, señora! —contestó graciosamente Wardes—. ¡Las mujeres están siempre en esa persuasión y eso es lo que les da sobre nosotros la superioridad de la confianza!
—Amiga mía, comprendéis mal —repuso el príncipe con impaciencia—. El señor de Wardes quiere decir que el duque de Buckingham fue herido en el corazón por otra cosa que no era una espada.
—¡Ah! ¡en, bien! —exclamó Madame—. ¡Ah! Es un chiste del señor Wardes. Muy bien. Quisiera saber, no obstante, si le haría gracia al señor de Buckingham. En verdad, es una lástima que no esté presente, señor de Wardes.
Un relámpago pasó por los ojos del joven.
—¡Oh! —dijo apretando los dientes—. También yo lo quisiera. Guiche ni pestañeaba.
Madame parecía esperar que viniese en su auxilio.
Monsieur vacilaba.
El caballero de Lorena adelantóse, y tomó la palabra.
—Señora —dijo—, Wardes sabe muy bien que para Buckingham no es cosa nueva ser herido en el corazón, y lo que ha dicho se ha visto ya otras veces.
—En vez de un aliado, dos enemigos —murmuró Madame—. ¡Y dos enemigos coligados, encarnizados!
Y mudó de conversación. Cambiar de conversación es, ya se sabe, un derecho de los príncipes, que la etiqueta manda respetar. El resto de la conversación fue, pues, moderado; los principales actores habían terminado sus papeles. Madame se retiró temprano, y Monsieur, que quería interrogarla, le ofreció la mano.
El caballero temía mucho que se estableciese la buena inteligencia entre los dos esposos para dejarlos tranquilamente juntos.
Encaminóse, pues, hacia la habitación de Monsieur para sorprenderle a su vuelta, y destruir con tres palabras todas las buenas impresiones que Madame hubiese podido sembrar en su corazón.
Guiche dio un paso hacia Wardes, a quien rodeaba una porción de gentes.
Mostróle así el deseo que tenía de hablar con él. Wardes le hizo, con los ojos y la cabeza, una seña de haber comprendido.
Aquella seña, para las personas extrañas, nada hostil significaba.
Entonces Guiche pudo volverse y esperar.
No esperó mucho tiempo. Desembarazado Wardes de sus interlocutores, se aproximó a Guiche, y ambos, después de un nuevo saludo, echaron a andar juntos.
—Habéis tenido un feliz regreso, mi querido Wardes —dijo el conde.
—Excelente, como veis.
—¿Y tenéis siempre el genio tan alegre?
—Ahora mas que nunca.
—Es una gran felicidad.
—¿Qué queréis? ¡Todo cuanto en este mundo nos rodea es tan ridículo y tan grotesco!
—¡Tenéis razón!
—¡Ah! ¿Opináis como yo?
—¡Cómo no! ¿Y traéis noticias de allá?
—No; más bien vengo a buscarlas aquí.
—Perdonad; sé que habéis visto gente en Boulogne, a un amigo nuestro, y no hace mucho tiempo.
—¡Gente…! ¿A un amigo nuestro?
—Tenéis mala memoria.
—¡Ah! Es verdad. ¿Bragelonne?
—Justamente.
—¿Que iba con una misión cerca del rey Carlos?
—Eso es. ¿Y no le habéis dicho ni os ha dicho nada?
—No recuerdo bien lo que le he dicho, os lo aseguro; pero sí sé lo que no le he dicho.
Wardes era la sagacidad misma, y conocía en la actitud de Guiche, actitud llena de frialdad y dignidad, que la conversación tomaba mal giro. Resolvió, por tanto, dejarse llevar de la conversación y estar sobre si.
—¿Y qué es, si no lo lleváis a mal, eso que no le habéis dicho? —preguntó Guiche.
—¿Qué queréis que sea? Lo concerniente a La Vallière.
—La Vallière… ¿Qué es ello? ¿Y qué extraña cosa es ésa que habéis sabido allá, mientras que Bragelonne, que estaba aquí, no la ha sabido?
—¿Me hacéis seriamente la pregunta?
—No puede ser más seriamente.
—¡Cómo! ¿Vos, cortesano, que vivís en las habitaciones de Madame, que sois comensal de la casa, amigo de Monsieur y favorito de nuestra linda princesa?
Guiche se encendió en cólera.
—¿De qué princesa habláis? —preguntó.
—No conozco más que una, querido. Hablo de Madame. ¿Tendríais por casualidad, alguna otra princesa en el corazón? Veamos.
Guiche iba a precipitarse; pero vio la finta.
Era inminente una lucha entre ambos jóvenes. Wardes quería la contienda sólo en nombre de Madame, mientras que Guiche sólo la aceptaba en nombre de La Vallière. Desde aquel momento empezó, pues, un juego de fintas, que debía durar hasta que uno de los dos fuese tocado.
Guiche recobró toda su sangre fría.
—Para nada hay que mezclar a Madame en todo esto, amigo Wardes —dijo Guiche—; de lo que se trata es de lo que decíais poco ha.
—¿Y qué decía?
—Que habíais ocultado a Bragelonne ciertas cosas.
—Que sabéis vos tan bien como yo —replicó Wardes.
—No, a fe mía.
—¡Vaya!
—Si me las decís las sabré; pero no de otro modo, os lo juro.
—¡Cómo! Llego de fuera, de sesenta leguas de distancia; no os habéis movido de aquí, habéis visto con vuestros propios ojos, conocéis lo que, según el rumor público, me ha llevado allá, ¿y os oigo decir seriamente que nada sabéis? ¡Oh conde, no tenéis caridad!
—Será como gustéis, Wardes; pero, os lo repito, no sé nada.
—Os hacéis el discreto, y eso es prudente.
—¿De suerte que no me decís nada, así como tampoco lo habéis dicho a Bragelonne?
—Hacéis oídos de mercader. Estoy seguro de que Madame no sería tan dueña de sí misma como vos.
«¡Ah, gran hipócrita! —murmuró Guiche—. Ya has vuelto a tu terreno».
—Pues bien —continuó Wardes—, ya que es tan difícil entendernos acerca de La Vallière y Bragelonne, hablemos de vuestros asuntos personales.
—¡Si yo no tengo asuntos personales! —exclamó Guiche—. Supongo que no habréis dicho de mí a Bragelonne nada que no podáis repetírmelo a sí.
—No; pero tened entendido, Guiche, que cuanto más ignorante soy en algunas cosas, más obstinado soy en otras. Si se tratara, por ejemplo, de hablaros de las relaciones del señor de Buckingham en París, cómo he hecho el viaje con el duque, podría deciros cosas muy interesantes. ¿Queréis que os las diga?
Guiche se pasó la mano por la frente, bañada en sudor.
—No —dijo—, cien veces no, porque no tengo curiosidad de saber lo que no me toca. El señor de Buckingham no es para mí más que un simple conocido, mientras que Raúl es un amigo íntimo. No tengo, por tanto, la menor curiosidad de saber lo que haya sucedido al señor de Buckingham, y tengo el mayor interés en conocer lo que le ha sucedido a Raúl.
—¿En París?
—En París o en Boulogne. Ya veis que estoy aquí, y si sobreviene algún acontecimiento puedo hacer frente a él, mientras que Raúl está ausente y no tiene más que a mí que pueda representarle; de consiguiente, los asuntos de Raúl son antes que los míos.
—Pero Raúl volverá.
—Sí, una vez terminada su misión. Entretanto, ya comprenderéis que no puedo dejar correr rumores desfavorables a él, sin que yo los examine.
—Con tanto más motivo, cuanto que estará en Londres bastante tiempo —dijo Wardes con socarronería.
—¿Lo creéis así? —preguntó Guiche ingenuamente.
—¡Diantre! ¿Creéis que lo hayan enviado a Londres para no hacer más que ir y volver…? No: lo han enviado a Londres para que se quede allí.
—¡Ah, conde! —exclamó Guiche apretando con fuerza la mano a Wardes—. Esa es una sospecha en extremo injuriosa para Bragelonne, y que justifica perfectamente lo que me ha escrito desde Boulogne.
Wardes quedó helado; la afición a las chanzonetas le había llevado demasiado lejos, y con su imprudencia dio la ventaja a su antagonista.
—¿Y qué es lo que ha escrito? —preguntó.
—Que le habíais deslizado algunas insinuaciones pérfidas contra La Vallière, y que os burlabais al parecer de su gran confianza en esa joven.
—Sí, todo eso hice —dijo Wardes—, y al hacerlo, estaba dispuesto a que el vizconde de Bragelonne me replicase lo que dice un hombre a otro cuando éste le ha disgustado. Así, por ejemplo, si se tratara de buscar contienda con vos, os diría que Madame, después de haber distinguido al señor de Buckingham, pasa en la actualidad por haber despedido al gallardo duque sólo en beneficio vuestro.
—¡Oh! Eso no me lastimaría en lo mas mínimo, querido Wardes —dijo Guiche sonriendo, a pesar del escalofrío que corrió por sus venas como una inyección de fuego…—. ¡Diantre! Semejante favor sería miel.
—De acuerdo; pero si quisiera absolutamente romper con vos, buscaría un mentís, y os hablaría de cierto bosquecillo en donde os encontrasteis con aquella princesa, de ciertas genuflexiones, de ciertos besamanos… Y vos, que sois hombre discreto, vivo y pundonoroso…
—Pues bien, no, os lo juro —replicó Guiche interrumpiéndole con una sonrisa en los labios, aunque se creía próximo a morir—, tampoco eso me haría saltar, ni os daría mentís ninguno. ¿Qué queréis, amigo conde? Yo soy así; en las cosas que me atañen soy de hielo. ¡Ah! Otra cosa es cuando se trata de un amigo ausente, de un amigo que, al marcharse, me ha confiado sus intereses. ¡Oh! ¡Para éste, ya lo veis, Wardes, soy todo fuego!
—Os comprendo, señor de Guiche; pero por más que digáis, no puede en este instante haber cuestión entre nosotros, ni por Bragelonne, ni por esa muchacha sin importancia a quien llaman La Vallière.
En aquel momento atravesaban por el salón algunos cortesanos, quienes, habiendo oído ya las palabras que acababan de pronunciarse, podían oír también las que iban a seguir.
Wardes lo conoció, y prosiguió en voz alta:
—¡Oh! Si la Vallière fuese una coqueta como Madame, cuyos arrumacos, supongo que en extremo inocentes, han hecho enviar primero al señor de Buckingham a Inglaterra, y después desterrado a vos mismo… porque ello es que os dejasteis coger por sus arrumacos, ¿no es verdad, señor?
Los cortesanos acercáronse, yendo a su frente Saint-Aignan, y detrás Manicamp.
—¿Y qué queréis, amigo? —dijo Guiche riendo—. Todos saben que soy un fatuo. Tomé por lo serio una chanza, y eso me ocasionó el destierro. Pero conocí mi error, puse mi vanidad a los pies de quien correspondía, y conseguí que me llamaran, reconociendo mi falta y haciendo propósito de enmienda. Y ya lo veis, hasta tal punto me he enmendado, que me río ahora de lo que hace cuatro días me destrozaba el corazón. Pero Raúl ama y es amado, y no se ríe de los rumores que pueden turbar su felicidad, de los rumores de que os habéis hecho intérprete, no obstante saber, como yo, como estos caballeros, y como todo el mundo sabe, que esos rumores no eran más que una calumnia.
—¡Una calumnia! —murmuró Wardes furioso de verse cogido en el lazo por la sangre fría de Guiche.
—Sí, una calumnia. ¡Pardiez! Aquí está su carta, en que me dice que habéis hablado mal de la señorita de La Vallière, y me pregunta si lo que habéis dicho de esa joven es verdad. ¿Queréis que haga jueces a estos señores, Wardes?
Y Guiche, con la mayor sangre fría, leyó en voz alta el párrafo de la carta relativo a La Vallière.
—Y ahora —prosiguió Guiche—, estoy bien convencido de que habéis querido turbar el reposo de mi amigo Bragelonne, y de que vuestros dichos eran maliciosos.
Wardes miró en torno suyo a fin de ver si encontraría apoyo en alguna parte; pero la sola idea de que había insultado, ya fuese directa o indirectamente, a la q e era el ídolo del día, hizo a todos mover la cabeza, y Guiche sólo vio hombres dispuestos a darle la razón.
—Señores —dijo Guiche conociendo por instinto el sentimiento general—, nuestra discusión con el señor de Wardes versa sobre un punto tan delicado, que importa sobremanera que nadie oiga más de lo que vosotros habéis oído. Os suplico, pues, que guardéis las puertas y nos dejéis terminar nuestra conversación, como conviene a hidalgos, uno de los cuales ha dado al otro un mentís.
—¡Señores, señores! —exclamaron todos.
—¿Creéis que haya hecho mal en defender a la señorita de La Vallière? —dijo Guiche—. En ese caso, me condeno y retiro las palabras hirientes que haya podido decir contra el señor de Wardes.
—¡Ca! —dijo Saint-Aignan—. ¡No…! La señorita de La Vallière es un ángel.
—La virtud, la pureza en persona.
—Ya veis, señor de Wardes —dijo Guiche—, que no soy el único que toma la defensa de esa pobre niña. Señores, por— segunda vez, os suplico que nos dejéis. Ya veis que nadie puede estar más sereno de lo que estamos.
Los cortesanos no deseaban otra cosa que alejarse, y unos se dirigieron a una puerta y otros a otra. Ambos jóvenes quedaron solos.
—¡Bien representado! —dijo Wardes al conde.
—¿No es cierto? —replicó éste.
—¿Qué queréis? Me he embrutecido en provincia, querido, mientras que vos me confundís con el dominio que habéis adquirido sobre vos mismo, conde; siempre se gana algo en las relaciones con las mujeres, y os doy por ello la más sincera enhorabuena.
—La acepto.
—Y se la daré también a Madame.
—¡Oh! Ahora, mi querido señor de Wardes, hablemos tan alto como queráis.
—No me provoquéis.
—¡Oh, sí! ¡Quiero provocaros! Ya sois conocido como un mal hombre; si hacéis eso, pasaréis por un cobarde, y Monsieur os hará ahorcar esta noche de la falleba de su ventana. Hablad, mi querido Wardes, hablad.
—Estoy derrotado.
—Sí, mas no tanto como conviene.
—Veo que no os disgustaría molerme bien los huesos.
—Ni mucho menos.
—¡Diantre! Es que por ahora, mi querido conde, me viene mal; no es cosa que pueda convenirme una partida, después de la que he jugado en Boulogne; he perdido allá mucha sangre, y al menor esfuerzo volverían a abrirse mis heridas. ¡Pronto daríais cuenta de mí!
—Es verdad —dijo Guiche—, y sin embargo, hace poco habéis hecho alarde de vuestro buen aspecto y de vuestro buen brazo.
—Sí, los brazos se mantienen bien, pero tengo débiles las piernas, y luego, no he vuelto a tomar en la mano el florete desde aquel maldito duelo, cuando vos, por el contrario, estoy cierto de que os ejercitaréis en la esgrima todos los días para poner buen término a vuestra añagaza.
—Por mi honor, señor —contestó Guiche—, hace medio año que no me ejercito.
—No, conde; bien meditado todo, no me batiré, a lo menos con vos. Esperaré a Bragelonne, puesto que decís que Bragelonne es quien me tiene ganas.
—¡Ah! ¡No; no esperaréis a Bragelonne! —exclamó Guiche fuera de sí—. Porque, según habéis dicho vos mismo, Bragelonne puede tardar en volver, y entretanto vuestro carácter perverso llevará a cabo su obra.
—Sin embargo, tendré una excusa. ¡Cuidado!
—Os doy ocho días para acabar de restableceros.
—Eso ya es otra cosa. En ocho días, ya veremos.
—Sí, ya comprendo. En ocho días hay tiempo para huir del enemigo. Pues no, ni uno solo.
—Estáis loco, señor —dijo Wardes, dando un paso como para retirarse.
—¡Y vos sois miserable, si no os batís de buen grado!
—¿Y qué?
—Os denunciaré al rey por haber rehusado batiros, después de haber insultado a La Vallière.
—¡Ah! —exclamó Wardes—. Sois peligrosamente pérfido, señor hombre honrado.
—Nada más peligroso que la perfidia del que marcha siempre lealmente.
—Devolvedme entonces mis piernas, o haceos sangrar para equilibrar todas las probabilidades.
—No; aún podemos hacer otra cosa mejor.
—¿Qué?
—Montaremos los dos a caballo, y cambiaremos tres pistoletazos. Sois gran tirador, pues os he visto matar golondrinas a galope y con bala. No digáis que no, porque yo lo he visto.
—Creo que tenéis razón que tenéis razón —dijo Wardes—, y es posible que os mate del mismo modo.
—Ciertamente, me haríais un favor.
—Pondré lo que esté de mi parte.
—¿Queda convenido?
—Convenido.
—Vuestra mano.
—Aquí está… pero, con una condición.
—¿Cuál?
—Que me juréis no decir ni hacer decir nada al rey.
—Os lo juro.
—Voy a buscar mi caballo.
—Y yo el mío.
—¿Adónde iremos?
—A la llanura; conozco un sitio excelente.
—¿Iremos juntos?
—¿Por qué no?
Y dirigiéndose ambos hacia las caballerizas, pasaron por debajo de las ventanas de Madame, suavemente iluminadas. Detrás de las cortinas de encaje deslizábase una sombra.
—He ahí una mujer —dijo Wardes sonriendo— que no sospecha que vamos a matarnos por ella.