Montalais tenía razón. El señor de Guiche, llamado por todas partes, estaba muy expuesto por la multiplicidad misma de os asuntos, a no contestar en ninguna.
Así sucedió que Madame, tal es la fuerza de las situaciones débiles, no obstante su orgullo ofendido, a pesar de su cólera interior, nada pudo decir, al menos por aquel instante, a Montalais, que acababa de infringir con tan osadía la consigna casi real que la había alejado.
Guiche perdió también la cabeza, o mejor dicho, la había perdido ya antes de la llegada dé Montalais: porque, no bien oyó la voz de la joven, sin despedirse de Madame, como exigía la más elemental cortesía, aun entre iguales, huyó, con el corazón encendido y la cabeza loca, dejando a la princesa con una mano levantada y haciendo un ademán de despedida.
Y era que Guiche podía decir, como dijo Querubín cien años después, que llevaba en los labios dicha para una eternidad.
Montalais halló, pues, a los dos amantes en gran desorden; desorden en el que huía y desorden en la que quedaba.
La joven murmuró entonces, echando en torno suyo una mirada investigadora:
—Creo que por ahora sé cuanto podía desear saber la mujer más curiosa.
Madame se quedó tan turbada con aquella mirada inquiridora, que, como si hubiera oído el aparte de Montalais, no dijo una palabra a su camarista, y, bajando la cabeza, pasó a su alcoba.
Viendo lo cual Montalais, se puso a escuchar.
Entonces oyó que Madame corría los cerrojos de su habitación. Comprendió por ese ruido que tenía la noche por suya, y, haciendo en dirección a la puerta que acababa de cerrarse un ademán bastante irreverente que quería decir: «¡Buenas noches, princesa!», bajó a reunirse otra vez con Malicorne, que se hallaba a la sazón muy ocupado en seguir con la vista un correo polvoriento que salía del aposento del conde de Guiche.
Montalais conoció que Malicorne tenía entre manos alguna obra de importancia, y le dejó tender la vista y alargar el cuello. Después que Malicorne volvió a tomar su posición natural, le dio un golpecito en el hombro.
—¡Hola! —preguntó Montalais—. ¿Qué hay de nuevo?
—El señor de Guiche ama a Madame —dijo Malicorne.
—¡Noticias frescas! Yo sé algo más nuevo.
—¿Y qué sabéis?
—Que Madame ama al señor de Guiche.
—Lo uno es consecuencia de lo otro.
—No siempre, mi buen señor.
—¿Decís eso por mí?
—Las personas presentes quedan siempre exceptuadas.
—Gracias —contestó Malicorne—. ¿Y por la otra parte?
—El rey quiso esta noche, después de la lotería, ver a la señorita de La Vallière.
—¿Y la ha visto?
—No.
—¿Cómo que no?
—La puerta estaba cerrada.
—De modo que…
—De modo que el rey se volvió todo corrido, como ladrón que ha olvidado sus instrumentos.
—Bien.
—¿Y por la otra parte? —dijo Montalais.
—El correo que acaba de llegar para el señor de Guiche es enviado por el señor Bragelonne.
—¡Bueno! —dijo Montalais dando una palmada.
—¿Por qué bueno?
—Porque tenemos ocupación. Si ahora nos aburrimos, grande será nuestra desgracia.
—Importa dividirnos el trabajo —dijo Malicorne—, a fin de evitar confusión.
—Nada más sencillo —replicó Montalais—. Tres intrigas un poco animadas, manejadas con cierta cautela, dan una con otra, echándolo por lo corto, tres billetes por día.
—¡Oh! —exclamó Malicorne encogiéndose de hombros—. No tenéis en cuenta, amigo, que tres billetes al día es propio de gente vulgar. Un mosquetero de servicio, una muchacha en el convento, cambian su billete cotidiano por encima de la escala o por el agujero hecho en la pared. En un billete se encierra toda la poesía de esos pobres corazoncitos. Pero, entre nosotros… ¡Oh! ¡Qué poco conocéis la ternura real, amiga mía!
—Vamos, concluid —dijo impacientemente Montalais—. Mirad que puede venir alguien.
—¡Concluir! No estoy más que en la narración. Me quedan aún tres puntos que tocar.
—¡Me haréis morir con vuestra cachaza de flamenco! —murmuró Montalais.
—Y vos me haréis perder la cabeza con vuestras vivacidades de italiana. Os decía, pues, que nuestros enamorados se escribirán volúmenes. Pero ¿adónde vais a parar?
—A esto: que ninguna de nuestras damas puede conservar las cartas que reciba.
—Está claro.
—Que el señor de Guiche no se atreverá tampoco a guardar las suyas.
—Es probable.
—Pues bien, yo guardaré todo eso.
—Ved ahí lo que es imposible —dijo Malicorne.
—¿Y por qué?
—Porque no estáis en casa propia; porque vuestra habitación es común a La Vallière y a vos; porque se hacen con frecuencia visitas y registros en el cuarto de una camarista, y porque temo mucho a la reina, celosa como una española, a la reina madre celosa como dos españolas, y, finalmente, a Madame celosa como diez españolas.
—Me parece que olvidáis a alguien.
—¿A quién?
—A Monsieur.
—Solamente hablaba de las mujeres. Clasifiquemos, pues, a Monsieur con el número 1.
—Nº 2, Guiche.
—Nº 3, el vizconde de Bragelonne.
—Nº 4, el rey.
—¿El rey?
—Ciertamente, el rey, que será no sólo mas celoso, sino más poderoso que todos. ¡Ay, querida!
—¿Qué más?
—¡En qué avispero os habéis metido!
—No mucho todavía, si queréis seguirme…
—Sí que lo quiero. No obstante…
—No obstante…
—Puesto que aún es tiempo, creo que lo más prudente sería retroceder.
—Y yo, antes bien, creo que lo más prudente será ponernos de golpe frente de todas esas intrigas.
—No creo que podáis manejarlas.
—Con vos sería capaz de manejar diez. Ese es mi elemento, pues he nacido para vivir en la Corte, como la salamandra en el fuego.
—Vuestra comparación no me calma, querida amiga. He oído decir a sabios muy sabios, en primer lugar que no hay tales salamandras, y que si las hubiese, quedarían perfectamente asadas al salir del fuego.
—Vuestros sabios podrán ser muy sabios en materia de salamandras, pero vuestros sabios no os dirán lo que yo voy a decir ahora mismo, y es que Aura de Montalais está llamada a ser, antes de un mes, el primer diplomático de la corte francesa.
—Bien, o a condición de que yo sea el segundo.
—Esta dicho: alianza ofensiva y defensiva, entiéndase.
—Lo que os aconsejo es que desconfiéis de las cartas.
—Os las entregaré conforme me las vayan dando.
—¿Qué diremos al rey de Madame?
—Que Madame sigue amando al rey.
—¿Qué diremos a Madame del rey?
—Que haría mal en no contemplarle.
—¿Qué diremos a La Vallière de Madame?
—Todo cuanto queramos, pues es nuestra.
—¿Nuestra?
—Doblemente.
—¿Cómo es eso?
—Por el vizconde de Bragelonne, primero.
—Explicaos.
—Supongo no habréis olvidado que el señor de Bragelonne ha escrito muchas cartas a la señorita de La Vallière.
—Yo no olvido nada.
—Esas cartas era yo quien las recibía y quien las guardaba.
—¿Y por consiguiente las tendréis?
—Las tengo.
—¿Dónde? ¿Aquí?
—¡Oh, no! Las tengo en Blois, en el cuartito que ya sabéis.
—Cuartito querido, cuartito amoroso, antecámara del palacio que os haré habitar un día. Pero, perdón; ¿decís que todas esas cartas están en ese cuartito?
—Sí.
—¿No las guardabais en un cofre?
—Sí, por cierto; en el mismo cofre en que guardaba las que vos me remitíais, y donde depositaba las mías cuando vuestros asuntos os impedían acudir a la cita.
—¡Ah! Perfectamente —dijo Malicorne.
—¿Qué significa esa satisfacción?
—Significa que nos ahorramos ir a Blois por las cartas. Las tengo aquí.
—¿Habéis traído el cofre?
—Lo apreciaba mucho viniendo de vos.
—Pues tened cuidado; el cofre guarda originales que tendrán gran precio más adelante.
—Lo sé muy bien, ¡diantre!, y por eso mismo me río, y con toda mi alma.
—Ahora, una última palabra.
—¿Por qué una última?
—¿Necesitamos auxiliares?
—Ninguno.
—Criados, criadas…
—¡Malo, detestable! Vos misma daréis y recibiréis las cartas. ¡Oh! Nada de orgullo: sin lo cual, no haciendo sus negocios por sí mismo, el señor Malicorne y la señorita Aura se verán reducidos a verlos hacer por otros.
—Tenéis razón; pero ¿qué pasa en el aposento del señor de Guiche?
—Nada; el conde abre su ventana.
—Marchémonos.
Y los dos desaparecieron; la conjuración estaba anudada.
La ventana que acababa de abrirse era, en efecto, la del conde de Guiche.
Pero, como podrían pensar tal vez los que no están en antecedentes, no era sólo por ver la sombra de, Madame a través de las cortinas por lo que el conde asomábase a la ventana; su preocupación no era del todo amorosa. Según hemos dicho, acababa de recibir un correo, el cual le había sido enviado por Bragelonne. Bragelonne había escrito a Guiche.
Este había leído y releído la carta; carta que le había hecho gran impresión.
—¡Extraño! ¡Muy extraño! —murmuraba—. ¡Por qué medios tan poderosos lleva el destino a los hombres a sus fines!
Y, apartándose de la ventana para aproximarse a la luz, leyó por tercera vez aquella carta, cuyas líneas abrasaban a la vez su mente y sus ojos.
Calais.
Mi estimado conde: He encontrado en Calais al señor de Wardes, que salió herido gravemente en un lance con el señor de Buckingham. No ignoráis que Wardes es hombre valiente, pero rencoroso y de mala índole.
Me ha hablado de vos, hacia quien dice siente gran inclinación, y de Madame, que encuentra hermosa y amable.
Ha adivinado vuestro amor por la persona que sabéis.
También me ha hablado de una persona a quien amo, y me ha manifestado el más vivo interés, compadeciéndome mucho, pero todo ello con rodeos, que me asustaron en un principio, y que concluí luego por tomar como resultado de sus hábitos de misterio.
El hecho es éste:
Parece que ha recibido noticias de la Corte. Ya comprenderéis que no ha podido ser sino por conducto del caballero de Lorena.
Se habla, dicen esas noticias, de un cambio efectuado en los sentimientos del rey.
Ya sabéis a lo que eso hace relación.
Además, decían las noticias, se habla de una camarista que da pábulo a la maledicencia.
Estas frases vagas no me han permitido dormir. He deplorado mucho que mi carácter, recto y débil, a pesar de cierta obstinación, me haya dejado sin réplica a esas insinuaciones.
En una palabra, el señor de Wardes marcha a París y no he querido retrasar su partida con explicaciones. Además, confieso que me parecía duro atormentar a un hombre cuyas heridas apenas están cerradas.
Viaja, pues, a jornadas cortas, y va para asistir, según dice, al curioso espectáculo que no puede menos de ofrecer la Corte dentro de poco tiempo.
Añadió a estas palabras algunas felicitaciones, y luego ciertas condolencias. Ni unas ni otros he podido comprender. Hallábame aturdido por mis pensamientos y por mi desconfianza hacia ese hombre: desconfianza que, como sabéis mejor que nadie, jamás he podido vencer.
Pero, luego que se marchó, mi espíritu se calmó algún tanto.
Es imposible que un carácter como el de Wardes no haya infiltrado algo de su malignidad en las relaciones que hemos tenido juntos.
Es imposible, por consiguiente, que en todas las palabras misteriosas que me ha dicho el señor de Wardes, no haya un sentido misterioso que pueda aplicarme a mí mismo o a quien sabéis.
Precisado a marchar con toda la prontitud para obedecer al rey, no he pensado en ir tras de alardes para obtener la explicación de sus reticencias; pero os envío un correo con esta carta que os expondrá todas mis dudas. Vos, a quien considero como otro yo, haréis lo que os parezca mejor.
El señor de Wardes llegará dentro de poco; procurad saber lo que ha deseado decir, si es que no lo sabéis ya.
Por lo demás, el señor de alardes ha sostenido que el señor de Buckingham había salido de París muy satisfecho de Madame; asunto es éste que me habría hecho tirar inmediatamente de la espada, a no ser por la obligación en que me considero de anteponer ante todo el servicio del rey.
Quemad esta carta, que os entregará Olivain.
Quien dice Olivain, dice la seguridad.
Tened a bien, apreciado conde, hacer presente mis afectuosos recuerdos a la señorita de La Vallière, cuyas manos beso respetuosamente.
Recibid un abrazo de vuestro afectísimo,
VIZCONDE DE BRAGELONNE.
P.D. Si ocurriera alguna cosa grave, pues todo debe preverse, querido amigo, enviadme un correo con esta sola palabra: Venid, y me hallaré en París treinta y seis horas después de haber recibido vuestra carta."
Guiche suspiró, dobló la carta por tercera vez, y, en vez de quemarla como le encargaba Raúl, se la puso en el bolsillo.
Necesitaba leerla y releerla todavía.
—¡Qué confusión y qué confianza a la vez! —murmuró el conde—. Toda el alma de Raúl está en esta carta. ¡Olvida en ella al conde de la Fère, y habla de su respeto hacia Luisa! ¡Me da a mí un aviso y me suplica por él…! ¡Ah! —prosiguió Guiche con un gesto amenazador—. ¿Os mezcláis en mis asuntos, señor de Wardes? Pues bien, yo me ocuparé de los vuestros. En cuanto a ti, pobre Raúl, tu corazón me deja un depósito sobre el cual yo velaré, pierde cuidado.
Hecha esta promesa, pasó Guiche recado a Malicorne para que fuese a verle sin tardanza, si era posible.
Malicorne acudió con una actividad que era el primer resultado de su conversación con Montalais.
Cuanto más preguntó Guiche, que creíase a cubierto, Malicorne, que trabajaba a la sombra, más comprendió a su interlocutor.
De aquí resultó que, después de un cuarto de hora de conversación, durante la cual creyó Guiche haber descubierto toda la verdad acerca de La Vallière y del rey, no supo nada más que lo que había visto por sus propios ojos, mientras que Malicorne supo o adivinó que Raúl desconfiaba desde lejos, y que Guiche iba a velar sobre el tesoro de las Hespérides.
Malicorne aceptó el papel de dragón.
Guiche creyó haber hecho cuanto había que hacer en favor de su amigo, y no se ocupó más que de sí propio.
Anunciase en la noche siguiente la vuelta de Wardes, y su primera aparición en el aposento del rey.
Después de su visita debía el convaleciente ir a la habitación de Monsieur. Guiche fue a ver a Monsieur una hora antes.