Hemos visto que el conde de Guiche se había marchado del salón el día en que Luis XIV ofreció con tanta galantería a La Vallière los maravillosos brazaletes ganados en la lotería.
El conde permaneció paseando por algún tiempo fuera de Palacio, devorado su corazón por mil sospechas e inquietudes.
Después se le vio acechar en la terraza, frente a los tresbolillos, la salida de Madame.
Pasó una media hora larga. Sólo enteramente, no podía tener pensamientos más halagüeños.
Sacó su librito de memorias del bolsillo, y, después de muchas dudas, se decidió a escribir estas palabras:
«Señora: Os suplico que me concedáis un minuto de conversación. No os alarméis por esta petición, que nada ajena es al profundo respeto con que, etc., etc».
Firmaba esta rara súplica, doblada en forma de billete amoroso, cuando vio salir del palacio varias mujeres, luego algunos hombres, y en una palabra, casi toda la tertulia de la reina.
Vio a la misma La Vallière, y también a Montalais, hablando con Malicorne.
Distinguió hasta el último de los convidados que poco antes poblaban el gabinete de la reina madre.
Madame no había pasado; pero por fuerza tenía que atravesar aquel patio para volver a su cuarto, y Guiche espiaba el patio desde la terraza.
Por último, vio salir a Madame con dos pajes que llevaban los hachones.
Caminaba de prisa, y cuando llegó a su puerta gritó:
—Pajes, que vayan a informarse dónde está el señor conde de Guiche. Tiene que darme cuenta de una comisión. Si está desocupado, decidle que haga el favor de venir a verme.
Guiche permaneció mudo y ocultó en la sombra; pero apenas entró Madame, se lanzó de la terraza, bajando aprisa los escalones, y tomó el aire más indiferente para hacerse encontrar por los pajes, que corrían ya hacia su cuarto.
«¡Ah! ¡Madame me manda buscar!», se dijo, todo emocionado. Y guardóse el billete, qué había llegado a ser inútil.
—Conde —dijo uno de los pajes divisándole—, fortuna ha sido encontraros.
—¿Qué hay señores?
—Una orden de Madame.
—¿Una orden de Madame? —dijo Guiche con aire de sorpresa.
—Sí, conde, Su Alteza Real desea veros; según nos ha dicho, tenéis que darle cuenta de una comisión. ¿Estáis libre?
—Estoy a las órdenes de Su Alteza Real.
—Pues tened a bien seguirnos. Cuando Guiche subió a la habitación de la princesa, encontró a ésta pálida y agitada.
Montalais permanecía a la puerta, algo quieta por lo que pasaría con el anillo de Madame.
Guiche se presentó.
—¡Ah! ¿Sois vos señor de Guiche? —preguntó Madame—. Tened a bien entrar… Señorita de Montalais, a terminado vuestro servicio.
Montalais, más alarmada aún, saludó y salió.
Los dos interlocutores quedaron solos.
El conde tenía toda la ventaja de su parte, pues Madame era la que le había dado la cita. ¿Mas cómo podía el conde aprovecharse de aquella ventaja? ¡Era tan fantástica Madame! ¡Tenía un carácter tan veleidoso Su Alteza Real!
Bien lo manifestó, porque, abordando al punto la conversación:
—Conde —le dijo—, ¿no tenéis nada que decirme?
Supuso Guiche que Madame había adivinado su pensamiento, y, como los que aman son crédulos y ciegos, como poetas o profetas, creyó que ella sabía los deseos que tenía de verla y la causa de esos deseos.
—Sí, señora —dijo—, y encuentro eso muy extraño.
—¡El asunto de los brazaletes! —exclamó Madame con viveza—. ¿No es eso?
—Sí, señora.
—¿Creéis que el rey esté enamorado? Decid.
Guiche miróla con detención; ella bajó los ojos ante aquella mirada que penetraba hasta el corazón.
—Creo —dijo— que el rey puede haber tenido el designio de atormentar a alguien; de no ser así, no se habría mostrado tan solícito como le vimos, ni se habría arriesgado a comprometer, por capricho, a una joven hasta ahora inaccesible.
—¡Bien! ¿Esa descarada? —dijo altivamente la princesa.
—Puedo asegurar a Vuestra Alteza Real —dijo Guiche con respetuosa firmeza— que la señorita de La Vallière es amada por un joven dignísimo porque es un cumplido caballero.
—¡Oh! ¿Habláis de Bragelonne?
—Mi amigo, sí, señora.
—Y bien, aun cuándo sea amigo vuestro, ¿qué le importa al rey?
—El rey sabe que Bragelonne está comprometido con la señorita de La Vallière; y, como Raúl ha servido al rey valerosamente, no es de presumir que el rey vaya a causar una desgracia irreparable.
Madame prorrumpió en carcajadas que hirieron a Guiche dolorosamente.
—Os repito, señora, que no considero al rey enamorado de La Vallière, y la prueba de que no lo creo, es que quería preguntaros a quién puede desear Su Majestad herir el amor propio en esta circunstancia. Vos, que conocéis la Corte, me ayudaréis a encontrar esa persona, con tanto mas vivo motivo, cuanto que, según todos dicen, Vuestra Alteza Real está en gran intimidad con el rey.
Madame se mordió los labios, y, a falta de buenas razones, cambió de conversación.
—Probadme —dijo, fijando en él una de esas miradas en las que el alma parece pasar toda entera—, probadme que deseabais hablarme a mí, que os he llamado.
Guiche sacó de su librito de memorias lo que había escrito, y se lo enseñó.
—Simpatía —dijo Madame.
—Sí —repuso el conde con insuperable ternura—, sí, simpatía; pero yo os he explicado cómo y por qué os buscaba; vos, señora, aún no me habéis dicho para qué me habéis hecho llamar.
—Es verdad.
Y pareció vacilar.
—Esos brazaletes me harán perder la cabeza —añadió de repente.
—¿Esperabais vos que el rey os los ofreciese? —replicó Guiche.
—¿Por qué no?
—Pero antes que a vos, señora, antes que a su cuñada, ¿no tenía el rey a la reina?
—Y antes que a La Vallière —exclamó la princesa, resentida—, ¿no me tenía a mí, no tenía a toda la Corte?
—Os aseguro, señora —dijo respetuosamente el conde—, que si os oyesen hablar de esa manera, si viesen vuestros ojos enrojecidos, y, Dios me perdone, esa lágrima, que asoma por vuestras pestañas… ¡oh, sí todo el mundo diría que Vuestra Alteza Real está celosa!
—¡Celosa! —murmuró la princesa con altivez—. ¿Celosa yo de La Vallière?
Madame esperaba sojuzgar a Guiche con aquel ademán altivo y aquel tono orgulloso.
—Celosa de La Vallière, sí, señora —repitió el conde con energía.
—Creo, señor —balbució la princesa—, que os permitís insultarme.
—Yo no lo creo, señora —dijo el conde algo agitado, pero resuelto a domar aquella fogosa cólera.
—¡Salid! —gritó la condesa en el colmo de la exasperación, pues tanta era la rabia que le causaban la sangre fría y el respeto mudo de Guiche.
El conde retrocedió un paso, hizo un saludo con lentitud, se irguió, blanco como los encajes de sus puños, y con voz ligeramente alterada:
—No valía la pena —dijo— de que me apresurase para sufrir esta injusta desgracia.
Y le volvió la espalda sin precipitación.
No había aún dado cinco pasos, cuando corrió a él Madame como un tigre, y cogiéndole de una manga le hizo volver.
—El respeto que me afectáis —repuso trémula de rabia—, es más insultante que el insulto. ¡Vamos, insultadme, pero, al menos, hablad!
—Y vos, señora —dijo afablemente el conde desenvainando su espada—, atravesadme el corazón, pero no me hagáis morir a fuego lento.
Madame conoció en la mirada que Guiche fijó sobre ella, mirada llena de amor, de resolución y hasta de desesperación, que un hombre tan tranquilo en apariencia se atravesaría el pecho con la espada, si ella añadía una palabra.
Arrancóle el acero de las manos, y, apretándole el brazo con un delirio que podía pasar por ternura.
—Conde —dijo—, excusadme. Veis lo que sufro, y no tenéis misericordia de mí.
Las lágrimas, última crisis de aquel acceso, ahogaron su voz. Guiche, viéndola llorar, tomóla en sus brazos y la llevó hasta el sillón, oprimido todavía su corazón.
—¿Por qué —murmuró a sus pies—, por qué no me contáis vuestras penas? ¿Amáis a alguien? ¡Decídmelo! Yo moriré, pero será después de haberos aliviado, consolado y hasta servido.
—¡Oh! ¿Tanto me amáis? —replicó ella vencida.
—Os amo hasta ese extremo; sí señora.
Ella le abandonó sus manos.
—Amo, efectivamente —murmuró la princesa en voz tan baja que nadie hubiera podido oírla. Guiche la oyó.
—¿Al rey? —dijo.
La princesa movió la cabeza, y su sonrisa fue como esos claros que forman las nubes, por entre los cuales, después de la tempestad, cree uno ver abrirse el paraíso.
—Pero —repuso—, hay otras pasiones en un corazón bien nacido. El amor, es la poesía; pero la vida de ese corazón, es el orgullo. Conde, yo he nacido sobre el trono, y tengo el orgullo y dignidad propios de mi jerarquía. ¿Por qué el rey trata de acercar al su lado a personas indignas de él?
—¡Todavía, señora! —exclamó el conde—. ¿No reparáis que estáis maltratan o a esa infeliz muchacha que va a se esposa de mi amigo?
—¿Y sois tan simple para creer eso?
—Si no creyera —dijo Guiche muy pálido—, haría avisar inmediatamente a Bragelonne; sí, si creyese que esa pobre La Vallière había olvidado los juramentos que ha hecho a Raúl… Pero, no, sería una infamia vender el secreto de una mujer; sería un gran crimen turbar la tranquilidad de un amigo.
—¿Creéis, según eso —repuso la princesa, con un salvaje estallido de risa—, que la ignorancia sea una dicha?
—Lo creo —replicó él.
—¡Pues probadlo, probadlo! —dijo Madame con viveza.
—Nada mas fácil; señora, la Corte toda ha dicho que el rey os amaba, y que amabais al rey.
—¿Y qué? —dijo la princesa respirando penosamente.
—Suponed que Raúl, mi amigo, hubiese venido a decirme: «¡Sí, el rey ama a Madame; sí, el rey ha logrado ganarse el corazón de Madame…!» ¡Tal vez habría matado a Raúl!
—Hubiera sido preciso —dijo la princesa con esa obstinación de las mujeres que se consideran inexpugnables—, que el señor de Bragelonne hubiera tenido pruebas para hablaros así.
—De todos modos —respondió Guiche suspirando—, ello es que, no habiendo sido advertido, nada he profundizado, y hoy mi ignorancia me ha salvado la vida.
—Veo que lleváis hasta tal extremo el egoísmo y la frialdad —dijo Madame—, que dejaréis a ese desgraciado joven continuar amando a La Vallière.
—Hasta el día en que sepa que La Vallière es culpable, sí, señora.
—Pero ¿y los brazaletes?
—¡Ay, señora! Ya que vos esperabais recibirlos del rey, ¿qué hubiera yo podido decir?
El argumento era poderoso; la princesa se sintió vencida, hasta el punto de no volver a recobrarse más.
Pero, como tenía el alma llena de nobleza y un entendimiento claro, comprendió toda la delicadeza de Guiche.
Leyó evidentemente en su corazón que sospechaba que el rey amaba a La Vallière, y no quiso valerse de ese expediente vulgar, que consiste en arruinar a un rival en el ánimo de una mujer, dando a ésta la certeza de que ese rival corteja a otra mujer.
Adivinó que sospechaba de La Vallière, y que, para darle tiempo a convertirse, a fin de que no se perdiese para siempre, se reservaba alguna gestión directa o algunas observaciones más claras.
Leyó, en fin, tanta grandeza real, tanta generosidad en el corazón de su amante, que sintió abrasarse el suyo al contacto de una llama tan pura. Guiche, conservándose, aun a riesgo de desagradar, hombre de lealtad, se elevaba a clase de héroes, y la reducía al estado de mujer celosa y mezquina.
Y le amó tan intensamente, que no pudo menos de darle un testimonio de ello.
—He ahí una porción de palabras perdidas —dijo tomándole una mano—: sospechas, inquietudes, desconfianzas, dolores… creo que todos esos nombres hemos pronunciado.
—¡Ay! Sí, señora.
—Borradlas de vuestro corazón, como yo lo hago del mío. Conde, que La Vallière ame o no al rey, que el rey ame o no a La Vallière, hagamos desde este momento una distinción en nuestros dos papeles… ¿Por qué abrís tanto los ojos? Apuesto a que no me comprendéis.
—Sois tan viva, señora, que temo siempre desagradaros.
—¡No tembléis así bello asustado! —dijo ella con encantadora jovialidad—. Sí, señor, tengo que desempeñar dos papeles… Soy la hermana del rey, y la cuñada de su esposa. Con este título, ¿no es lógico que me mezcle en las intrigas del matrimonio…? ¿Qué decís?
—Lo menos posible, señora.
—Convengo en ello, mas ésta es una cuestión de dignidad; además, soy la esposa de Monsieur.
Guiche suspiró.
—Lo cual —repuso la princesa con ternura— debe induciros a hablarme siempre con el más soberano respeto.
—¡Oh! —murmuró el conde, cayendo a sus pies, que besó como si fueran los de una divinidad.
—En verdad —murmuró la princesa—, creo que tengo todavía otro papel… Ya lo olvidaba.
—¿Cuál, cuál?
—Soy mujer —dijo más bajo todavía—. Amo.
El conde se incorporó. Ella le abrió los brazos; sus labios se tocaron.
Oyéronse pasos detrás de la tapicería. Montalais llamó.
—¿Qué hay, señorita? —preguntó Madame.
—Buscan al señor de Guiche —respondió Montalais, la cual tuvo tiempo de observar todo el desorden de los actores de aquellos cuatro papeles, pues Guiche había constantemente desempeñado el suyo con la mayor heroicidad.