Capítulo IXAclaraciones

Aramis había efectuado una hábil maniobra para encontrarse con D’Artagnan y Porthos. Acercóse a este último detrás de la columna, y, apretándole la mano:

—¿Os habéis fugado de mi prisión? —le dijo.

—No le riñáis —dijo D’Artagnan—, pues he sido yo, querido Aramis, quien le ha hecho salir.

—¡Ah, amigo mío! —replicó Aramis mirando a Porthos—. ¿Es que habéis perdido la paciencia esperándome?

D’Artagnan acudió en ayuda de Porthos, que no sabía qué decir.

—Vosotros, los eclesiásticos —dijo a Aramis—, sois grandes políticos. Nosotros, los militares, vamos al bulto. He aquí el hecho. Fui a ver al buen Baisemeaux.

Aramis aguzó el oído.

—¡Ah! —exclamó Porthos—. Ahora me hacéis recordar que tengo una carta de Baisemeaux para vos, Aramis.

Y Porthos entregó al obispo la carta que ya conocemos.

Aramis pidió permiso para leerla, y la leyó, sin que D’Artagnan pareciese contrariado en lo más mínimo por aquella circunstancia, que había previsto absolutamente.

Por su parte, Aramis mostró tal serenidad, que D’Artagnan le admiró más que nunca. Leída la carta, guardósela Aramis en el bolsillo con la mayor indiferencia.

—Decíais, querido capitán… —dijo.

—Decía —prosiguió el mosquetero—, que fui a visitar a Baisemeaux para asuntos del servicio.

—¿Para asuntos del servicio? —dijo Aramis.

—Sí —contestó D’Artagnan—, y, naturalmente, hablamos de vos y de nuestros amigos. Por cierto que Baisemeaux me recibió con bastante frialdad. Me despedí. Cuando volvía, acercóseme un soldado, y, reconociéndome sin duda, a pesar de ir vestido de paisano, me dijo: «Capitán, ¿queréis tener la amabilidad de leer el nombre escrito en este sobre?». Y leí: «Al señor Du Vallon, en Saint-Mandé, casa del señor Fouquet». «¡Pardiez! —dije para mí—. Porthos no ha vuelto, como creía, a Pierrefonds o a Belle-Île. Porthos está en Saint Mandé en casa del señor Fouquet. El señor Fouquet no está en Saint Mandé. Luego Porthos está solo o con Aramis; vamos a ver a Porthos». Y fui a verle.

—¡Muy bien! —dijo Aramis pensativo.

—Pues no me habíais contado eso —repuso Porthos.

—No tuvo tiempo para ello, amigo mío.

—¿Y trajisteis a Porthos a Fontainebleau?

—A casa de Planchet.

—¿Reside Planchet en Fontainebleau? —preguntó Aramis.

—¡Sí, cerca del cementerio! —exclamó Porthos con aturdimiento.

—¿Cómo cerca del cementerio? —preguntó Aramis receloso.

«¡Bueno! —pensó el mosquetero—. Aprovechémonos de la sorpresa, puesto que no parece floja».

—Sí, cerca del cementerio —contestó Porthos—. Planchet es un excelente mozo, que hace excelentes confituras, pero tiene ventanas que dan al cementerio… ¡Es cosa que entristece! Así, esta mañana…

—¿Esta mañana? —interrumpió Aramis cada vez más alarmado. D’Artagnan volvió la espalda, y se puso a tamborilear en un vidrio un aire de marcha.

—Esta mañana —continuó Porthos— vimos enterrar un cristiano.

—¡Ah, ah!

—¡Es cosa que entristece! No viviría yo en una casa donde se están viendo continuamente muertos… Por el contrario, a D’Artagnan parece que le place mucho eso.

—¡Ah! ¿También vio D’Artagnan?

—No vio, sino que devoró con los ojos.

Aramis estremecióse y se volvió para mirar al mosquetero; pero éste se hallaba ya muy en conversación con Saint-Aignan.

Aramis prosiguió interrogando a Porthos, y después de exprimir todo el jugo de aquel limón gigantesco, arrojó la cáscara.

Acercóse a su amigo D’Artagnan, y le tocó en el hombro.

—Amigo —le dijo luego que se marchó Saint-Aignan, pues habían anunciado que iba a servirse la cena del rey.

—Querido amigo —replicó D’Artagnan.

—Nosotros no cenamos con el rey.

—Sí tal; yo, a lo menos.

—¿Podéis concederme diez minutos de conversación?

—Veinte. Es el tiempo que falta todavía para que Su Majestad se siente a la mesa.

—¿Dónde queréis que hablemos?

—Aquí, sobre estos bancos: habiéndose ausentado el rey, podemos sentarnos, y el salón está desierto.

—Sentémonos, pues.

Sentáronse. Aramis cogió una de as manos de D’Artagnan.

—Confesadme, querido amigo —dijo—, que habéis aconsejado a Porthos a que desconfíe algo de mí. Lo confieso, pero no en el sentido en que lo tomáis. He visto que Porthos estaba aburrido en extremo, y he deseado, presentándole al rey, hacer por él y por vos lo que nunca hubierais hecho vos mismo.

—¿Qué?

—Vuestro elogio.

—¡Y lo habéis hecho noblemente; gracias!

—Y os he acercado el capelo, que parecía aún bastante lejano.

—¡Ah! ¡Lo confieso! —dijo Aramis con particular, sonrisa—. En verdad sois el único para hacer la fortuna de vuestros amigos.

—Ya veis que lo que he hecho la sido solamente por el bien de Porthos.

—¡Oh! Yo me había encargado de hacer su suerte, pero vos tenéis el brazo más largo que nosotros.

Esta vez tocóle a D’Artagnan sonreír.

—Vamos a ver —dijo Aramis—; debemos hablarnos con confianza. ¿Me queréis todavía, mi querido D’Artagnan?

—Lo mismo que antes —respondió D’Artagnan, sin comprometerse ¡gran cosa con esta respuesta!

—Entonces, gracias, y franqueza por franqueza —dijo Aramis—, ¿fuisteis a Belle-Île por el rey?

—¡Diantre!

—¿Queríais privarnos del placer de ofrecer Belle-Île completamente fortificada al rey?

—Pero, amigo mío, para privaros de ese placer hubiera sido preciso que estuviese enterado de vuestra intención.

—¿Fuisteis a Belle-Île sin saber nada?

—De vos, sí. ¿Cómo diantres queréis que me figurase encontrar a Aramis convertido en ingeniero, hasta el punto de fortificar como Polibio o Arquímedes?

—Verdad es; no obstante, confesad que allá me adivinasteis.

—¡Oh! Sí.

—¿Y a Porthos también?

—Amigo querido, yo no adiviné que Aramis fuese ingeniero. Tampoco pude adivinar que Porthos lo fuese. Hay un proverbio latino que dice: «El poeta nace, el orador se hace». Pero jamás se ha dicho: «Se nace Porthos, y se hace ingeniero».

—Siempre lucís vuestro ingenio —dijo con frialdad Aramis—. Prosigo.

—Proseguid.

—Cuando os hicisteis dueño de nuestro secreto, os apresurasteis a ponerlo en conocimiento del rey.

—Y corrí tanto más aprisa, mi buen amigo, cuanto mayor vi que era vuestra precipitación. Cuando un hombre, que como Porthos, pesa doscientas cincuenta y ocho libras, corre la posta; cuando un prelado gotoso (dispensad, vos sois el que me lo ha dicho) cuando un prelado, repito, traga, por decirlo así, el camino, nada tiene de extraño que pensara que esos dos amigos, que no quisieron avisarme, me ocultaban cosas de gran importancia, y a fe mía corrí con tanta celeridad como me lo permitían mis pocas carnes y el no tener gota.

—Pero ¿no reflexionasteis que pudisteis hacernos a Porthos y a mí un flaco servicio?

—Sí que lo reflexioné; mas tanto Porthos como vos me obligasteis a hacer un papel bien triste en Belle-Île.

—Perdonadme —dijo Aramis.

—Excusadme —dijo D’Artagnan.

—¿De modo —prosiguió Aramis—, que en la actualidad lo sabéis todo?

—No, a fe mía.

—¿Sabéis que tuve que avisar al señor Fouquet a fin de que se anticipase a vos cerca del rey?

—Eso es lo que encuentro obscuro.

—No hay tal. ¿No sabéis que el señor Fouquet tiene enemigos?

—¡Oh, sí!

—Y especialmente tiene uno…

—¿Peligroso?

—¡Mortal! Pues bien, para combatir la influencia de ese enemigo, quiso el señor Fouquet dar pruebas al rey de grande adhesión y de grandes sacrificios, y le preparó una sorpresa a Su Majestad con el ofrecimiento de Belle-Île. Llegando vos a París el primero, la sorpresa quedaba frustrada… Podía parecer que cedíamos al temor.

—Comprendo.

—Ahí tenéis todo el misterio —dijo el obispo, satisfecho de haber convencido al mosquetero.

—Sólo que lo más sencillo —dijo éste— hubiera sido llamarme aparte en Belle-Île y decirme: «Querido amigo: estamos fortificando a Belle-Île-en-Mer para ofrecérsela al rey. Hacednos el favor de decirnos por cuenta de quién venís. ¿Sois amigo del señor Fouquet o del señor Colbert?». Quizá no hubiera contestado nada; pero hubierais añadido: «¿Sois amigo mío?». Y yo os hubiese dicho: «Sí». Aramis bajó la cabeza.

—De esa manera —continuó D’Artagnan— me habríais atado las manos, y hubiera dicho al rey. «Señor, vuestro superintendente fortifica Belle-Île, y muy bien; pero aquí tenemos este mensaje de que me ha encargado el gobernador de Belle-Île para Vuestra Majestad». O bien: «Aquí tenéis una visita del señor Fouquet relacionada con sus intenciones». Así no habría hecho yo un papel tonto, vosotros habríais gozado de vuestra sorpresa, y no tendríamos necesidad ahora de mirarnos de reojo al hablamos.

—Mientras que en la actualidad —repuso Aramis—, habéis procedido como amigo del señor Colbert. ¿Sois, en efecto, amigo suyo?

—¡No, a fe mía! —exclamó el capitán—. El señor Colbert es un pedante, y le odio como odiaba a Mazarino, pero sin temerle.

—Pues bien, yo —dijo Aramis— quiero al señor Fouquet, y soy completamente suyo. Ya conocéis mi posición… No tengo bienes… El señor Fouquet me ha procurado beneficios, un obispado: el señor Fouquet me ha obligado como hombre muy cumplido, y me acuerdo todavía bastante del mundo para saber apreciar un buen proceder. De consiguiente, el señor Fouquet me ha ganado el corazón, y me he consagrado a su servicio.

—Y habéis hecho muy bien: tenéis en él un buen amo.

Aramis mordióse los labios.

—Creo que el mejor de cuantos pueden tenerse.

Aquí hizo una pausa.

D’Artagnan se guardó mucho de interrumpirle.

—Ya os habrá dicho Porthos cómo se ha visto mezclado en todo esto.

—No —dijo D’Artagnan—; si bien es cierto que soy curioso, nunca pregunto a un amigo cuando conozco que éste quiere ocultarme su verdadero secreto.

—Pues voy a decíroslo.

—No os molestéis, si esa confidencia me compromete a algo.

—¡Oh! Nada temáis. Porthos es el hombre a quien más he querido, porque es sencillo y bueno; Porthos es un alma recta. Desde que soy obispo busco los caracteres sencillos, que me hacen amar la verdad, aborrecer la intriga.

D’Artagnan se atusó el bigote.

—Hice buscar a Porthos; estaba ocioso, y su presencia me recordaba mis bellos días de otra época, sin desviarme por eso del bien. Llamé a Porthos a Vannes. El señor Fouquet, que me quiere, sabiendo lo mucho que yo amaba a Porthos, le prometió la orden para la primera promoción. Ahí tenéis todo el secreto.

—No abusaré de él.

—Lo sé, pues nadie sabe mejor que vos lo que es el verdadero honor.

—Me precio de ello, Aramis.

—Ahora…

Y el obispo miró a su amigo hasta el fondo del alma.

—Ahora, hablemos de nosotros y por nosotros. ¿Queréis ser amigo del señor Fouquet? No me interrumpáis antes de saber lo que eso significa.

—Escucho.

—¿Queréis ser mariscal de Francia, par, duque, y poseer un ducado de un millón?

—Pero, amigo mío —replicó D’Artagnan—, para obtener todo eso, ¿qué es necesario hacer?

—Ser el hombre del señor Fouquet.

—Es que yo soy el hombre del rey, querido amigo.

—Pero presumo que no exclusivamente.

—¡Oh! D’Artagnan no es más que uno.

—Es natural que tengáis una ambición correspondiente a vuestro gran corazón.

—Sí que la tengo.

—Entonces…

—Sí, deseo ser mariscal de Francia; pero el rey me hará mariscal, duque, par; el rey me dará todo eso.

Aramis fijó en D’Artagnan su mirada penetrante.

—¿Pues no es el rey el amo? —añadió D’Artagnan.

—Nadie lo duda; pero Luis XIII era también el amo.

—¡Oh querido! Es que entre Richelieu y Luis XIII no había un D’Artagnan —dijo tranquilamente el mosquetero.

—Mirad que alrededor del rey hay innumerables piedras en que tropezar.

—No para el rey.

—Sin duda; pero…

—Mirad, Aramis, observo que todo el mundo piensa en sí propio, y nunca en ese principillo; pues yo quiero sostenerme, sosteniéndole a él.

—¿Y la ingratitud?

—¡Los débiles son quienes la temen!

—¿Estáis bien seguro de vos?

—Creo que sí.

—Pero el rey puede no necesitaros.

—Creo que me necesita más que nunca. Y si no, en el caso de tener que prender a un nuevo Condé, ¿quién le prendería? Esta… ésta sola en Francia.

Y D’Artagnan golpeó su espada.

—Tenéis razón —dijo Aramis, palideciendo.

Y se levantó y apretó la mano a D’Artagnan.

—Están dando el último aviso para la cena —dijo el capitán de mosqueteros—; permitidme…

Aramis rodeó con su brazo el cuello del mosquetero, y le dijo:

—Un amigo como vos es la más hermosa joya de la corona real. Enseguida se separaron.

«Bien decía yo —dijo para sí D’Artagnan— que aquí había algo».

«Hay que apresurarse a dar fuego a la pólvora —dijo Aramis—, pues D’Artagnan ha descubierto la mecha».