Capítulo VILo que se veía desde la casa de Planchet

El siguiente día sorprendió a los tres héroes durmiendo a pierna suelta.

Trüchen había cerrado los postigos de las ventanas para que el sol no les diera en los ojos al salir por levante.

De modo que reinaba noche obscura bajo las cortinas de Porthos, y bajo el baldaquino de Planchet, cuando D’Artagnan, despertado el primero por un rayo indiscreto que penetraba por un intersticio de la ventana, saltó de la cama como para llegar el primero al asalto.

Tomó en efecto por asalto el cuarto de Porthos, que estaba inmediato al suyo.

Porthos dormía lo mismo que zumba un trueno, y mostraba orgullosamente en la obscuridad su enorme cuerpo, del que colgaba fuera de la cama hasta el suelo su nervudo brazo.

D’Artagnan despertó a Porthos, quien se restregó los ojos con bastante soltura.

Mientras tanto se vestía Planchet, y salía a recibir a la puerta de su cuarto a los dos huéspedes, vacilantes todavía de resultas de la cena última.

Aunque aun era muy temprano, toda la casa estaba ya en pie. La cocinera degollaba sin piedad en el corral, y el viejo Celestino cogía cerezas en el jardín.

Porthos, satisfecho en extremo, tendió una mano a Planchet, y D’Artagnan pidió permiso para abrazar a la señora Trüchen.

Esta, que no conservaba odio a los vencidos, se aproximó a Porthos, al cual le fue otorgado igual favor.

Porthos abrazó a la señora Trüchen con un fuerte suspiro. Entonces Planchet cogió a los dos amigos de la mano.

—Voy a enseñaros la casa —dijo—. Anoche entramos aquí como en un horno, y no hemos visto nada; pero de día todo cambia de aspecto, y espero que no quedaréis descontentos.

—Principiemos por las vistas —dijo D’Artagnan—: las vistas me gustan más que nada; yo he vivido siempre en casas regias, y he observado que los príncipes no saben elegir mal sus puntos de vista.

—Yo —observó Porthos— he sido siempre aficionado a las vistas; así es que en mi posesión de Pierrefonds he hecho abrir cuatro alamedas que dan vista a una perspectiva muy pintoresca.

—Ahora veréis mi perspectiva —repuso Planchet.

Y condujo a sus huéspedes a una ventana.

—¡Ah, sí! Es la calle de Lyon —dijo D’Artagnan.

—Sí; por este lado hay dos ventanas, desde las que nada se ve de particular si no es esa posada de enfrente, siempre bulliciosa y alborotada; es una vecindad muy incómoda. Antes tenía cuatro ventanas a ese lado, pero he quitado dos.

—Adelante —dijo D’Artagnan.

Pasaron a un corredor que conducía a los dormitorios, y Planchet abrió los postigos.

—¡Calla! —dijo Porthos—. ¿Qué es aquello que se ve allá abajo?

—El bosque —dijo Planchet—. Ese es el horizonte; una densa faja amarilla en primavera, verde en verano, rojiza en otoño y blanca en invierno.

—Muy bien; pero es una cortina que impide ver más lejos.

—Sí —dijo Planchet—; pero desde aquí se ve…

—¡Ah! Ese gran campo… —dijo Porthos—. ¡Calla! ¿Qué es lo que diviso en él…? Cruces, piedras.

—¡Vamos! ¡Pero si es el cementerio! —exclamó D’Artagnan.

—Justamente —dijo Planchet—; y os aseguro que es muy curioso. No pasa día en que no entierren ahí a alguien. Fontainebleau tiene bastante gente. Unas veces son jóvenes vestidas de blanco, con pendones, otras regidores o vecinos pudientes, con los chantres y la fábrica de la parroquia; a veces también oficiales de la casa del rey.

—No me place eso mucho —dijo Porthos.

—No es muy divertido que digamos —añadió D’Artagnan.

—Os aseguro que eso inspira ideas santas —repuso Planchet.

—¡Ah! No digo que no.

—Pero —continuó Planchet—, algún día hemos de morir, y hay en no sé dónde una máxima que he retenido, y es la siguiente: «No hay pensamiento más saludable que el pensamiento de la muerte».

—No afirmo lo contrario —dijo Porthos.

—Pero —replicó D’Artagnan— también es un pensamiento saludable el del verdor de los campos, de las flores, de los ríos, de los horizontes azules, de las vastas llanuras sin fin…

—Si los tuviese no les haría ascos —contestó Planchet—; pero no teniendo más que ese pequeño cementerio, florido también, cubierto de musgo, sombrío y tranquilo, me contento con él, y pienso en la gente de la ciudad que vive, pongo por caso, en la calle de los Lombardos, y oye rodar dos mil carruajes al día, y andar por el lodo a ciento cincuenta mil personas.

—¡Pero vivas —exclamó Porthos—, vivas!

—Eso es precisamente —dijo Planchet con timidez— lo que me distrae de los muertos.

—Este diablo de Planchet —repuso D’Artagnan— ha nacido para poeta tanto como para abacero.

—Señor —dijo Planchet—, yo era una de esas buenas pastas de hombre que Dios ha hecho para animarse durante cierto tiempo, y considerar bueno todo lo que acompaña su permanencia sobre la tierra.

D’Artagnan se sentó junto a la ventana, y, habiéndole parecido sólida la filosofía de Planchet, se puso a reflexionar.

—¡Cáscaras! —exclamó Porthos—. Si no me engaño, ya tenemos espectáculo, pues me parece que oigo cantar.

—Sí que cantan —dijo D’Artagnan.

—¡Oh! ¡Es un entierro de última clase! —murmuró Planchet desdeñosamente—. No vienen más que el cura oficiante, el pertiguero y el niño de coro. Ya veis, señores, que el difunto o la difunta no debían ser príncipes.

—No, nadie sigue su féretro.

—Sí —dijo Porthos—, veo a un hombre.

—Sí, es verdad; un hombre embozado en una capa —añadió D’Artagnan.

—No vale la pena mirarlo —observó Planchet.

—Eso me interesa —dijo vivamente D’Artagnan acodándose sobre la ventana.

—Vamos; veo que al fin caéis en la tentación —dijo gozoso Planchet—; os sucede lo que a mí: los primeros días me ponía triste de tanto persignarme, y los cánticos me penetraban como clavos en el cerebro; pero ahora me mezclo al son de ellos, y se me figura que no he visto nunca pájaros más hermosos que los del cementerio.

—Pues yo —dijo Porthos— no me divierto aquí y prefiero bajar. Planchet dio un brinco, y ofreció su mano a Porthos para conducirle al jardín.

—¿Y qué, os vais a quedar ahí? —preguntó Porthos volviéndose hacia D’Artagnan.

—Sí, querido, sí; luego iré a reunirme a vos.

—¡Je, je! ¡El señor de D’Artagnan no hace mal! ¿Están ya enterrando?

—Todavía no.

—En efecto; el sepulturero aguarda a que estén atadas las cuerdas alrededor del ataúd. ¡Mirad…! Por aquel lado del cementerio entra una mujer.

—Sí, sí, querido Planchet —dijo con viveza D’Artagnan—; pero déjame, déjame, que empiezo a engolfarme en meditaciones saludables, y no quiero que me interrumpan.

Planchet se marchó, y D’Artagnan devoraba con los ojos, detrás del postigo, medio cerrado, lo que pasaba enfrente.

Los dos sepultureros habían sacado los correones de las angarillas, y dejaban deslizar su carga en la fosa.

A pocos pasos, el hombre de la capa, único espectador de aquella escena lúgubre, se arrimaba a un gran ciprés y ocultaba enteramente su rostro a los sepultureros y al cura. El cuerpo del difunto quedó enterrado en cinco minutos.

Rellenada ya la sepultura, se volvió el cura con la comitiva; el sepulturero le dirigió algunas palabras y luego echó a andar tras ellos.

El hombre de la capa los saludó al pasar, y puso una moneda en la mano al sepulturero.

—¡Pardiez! —exclamó D’Artagnan—. ¡Ese hombre es Aramis!

Aramis, en efecto, quedó solo, al menos por aquel lado, pues apenas volvió la cabeza cuando oyéronse cerca de él en el camino los pasos de una mujer y el crujir de un vestido.

Volvióse al momento, y, quitándose el sombrero con mucho respeto cortesano, condujo a la dama bajo un grupo de castaños y de tilos que daban sombra a una tumba fastuosa.

—¡Tate! —dijo D’Artagnan—. ¡El obispo de Vannes dando citas! Vamos, es el mismo abate Aramis, galanteando en Noisy-le-Sec… Sí —añadió el mosquetero—; mas, en un cementerio, la cita es sagrada.

Y se echó a reír.

La conversación duró una media hora.

D’Artagnan no podía ver el semblante de la dama, porque ésta le daba la espalda; pero conocía en la postura de los dos interlocutores, en la simetría de sus ademanes y en la manera acompasada, mañosa, con que se dirigían miradas, como de ataque o defensa, que no hablaban de amor.

Al fin de la conversación la dama se levantó, y fue ella la que hizo una profunda reverencia a Aramis.

—¡Oh, oh! —dijo D’Artagnan—. ¡Esto acaba como una cita amorosa!

El caballero se arrodilla al principio, y luego la vencida y la que suplica es la dama… ¿Quién será esa señorita…? Daría una uña por verla. Pero no pudo ser. Aramis se fue el primero, la dama se cubrió con sus chales y partió enseguida.

D’Artagnan no guardó a más, y corrió a la ventana de la calle de Lyon.

Aramis acababa de entrar en la posada.

La dama se dirigía en sentido contrario. Iba a reunirse a un carruaje de dos caballos de mano y una carroza que se veían en la linde del bosque. La dama caminaba despacio, con la cabeza baja, absorta en profunda meditación.

—¡Pardiez, pardiez! Es preciso que sepa quién es esa mujer —dijo el mosquetero.

Y, sin más deliberaciones, empezó a andar tras ella.

Por el camino se iba preguntando cómo se compondría para hacerle alzar el velo.

—Ella no es joven —dijo—, es mujer del gran mundo. Lléveme el demonio, o ese continente no me es desconocido.

Conforme corría, el ruido de sus botas y el traqueteo de sus espuelas sobre el suelo de la calle iba haciendo un sonsonete extraño; esto le proporcionó una feliz coyuntura, con la cual no contaba.

Aquel ruido alarmó a la dama; creyendo que la seguían o perseguían, como así era, volvió la cabeza.

D’Artagnan dio un brinco, como si hubiese recibido en las pantorrillas una carga de perdigones; después, dando un rodeo para volver atrás:

—¡Madame de Chevreuse! —murmuró.

D’Artagnan no se quiso quedar sin saberlo todo.

Pidió al tío Celestino que se informara por el sepulturero quién era el muerto que habían enterrado aquella misma mañana.

—Un pobre franciscano mendicante —replicó éste—, que no tenía ni un perro que le amase en este mundo y le acompañase a su última morada.

«Si así fuese —pensó D’Artagnan—, no habría asistido Aramis a su entierro… El señor obispo de Vannes no es un perro en cuanto al cariño; para el olfato no digo».