Capítulo VLa casa de campo de Planchet

Levantaron la cabeza los jinetes, y vieron que el honrado Planchet decía exactamente la verdad.

Diez minutos más tarde se hallaban en la calle de Lyon, al otro lado de la posada «El Hermoso Pavo Real».

Una inmensa cerca de espesos saúcos, espinos y lúpulos formaba un vallado impenetrable y negro, detrás del cual se elevaba una casa blanca, con la techumbre de grandes tejas.

Dos ventanas de aquella casa daban a la calle. Las dos eran sombrías. Entre ambas, una portecita, resguardada por un cobertizo sostenido sobre pilastras, daba entrada a ella.

El umbral de esta puerta estaba bastante elevado.

Planchet echó pie a tierra como para llamar a dicha puerta; pero, cambiando desde luego de parecer, cogió a su caballo de la brida y anduvo unos treinta pasos más.

Sus dos compañeros siguiéronle. Llegó hasta una puerta cochera, situada treinta pasos más allá, y, levantando un picaporte de madera, única cerradura de aquella puerta, empujó una de sus hojas. Entonces penetró el primero, llevando el caballo por la brida, en un pequeño corral, rodeado de estiércol, cuyo olor revelaba la proximidad de un establo.

—Bien huele —dijo ruidosamente Porthos, echando al mismo tiempo pie a tierra—; no parece sino que estoy en mis vaquerías de Pierrefonds.

—No tengo más que una vaca —se apresuró a decir modestamente Planchet.

—Pues yo tengo treinta —dijo Porthos—, y a decir verdad, no sé el número de las vacas que tengo.

Después que entraron los dos jinetes, Planchet cerró la puerta. Entretanto, D’Artagnan, que se había apeado con su ligereza acostumbrada respiraba aquella saludable atmósfera, y alegre como un parisiense que sale al campo, cogía, ora un ramo de madreselvas, ora un agavanzo.

Porthos echó mano a unos guisantes que subían a lo largo de los palos, y se comía, o más bien engullía, vainas y fruto a la vez.

Planchet corrió a despertar a cierto campesino, viejo y cascado, que dormía bajo un cobertizo sobre una cama de musgo, cubierto con una chamarreta.

El campesino, que conoció a Planchet, le llamó nuestro amo, con gran placer del abacero.

—Llevad los caballos al pesebre, buen viejo, y dadles buena pitanza —dijo Planchet.

—¡Oh! Hermosos animales —exclamó el campesino—, procuraré que se harten.

—Poco a poco, poco a poco, amigo —dijo D’Artagnan—; no tanto ya: avena, y la paja correspondiente, nada más.

—Y agua de salvado para mi caballo —repuso Porthos—, porque se me figura que suda mucho.

—¡Oh! Nada temáis, señores —contestó Planchet—: el tío Celestino es un antiguo gendarme del Ivry, y sabe lo que es cuidar caballos. Pasemos a la casa.

Y llevó a sus amigos por una alameda muy poblada que atravesaba una huerta, luego un campo de alfalfa, que, por ultimo, terminaba en un jardinito, tras del cual se elevaba la casa, cuya fachada principal se había visto ya desde la calle.

A medida que se iban acercando, podía distinguirse por dos ventanas abiertas del piso bajo el interior, el penetral de Planchet.

Aquella habitación, suavemente iluminada por una lámpara situada sobre la mesa, se destacaba en el fondo del jardín como una risueña imagen de la paz, de la comodidad y de la dicha.

Donde quiera que caía la lentejuela de luz desprendida del centro luminoso sobre una antigua fayenza, sobre un mueble resplandeciente de limpieza, sobre un arma colgada en la tapicería, la pura claridad encontraba un puro reflejo, y la gota de fuego iba a reposar sobre el objeto grato a la vista.

Aquella lámpara, que iluminaba el cuarto, mientras que por el cerco de las ventanas caían las ramas de jazmín y de aristoloquia, daba luz a un mantel adamascado, blanco 1 como la nieve.

Había dos cubiertos sobre aquel mantel. Un vino clarete mecía sus rubíes en el cristal labrado de la larga botella, y una vasija de fayenza azul, con tapadera de plata, contenía una espumosa sidra.

Al lado de la mesa, y en un sillón de mucho respaldo, dormía una mujer de treinta años, cuyo rostro rebosaba salud y frescura.

Sobre las rodillas de aquella fresca criatura, un gatazo manso, apelotonando su cuerpo sobre sus patas dobladas, hacía oír ese ronquido característico que, con los ojos medio cerrados, significa en los hábitos felinos: «Soy enteramente feliz».

Los dos amigos detuviéronse delante de aquella ventana, mudos de sorpresa.

Al ver Planchet su admiración experimentó una dulce alegría.

—¡Ah, pícaro Planchet! —exclamó D’Artagnan—. Ahora comprendo tus ausencias.

—¡Oh, oh! Vaya un lienzo blanco —dijo a su vez Porthos con voz de trueno.

Al ruido de aquella voz, el gato escapó, el ama se despertó asustada, y Planchet, tomando un aire afable, introdujo a los dos compañeros en la habitación donde estaba puesta la mesa.

—Permitidme, amiga mía, que os presente al señor caballero de D’Artagnan, mi protector.

D’Artagnan cogió la mano de la dama como hombre cortesano, y con los mismos modales con que habría tomado la de Madame.

—El señor barón Du Vallon de Bracieux de Pierrefonds —añadió Planchet.

Porthos hizo un saludo que hubiera dejado satisfecha a la misma Ana de Austria, so pena de ser tenida por muy exigente.

Entonces le tocó su vez a Planchet, el cual abrazó con gran franqueza a la dama, no sin haber hecho antes un ademán que parecía pedir su permiso a D’Artagnan y Porthos, permiso que le fue concedido en el acto.

D’Artagnan hizo su cumplido a Planchet.

—He aquí un hombre que sabe vivir.

—Señor —contestó Planchet riendo—, la vida es un capital que el hombre debe tratar de colocar lo más ingeniosamente que pueda…

—Y del que obtienes grandes intereses —dijo Porthos riendo como un trueno.

Planchet se volvió hacia el ama de la casa.

—Amiga mía —le dijo—, aquí tenéis a los dos hombres que han dirigido una parte de mi existencia, y que os he nombrado tantas veces.

—Con otros dos más —dijo la dama con acento flamenco de los más pronunciados.

—¿Sois holandesa? —preguntó D’Artagnan.

Porthos retorcióse el bigote, lo cual notó D’Artagnan, que todo lo observaba.

—Soy de Amberes —respondió la dama.

—Y se llama la señora Gechter —dijo Planchet.

—Pero supongo que no la llamaré de ese modo —dijo D’Artagnan.

—¿Por qué? —preguntó Planchet.

—Porque sería envejecerla cada vez que la llamaseis.

—No: la llamo Trüchen.

—Bonito nombre —dijo Porthos.

—Trüchen —replicó Planchet me ha venido de Flandes con su virtud y dos mil florines, huyendo de un marido que le pegaba. Como natural de Picardía, me han gustado siempre las mujeres de Artois. Del Artois a Flandes no hay más que un paso. La desgraciada vino a llorar a casa de su padrino, mi predecesor de la calle de los Lombardos, y colocó en mi casa sus dos mil florines, que en el día le rentan diez mil.

—¡Bravo, Planchet!

—Es libre, es rica; tiene una vaca; manda a una sirviente y al tío Celestino; me hace todas mis camisas y todas mis medias de invierno; sólo me ve de quince en quince días, y se considera dichosa.

—Y lo soy efectivamente —dijo Trüchen con abandono.

Porthos se retorció el otro hemisferio del bigote.

—¡Diantre, diantre! —dijo para sí D’Artagnan—. Será que Porthos tenga intenciones.

Entretanto, Trüchen, comprendiendo lo que había de hacer, dio prisa a la cocinera, añadió dos cubiertos, y puso sobre la mesa manjares delicados, capaces de convertir una cena en comida y una comida en festín. Manteca fresca, cecina, anchoas y atún, todo lo mejor de la tienda de Planchet.

Pollos, legumbres, ensalada, pescados de estanque y de río, caza del monte, en fin, todos los recursos de la provincia.

Además, Planchet volvía de la bodega cargado con diez botellas, cuyo vidrio desaparecía bajo una densa capa de polvo ceniciento.

Aquello alegró el corazón de Porthos.

—Tengo hambre —dijo.

Y se sentó junto a la señora Trüchen con una mirada asesina. D’Artagnan se sentó al otro lado. Planchet, discreta y alegremente, se colocó enfrente.

—No os extrañéis —dijo— si durante la comida abandona Trüchen la mesa frecuentemente, pues tiene que disponer vuestros dormitorios. En efecto, el ama hacía numerosos viajes y se oían crujir en el piso superior las armaduras de las camas y chillar las rodezuelas sobre el pavimento.

Entretanto, los tres hombres comían y bebían, especialmente Porthos. Era maravilloso el verlos. Cuando Trüchen volvió con el queso, las diez botellas no eran más que diez sombras.

D’Artagnan conservó toda su dignidad.

Porthos, al contrario, perdió parte de la suya.

Hubo brindis y canciones. D’Artagnan propuso otra nueva excursión a la bodega, y como Planchet no caminaba con la regularidad debida, el capitán de mosqueteros se ofreció a acompañarle. Marcharon, pues, tarareando canciones capaces de asustar al mismo demonio.

Trüchen se quedó en la mesa al lado de Porthos.

Mientras los dos golosos elegían detrás de loe haces de leña, dejóse oír ese ruido seco y sonoro que producen al hacer el vacío los labios sobre una mejilla.

«Porthos se habrá creído estar en La Rochela», pensó D’Artagnan.

Ambos subieron cargados de botellas.

Planchet no veía ya de tanto cantar.

D’Artagnan, que todo lo observaba, notó que la mejilla izquierda de Trüchen estaba mucho más colorada que la derecha.

Porthos sonreía a la izquierda de Trüchen, y se retorcía con sus dos manos las puntas de su bigote.

Trüchen sonreía también al magnífico señor.

El vino espumoso de Anjou hizo de aquellos tres hombres, primero tres demonios, y luego tres leños.

D’Artagnan no tuvo fuerzas más que para coger una luz y alumbrar, a Planchet.

Planchet arrastró a Porthos, a quien empujaba Trüchen, muy contenta también.

D’Artagnan fue el que halló los dormitorios y descubrió las camas. Porthos se sumió en la suya, después de haberle desnudado su amigo el mosquetero.

D’Artagnan se arrojó sobre la que le habían dispuesto, diciendo:

—¡Diantre! Y eso que había jurado no tocar a ese vino dorado que trasciende a piedra de chispa. ¡Si los mosqueteros viesen a su capitán en semejante estado!

Y corriendo las cortinas del lecho:

—Por fortuna no me verán —añadió.

Planchet fue trasladado en brazos de Trüchen, la cual le desnudó, y cerró cortinas y puertas.

—Es divertido el campo —observó Porthos estirando sus piernas que pasaron a través de la armadura de la cama, lo cual produjo un ruido enorme. Verdad es que nadie paró atención en ello, pues tanto era lo que se habían divertido en la casa de campo de Planchet.

A las dos de la madrugaba todo el mundo roncaba.