Capítulo IVEl ratón y el queso

D’Artagnan y Porthos regresaron a pie, como había ido D’Artagnan. Cuando D’Artagnan, que fue el primero que penetró en la tienda «El Pilón de Oro» anunció a Planchet que el señor Du Vallon sería uno de los viajeros privilegiados, y Porthos, al pasar a su vez, hizo crujir con la pluma de su sombrero los mecheros de madera colgados del cobertizo, algo parecido a un presentimiento doloroso turbó la alegría que Planchet prometíase para el día siguiente.

Pero era un corazón de oro nuestro abacero, resto precioso de una época que es y ha sido siempre para los que envejecen la de su juventud, y para los jóvenes la vejez de sus antepasados.

Planchet, no obstante aquella conmoción interna, pronto reprimida, recibió a Porthos con un respeto mezclado de tierna cordialidad.

Porthos, algo estirado al principio, a causa de la distancia social que existía en aquella época entre un barón y un abacero, concluyó al fin por humanizarse al ver en Planchet tan buena voluntad y tanto agasajo.

Principalmente, no pudo menos de mostrarse sensible a la libertad que se le dio, o más bien se le ofreció, de sumergir sus anchas manos en las cajas de frutos secos y confites, en los sacos de almendras y avellanas, y en los cajones llenos de dulces.

De modo que a pesar de las invitaciones que le hizo Planchet para que subiese al entresuelo, eligió por habitación favorita, durante la noche que iba a pasar en casa de Planchet, la tienda, donde sus dedos hallaban siempre lo que su nariz había olfateado.

Los hermosos higos de Provenza, las avellanas del Forest, y las ciruelas de Turena, fueron para Porthos objeto de una distracción que saboreó por espacio de cinco horas sin interrupción.

Entre sus dientes y muelas triturábanse los huesos, cuyos residuos sembraban luego el suelo y crujían bajo la suela de los que iban y venían; Porthos desgranaba entre sus labios, de una vez, los sabrosos racimos de moscatel secos, de violáceos colores, de los que hacía pasar media libra de su boca al estómago.

En un rincón del almacén, los mancebos, llenos de espanto, se miraban mutuamente sin atreverse a hablar.

No sabían que tal Porthos existiese, pues jamás le habían visto. La raza de aquellos titanes que habían llevado las últimas corazas de Hugo Capeto, de Felipe Augusto y de Francisco I, principiaba a desaparecer. Así era que se preguntaban si sería aquél el duende de los cuentos de encantamientos que iban a sepultar en su insondable estómago todo el almacén de Planchet, sin mover de su sitio los barriles y cajones.

Porthos, mascando, triturando, chupando y tragando, decía de vez en cuando al abacero:

—Tenéis un lindo comercio, querido Planchet.

—Pronto dejará de tenerlo, si esto sigue así —dijo el primer mancebo, a quien Planchet había prometido que le sucedería en la tienda.

Y, en su desesperación, acercóse a Porthos, que ocupaba todo el sitio que conducía desde la trastienda a la tienda, esperando que aquél se levantase y que ese movimiento le distrajese de sus ideas devoradoras.

—¿Qué queréis, querido mío? —preguntó Porthos con aire afable.

—Quería pasar, señor, si no os sirve de molestia.

—De ningún modo, amigo —dijo Porthos.

Y, cogiendo al mismo tiempo al mancebo por la cintura, lo levantó en el aire y lo transportó al otro lado.

Por supuesto, que todo esto lo hizo sonriendo, con el mismo aire de afabilidad.

Al asustado mancebo faltáronle las piernas en el momento en que Porthos le dejaba en tierra, de modo que cayó de espaldas sobre los corchos. Sin embargo, viendo la dulzura de aquel gigante, se aventuró a decir:

—¡Ay, señor, pensad lo que hacéis!

—¿Por qué decís eso, querido? —preguntó Porthos.

—Porque vais a quemaros el estómago.

—¿Cómo es eso, mi buen amigo?

—Todos esos alimentos son ardientes, señor.

—¿Cuáles?

Las pasas, las avellanas, las almendras…

—Sí; mas si las pasas, las avellanas y las almendras son ardientes…

—No hay la menor duda, señor.

Y, alargando su mano hacia un barril de miel abierto, donde estaba la espátula con que se servía a los compradores, tragó una buena media libra.

—Querido —dijo Porthos—, ¿queréis traerme agua?

—¿En un cubo, señor? —preguntó sencillamente el mancebo.

—No; en una garrafa; con una garrafa tendré suficiente —respondió Porthos con la mayor naturalidad.

Y, llevándose la garrafa a la boca, como hace un músico con su trompa, la vació de un solo trago.

Planchet estremecíase entre todos los sentimientos que corresponden a las fibras de la propiedad y del amor propio.

Sin embargo, como digno dispensador de la hospitalidad antigua, simulaba conversar con la mayor atención con D’Artagnan, y no hacía más que repetir:

—¡Ay, señor, qué placer…! ¡Ay, señor, qué honra para mi casa!

—¿A qué hora cenaremos, Planchet? —preguntó Porthos—. Tengo apetito.

El primer mancebo juntó sus manos.

Los otros dos escurriéronse bajo el mostrador, temiendo que Porthos oliese la carne fresca.

—Aquí tomaremos un bocado nada más —dijo D’Artagnan—, y cenaremos luego en la casa de campo de Planchet.

—¡Ah! ¿De modo que vamos a vuestra casa de campo, Planchet? —dijo Porthos—. Tanto mejor.

—Me hacéis grande honor, señor barón.

Las palabras señor barón produjeron grande efecto en los mancebos, los cuales vieron un hombre de la clase más distinguida en un apetito de aquella naturaleza.

Por otra parte, aquel título les tranquilizó. Nunca habían oído decir que a un duende se le llamase señor barón.

—Tomaré algunos bizcochos para el camino —dijo Porthos con indiferencia.

Y diciendo esto vació un cajón de bizcochos en el bolsillo de su ropilla.

—¡Salvóse mi tienda! —murmuró Planchet.

—Sí, como el queso —dijo el primer mancebo.

—¿Qué queso?

—Aquel queso de Holanda en que entró un ratón y del que sólo hallamos la corteza.

Planchet echó una mirada por la tienda, y al ver lo que había escapado de los dientes de Porthos, parecióle exagerada la comparación.

El primer mancebo conoció lo que querían decir los ojos de su amo.

—¡Cuidado con la vuelta! —le dijo.

—¿Tenéis frutos en vuestro cuarto? —preguntó Porthos subiendo al entresuelo, donde acababan de anunciar que estaba servido el refrigerio.

—¡Ay! —exclamó el abacero, dirigiendo a D’Artagnan una mirada suplicante, que éste comprendió a medias.

Terminado el refrigerio pusiéronse en camino.

Era ya tarde cuando los tres viajeros, que salieron de París a eso de las seis, llegaron a Fontainebleau.

El viaje fue muy divertido, Porthos se complació con la compañía de Planchet, porque éste le manifestaba mucho respeto, y le hablaba con interés de sus prados, de sus bosques y de sus conejares.

Porthos tenía los gustos y el orgullo del propietario.

D’Artagnan, así que divisó a sus dos compañeros tan engolfados en la conversación, tomó la ladera del camino, y, echando la brida sobre el cuello de su caballo, se aisló del mundo entero, como también de Porthos y de Planchet.

La luna penetraba dulcemente a través del ramaje azulado del bosque. Las emanaciones de la llanura subían, embalsamadas, a las narices de los caballos, que resoplaban con grandes saltos de alegría.

Porthos y Planchet se pusieron a hablar aparte.

Planchet manifestó a Porthos que, en la edad madura de su vida, había descuidado la agricultura por el comercio; pero que su infancia había transcurrido en Picardía, entre las hermosas alfalfas que le subían hasta las rodillas y bajo los verdes manzanos de frutos sonrosados; así es que había jurado, tan pronto como su fortuna estuviera hecha, volver a la naturaleza y terminar sus días como los había empezado, lo más próximo a la tierra, adonde van a parar todos los hombres.

—¡Hola, hola! —dijo Porthos—. Entonces, querido Planchet, vuestro retiro está próximo.

—¿Por qué?

—Porque me parece que estáis en camino de hacer una regular fortuna.

—Sí —contestó Planchet—, se hace lo que se puede.

—Vamos a ver, ¿cuánto es lo que ambicionáis, y con qué cantidad contáis poder retiraros?

—Señor —dijo Planchet sin responder a la pregunta, sin embargo de lo interesante que era—, señor, una cosa me causa mucha pena.

—¿Qué? —preguntó Porthos mirando a sus espaldas, como para buscar esa otra cosa que apenaba a Planchet y librarle de ella.

—En otro tiempo me llamabais simplemente Planchet, y me habríais dicho: «¿Cuánto ambicionas, Planchet, y con qué cantidad cuentas poder retirarte?».

—Seguramente, así es; en otro tiempo eso te habría dicho —replicó el buen Porthos con cierta perplejidad llena de delicadeza—, pero en aquel tiempo…

—En aquel tiempo era el lacayo del señor de D’Artagnan, ¿no es eso lo que queríais decir?

—Sí.

—Pues bien, si no soy ahora lacayo suyo, soy todavía su servidor; y, además, desde aquella época…

—¿Qué?

—Desde aquella época he tenido la honra de ser su socio.

—¡Oh, oh! —exclamó Porthos—. ¡Cómo! ¿D’Artagnan ha tomado parte en el comercio de comestibles?

—No, no —dijo D’Artagnan, a quien aquellas palabras sacaron de sus meditaciones y pusiéronle al corriente de la conversación con la habilidad y penetración que distinguía cada operación de su entendimiento y de su cuerpo—. No ha sido D’Artagnan el que entró en el comercio de comestibles, sino Planchet, que se ha dedicado a la política. ¡Eso es!

—Sí —contestó Planchet con orgullo y satisfacción a la vez—; hemos hecho juntos un pequeño negocio que nos ha producido a mí cien mil libras, y al señor de D’Artagnan doscientas mil.

—¡Oh, oh! —exclamó Porthos con admiración.

—De suerte, señor barón —contestó el abacero—, que os suplico de nuevo me llaméis Planchet como antiguamente, y continuéis tuteándome. No podéis suponeros el placer que eso me causará.

—Si así es, lo haré como deseas, querido Planchet —replicó Porthos. Y, como al decir esto se hallara cerca de Planchet, levantó la mano para darle un golpecito en el hombro, en señal de cordial amistad.

Mas un movimiento providencial del caballo dejó frustrado el ademán del jinete, de suerte que su mano cayó sobre la grupa del caballo de Planchet.

El animal dobló los riñones. D’Artagnan empezó a reír, y dijo en voz alta:

—Cuidado, Planchet, que si Porthos te llega a querer mucha, te acariciará; y si te acaricia, te aplasta el día menos pensado: ya ves que Porthos no ha perdido nada de su fuerza.

—¡Oh! —dijo Planchet—. Mosquetón no ha muerto, y sin embargo, el señor barón lo aprecia mucho.

—Así es —dijo Porthos con un suspiro que hizo encabritar simultáneamente a los tres caballos—; y aun decía esta mañana a D’Artagnan lo mucho que le echaba de menos; pero dime, Planchet…

—¡Gracias, señor barón, gracias!

—¡Bien, Planchet, bien! ¿Cuántas arpentas tienes de parque?

—¿De parque?

—Sí; luego contaremos los prados, y después los bosques.

—¿Dónde, señor?

—En tu palacio.

—Pero, señor barón, si no tengo palacio, ni parque, ni prados, ni bosque.

—Entonces, ¿qué es lo que tienes, y por qué llamas a eso casa de campo?

—No he dicho casa de campo, señor barón —objetó Planchet algo humillado—, sino simple apeadero.

—¡Ah, ah! —dijo Porthos—. Ya entiendo; te reservas.

—No, señor barón, digo la verdad pura: no tengo más que dos cuartos para amigos.

—Entonces, ¿por dónde pasean tus amigos?

—Por los bosque del rey, que son encantadores.

—El caso es que esos bosques son muy hermosos, casi tanto como los míos del Berry.

Planchet abrió desmesuradamente los ojos.

—¿Tenéis bosques semejantes a los de Fontainebleau, señor barón? —murmuró asombrado.

—Sí, tengo dos; pero el del Berry es el predilecto.

—¿Por qué? —preguntó graciosamente Planchet.

—En primer lugar, porque no conozco sus límites; y, después, porque está poblado de cazadores furtivos.

—¿Y cómo puede haceros tan grato el bosque esa profusión de cazadores furtivos?

—Porque ellos cazan mis piezas, y yo los cazo a ellos, y esto es para mí, en tiempo de paz, una imagen en pequeño de la guerra.

A este punto llegaba la conversación, cuando Planchet, levantando la cabeza, divisó las primeras casas de Fontainebleau, que se diseñaban vigorosamente en el cielo, en tanto que por encima de la masa compacta e informe se elevaban las techumbres agudas del palacio, cuyas pizarras relucían a la luna como las escamas de un pez enorme.

—Señores —dijo Planchet—: tengo el honor de anunciaron que hemos llegado a Fontainebleau.