D’Artagnan, según acostumbraba, había calculado que cada hora vale sesenta minutos, y cada minuto sesenta segundos.
Por este cálculo exacto, llegó a la puerta del superintendente en el momento mismo en que el soldado salía con el cinturón despejado.
Un conserje asomóse a la puerta. D’Artagnan hubiera querido entrar sin nombrarse, pero no había otro medio, y se nombró.
A pesar de esta concesión, que debía alzar toda dificultad, al menos en el sentir de D’Artagnan, el conserje vaciló; pero al título, por segunda vez repetido, de capitán de los guardias del rey, sin dejar completamente paso, el conserje dejó de oponerse.
D’Artagnan comprendió que se había dado una consigna formidable. Y se decidió a mentir, lo cual no le costaba mucho, cuando veía sobre la mentira el bien del Estado, o pura y simplemente su interés personal.
Añadió, por tanto, a las declaraciones ya hechas, que el soldado que acababa de llevar una carta al señor Du Vallon no era otro que su mensajero, y que la tal carta tenía por objeto comunicarle su llegada.
Desde entonces nadie se opuso a la entrada de D’Artagnan, y D’Artagnan entró.
Un sirviente quiso acompañarle, pero él respondió que era inútil, pues sabía perfectamente dónde estaba el señor Du Vallon.
Nada había que contestar a un hombre tan completamente instruido. Escalinatas, salones, jardines, todo lo revisó el mosquetero. Un cuarto de hora anduvo por aquella casa más que regia, que contaba tantas maravillas como muebles y tantos servidores como columnas y puertas.
«Indudablemente —dijo par a sí—, esta casa no tiene más límites que los de la tierra. ¿Si habrá tenido Porthos el capricho de volver a Pierrefonds, sin salir de casa del señor Fouquet?».
Por fin, llegó a una parte remota del palacio, ceñida con un muro de piedras, sobre el cual, de distancia en distancia, se alzaban estatuas en posiciones tímidas o misteriosas. Eran vestales con peplos a grandes pliegues, ágiles custodias con sus largos velos de mármol que abrigaban el palacio con sus furtivas miradas. Un Hermes, con el dedo sobre la boca, un Iris de alas desplegadas, una Noche toda rociada de adormideras dominaban los jardines, y los edificios que se entreveían detrás de los árboles; todas aquellas estatuas se perfilaban en blanco sobre los cipreses que lanzaban sus negras copas hacia el cielo. Estos encantos parecieron al mosquetero el esfuerzo supremo de la inteligencia humana. Encontrábase en una disposición de ánimo propia para poetizar, y la idea de que Porthos habitaba en semejante edén, le dio de Porthos una idea más alta; tan cierto es que los ánimos más elevados no están libres de la influencia de lo que les rodea.
D’Artagnan encontró la puerta, y en la puerta una especie de resorte que descubrió y oprimió. La puerta se abrió. Entró, cerró la puerta y penetró en un pabellón construido en rotonda, y en el cual no se oía otro ruido que el dé las cascadas y el canto de los pájaros. A la puerta del pabellón encontró un lacayo.
—¿Es aquí —preguntó D’Artagnan sin vacilar— donde habita el señor barón Du Vallon, no es verdad?
—Sí, señor —contestó el lacayo.
—Pues avisadle que el señor caballero de D’Artagnan, capitán de los mosqueteros del rey, le espera.
D’Artagnan fue conducido a un salón, y no esperó mucho tiempo: un paso muy conocido estremeció el pavimento de la sala inmediata, una puerta se abrió, o más bien se derribó, y Porthos echóse en brazos de su amigo con una cortedad que no le sentaba mal.
—¿Vos aquí? —exclamó.
—¿Y vos? —contestó D’Artagnan—. ¡Ah, socarrón!
—Sí —dijo Porthos, sonriente y cortado—; me encontráis en casa del señor Fouquet, y eso os sorprende un poco, ¿no es verdad?
—No; ¿por qué no habéis de ser de los íntimos del señor Fouquet? El señor Fouquet tiene un gran número de ellos, y, especialmente, entre los hombres de talento.
Porthos tuvo la modestia de no considerar el cumplido por él.
—Y luego —añadió—, ya me habéis visto en Belle-Île.
—Motivo de más para que me incline a creer que sois de los amigos del señor Fouquet.
—El hecho es que lo conozco —dijo Porthos con cierto embarazo.
—¡Muy culpable sois para conmigo! —exclamó D’Artagnan.
—¿Cómo es eso? —contestó Porthos.
—¡Cómo! ¡Lleváis a cabo una obra tan admirable como las fortificaciones de Belle-Île, y nada me decís!
Porthos se sonrojó.
—Hay más —continuó D’Artagnan—, me veis allá, y no adivináis que el rey, deseoso de saber quién es el hombre de mérito que realiza una obra, de la cual le han hecho las relaciones más magníficas, me envía para averiguar quién es ese hombre.
—¡Cómo! El rey os ha enviado para saber…
—¡Diantre! No hablemos de eso.
—¡Cuerno de buey! —dijo Porthos—. Hablemos de ello, por el contrario. ¿Conque el rey sabía que se fortificaba a Belle-Île?
—¡Bueno! ¿Es que el rey no lo sabe todo?
—Pero ¿no sabía quién la fortificaba?
—No; pero lo sospechaba desde que le dijeron que dirigía los trabajos un ilustre hombre de guerra.
—¡Pardiez! —dijo Porthos—. Si yo hubiera sabido eso…
—No os hubierais escapado de Vannes, ¿eh?
—No. ¿Qué dijisteis cuando no me encontrasteis?
—Amigo, reflexioné.
—¡Ah, sí! Vos reflexionáis… ¿Y a qué os condujo el reflexionar?
—A adivinar toda la verdad.
—¡Ah! ¿Habéis adivinado?
—¿Qué habéis adivinado? Veamos —dijo Porthos arrellanándose en un sillón y adoptando aspecto de esfinge.
—Adiviné, en primer lugar, que fortificabais a Belle-Île.
—Eso no era muy difícil, pues me habéis visto manos a la obra.
—Pero adiviné otra cosa, y es que fortificabais a Belle-Île por mandato del señor Fouquet.
—Es verdad.
—No es eso todo; cuando me pongo a adivinar, no me detengo en el camino.
—¡Este querido D’Artagnan!
—He adivinado que el señor Fouquet quería guardar el más profundo secreto sobre las fortificaciones.
—Esa era su intención, en efecto, según creo —dijo Porthos.
—Sí. ¿Y sabéis por qué deseaba guardar el secreto?
—¡Toma! Para que la cosa no fuera sabida —dijo Porthos.
—Eso en primer lugar; mas ese deseo estaba sometido a las ideas de una galantería…
—En efecto —dijo Porthos—; he oído decir que el señor Fouquet era muy galante.
—A la idea de una galantería que quería hacer al rey.
—¡Oh, oh!
—¿Os sorprende eso?
—Mucho.
—¿No lo sabíais?
—No.
—Pues yo sí lo sé.
—¿Sois por ventura brujo?
—Nada de eso.
—¿Cómo lo sabéis entonces?
—¡Ah! Por un medio sencillísimo; se lo he oído decir al mismo señor Fouquet al rey.
—¿Decirle qué?
—Que había hecho fortificar a Belle-Île, y que se la regalaba.
—¡Ah! ¿Eso habéis oído que le decía al rey?
—Con todas sus letras. Y hasta añadió: Belle-Île ha sido fortificada por un ingeniero amigo mío, hombre de mucho mérito, a quien pediré la venia de presentar al rey.
»—¿Su nombre? —preguntó el rey—.
»—El barón Du Vallon —respondió Fouquet.
»—Perfectamente —contestó el rey—; me lo presentaréis.
—¿Eso respondió el rey?
—A fe de D’Artagnan!
—¡Oh! —murmuró Porthos—. Pero ¿por qué no se me ha presentado entonces?
—¿No se os ha hablado de esa presentación?
—Sí tal; pero siempre la estoy esperando.
—Estad tranquilo, ya llegará.
—¡Hum! ¡Hum! —gruñó Porthos.
D’Artagnan fingió no oír, y cambió de conversación.
—Pero creo que habitáis un lugar muy solitario, querido amigo —le dijo.
—Siempre he amado el aislamiento, porque soy melancólico —respondió Porthos con un suspiro.
—Pues es raro —dijo D’Artagnan—, no había caído en eso.
—Eso me sucede desde que estoy entregado a los estudios —repuso Porthos.
—Pero los trabajos del espíritu no habrán dañado al cuerpo, ¿eh?
—¡Oh! De ningún modo.
—¿Conque las fuerzas siguen bien?
—Demasiado bien, amigo.
—Es que he oído decir que en los primeros días de vuestra llegada.
—No podía moverme, ¿no es así?
—¿Y por qué causa no podíais moveros? —preguntó D’Artagnan con una sonrisa.
Porthos comprendió que había dicho una tontería, y quiso componerla.
—Sí, he venido de Belle-Île en malos caballos, y eso me cansó mucho.
—No me sorprende, pues yo, que venía detrás de vos, me he encontrado en el camino siete u ocho reventados.
—Ya veis que peso mucho —dijo Porthos.
—¿De modo que estabais molido?
—La grasa me ha derretido, y ese derretimiento me ha puesto enfermo.
—¡Ah, pobre Porthos! Y Aramis, ¿cómo se ha portado en esta ocasión?
—Muy bien… Me hizo sangrar por el propio médico del señor Fouquet. Pero figuraos que al cabo de ocho días ya no respiraba.
—¿Pues cómo?
—El cuarto era demasiado chico, y yo absorbía demasiado aire.
—¿De veras?
—Así me lo han dicho, al menos… Y entonces me trasladaron a otro aposento.
—¿Dónde ya respiráis?
—Más… libremente, sí; pero nada de ejercicio. El médico pretende que no debía moverme, pero yo me encuentro más fuerte que nunca. Esto ocasionó un grave accidente.
—¿Qué accidente?
—Imaginaos, amigo, que yo me rebelé contra los preceptos de ese médico imbécil, le conviniese o no, y en consecuencia pedí al criado que me servía que me trajera vestidos.
—¿Pues qué, estabais desnudo?
—Por el contrario, tenía una bata hermosa. El lacayo obedeció; me puse mi vestido, que se me había quedado demasiado ancho; pero ¡cosa rara!, mis pies también se habían puesto muy anchos, y las botas les venían muy estrechas.
—¿Continuaban los pies hinchados?
—Lo habéis adivinado.
—¿Y es ese el accidente de que queríais hablarme?
—Sí tal; yo hice la misma reflexión que vos, y dije: ya que mis pies han entrado diez veces en las botas, no hay razón para que no entren la undécima, y empecé a meterme la bota derecha, tirando con las manos, empujando con el talón, y haciendo esfuerzos tremendos, de pronto se quedaron entre mis manos los tirantes de la bota, y mi pie salió como una catapulta.
—Permitidme os diga, amigo Porthos, que esta vez faltáis a la lógica.
—¡Catapulta! ¡Qué fuerte estáis en fortificaciones, amigo Porthos! —exclamó sorprendido D’Artagnan.
—Mi pie salió, pues, como una catapulta, que dio contra el tabique y lo derribó. Amigo, creí que, como Sansón, había derribado el templo. Los cuadros, las porcelanas, los vasos de flores, las barras del cortinaje, y no sé qué más, se cayeron; fue cosa estupenda.
—¡De veras!
—Sin contar con que al otro lado del tabique había un armario lleno de porcelanas.
—¿Qué echasteis por tierra?
—Qué arrojé al otro extremo de la otra habitación.
Porthos se echó a reír.
—¡En verdad, como decís, es inaudito!
Y D’Artagnan se puso a reír como Porthos. Porthos, inmediatamente, se puso a reír más fuerte que D’Artagnan.
—Rompí —dijo Porthos con voz entrecortada por aquella hilaridad creciente— más de tres mil francos de porcelanas. ¡Jo, jo, jo!
—¡Bueno! —dijo D’Artagnan.
—Destrocé más de cuatro mil francos de espejos. ¡Jo, jo, jo!
—¡Excelente!
—Sin contar una araña que me cayó justamente sobre la cabeza, y que se rompió en mil pedazos. ¡Jo, jo, jo!
—¿Sobre la cabeza? —dijo D’Artagnan sin poderse tener de risa.
—¡De lleno!
—¡Pero os hubierais roto la cabeza!
—No, porque ya os he dicho, al contrario, que la araña fue la que se rompió, como cristal que era.
—¡Ah! ¿La araña era de cristal?
—De cristal de Venecia; una curiosidad sin igual; una pieza que pesaba doscientas libras.
—¿Y que os cayó sobre la cabeza?
—¡Sobre… la… cabeza! Figuraos un globo de cristal dorado, con incrustaciones que ardían dentro, y unos mecheros que despedían llamas cuando estaba encendida.
—Se entiende, pero no lo estaría.
—Felizmente; si no, me hubiese incendiado.
—Y sólo os ha aplastado, ¿eh?
—No.
—¿Cómo que no?
—Porque la araña me cayó sobre el cráneo. Aquí tenemos, según parece, una corteza excesivamente sólida.
—¿Quién os ha dicho eso?
—El médico. Una especie de cúpula que soportaría a Nuestra Señora de París.
—¡Bah!
—Sí, parece que tenemos hecho el cráneo de ese modo.
—Hablad por vos, querido amigo, que los cráneos de los demás no están hechos de ese modo.
—Es posible —dijo Porthos con fatuidad—. Pues cuando cayó la araña sobre esta cúpula que tenemos en lo alto de la cabeza, hubo una detonación igual a la de una pieza de artillería; el globo se rompió y yo caí todo inundado…
—¡De sangre! ¡Infeliz Porthos!
—No, de perfumes, que olían a cremas y que me aturdieron un poco; habréis experimentado eso alguna vez, ¿no es verdad, D’Artagnan?
—Sí, con el muguete; de suerte, mi pobre amigo, que fuisteis derribado por el choque y aturdido por el olor.
—Pero lo más particular, y que el médico me ha asegurado no haber visto cosa semejante…
—¿Que sacasteis algún chichón? —preguntó D’Artagnan.
—Saqué cinco.
—¿Y por qué cinco?
—Porque la araña tenía en su extremidad inferior cinco adornos muy puntiagudos.
—¡Ay!
—Esos cinco ornamentos penetraron en mis cabellos, que, según veis, tengo muy espesos.
—Felizmente!
—Y se imprimieron en mi piel. Pero, advertid la singularidad, estas cosas no suceden a nadie más que a mí. En lugar de hacerme agujeros me hicieron chichones, lo cual no ha podido jamás explicarme el médico de una manera satisfactoria.
—Pues bien, yo os lo explicaré.
—Me haréis un servicio —dijo Porthos guiñando los ojos, que era en él el signo de atención llevado a su más alto grado.
—Desde que hacéis funcionar vuestro cerebro en profundos estudios y cálculos importantes, la cabeza ha medrado; de modo que tenéis ahora la cabeza demasiado llena de ciencia.
—¿Eso creéis?
—Estoy cierto de ello. De aquí resultó que, en vez de dejar penetrar nada extraño en el interior de la cabeza, ésta se aprovechó de todas las aberturas para dejar salir una poca de aquélla.
—¡Ah! —murmuró Porthos, a quien parecía más clara esta explicación que la del médico.
—Las cinco protuberancias causadas por los cinco ornamentos, fueron ciertamente cúmulos científicos, llevados exteriormente por la fuerza de las cosas.
—En efecto —dijo Porthos—; y la prueba es que eso me hacía más daño por fuera que por dentro; de modo que, cuando me ponía el sombrero de una puñada, con esa graciosa energía que nosotros los hidalgos de espada poseemos, si no iba muy mesurado el puñetazo, sentía dolores terribles.
—Os creo, Porthos.
—Por eso —continuó el gigante—, el señor Fouquet se decidió, viendo la poca solidez de la casa, a darme otro aposento, y roe condujeron aquí.
—Este es el parque reservado, ¿no?
—Sí.
—¿El de las citas? ¿El que se ha hecho tan famoso en las historias misteriosas del superintendente?
—Yo no sé; no tengo aquí ni citas ni historias misteriosas; pero me han autorizado para que ejercite mis músculos, y me aprovecho del permiso desarraigando árboles.
—¿Para qué?
Para ocupar las manos y para coger nidos de pájaros; esto lo encuentro más fácil que trepar por ellos.
—Estáis pastoral como Tirsis, amigo Porthos.
—Sí; me gustan mucho más los huevos pequeñitos que los gordos. No tenéis una idea de lo delicado que es una tortilla de cuatrocientos o quinientos huevos de verderol, de pinzón, de estornino, de mirlo y de todo.
—¡Pero quinientos huevos monstruosos!
—¡Ca! Todo cabe en un salero. D’Artagnan contempló cinco minutos a Porthos, como si lo viese por primera vez.
Y Porthos quedó muy satisfecho de la mirada de su amigo.
Así permanecieron algunos momentos; D’Artagnan mirando a Porthos, y Porthos lleno de satisfacción.
D’Artagnan intentaba evidentemente dar un nuevo, giro a la conversación.
—¿Os divertís mucho aquí? —le preguntó por fin, sin duda después de haber encontrado lo que buscaba.
—No siempre.
—Lo concibo; y cuando os aburrís demasiado, ¿qué haréis?
—Como no estoy aquí por mucho tiempo, Aramis aguarda que desaparezca mi último chichón para presentarme al rey, que no puede sufrir los chichones, según él me ha dicho.
—Pero ¿Aramis continúa en París?
—No.
—¿Pues dónde se halla?
—En Fontainebleau.
—¿Solo?
—Con el señor Fouquet.
—¡Muy bien! Pero ¿sabéis una cosa?
—No. Decídmela y la sabré.
—Que creo que Aramis os olvida.
—¿Creéis?
—¿Ignoráis que en Fontainebleau se ríe, se danza, se beben los vinos de Mazarino y que todas las noches hay baile?
—¡Diablo! ¡Diablo!
—Os aseguro, pues, que nuestro querido Aramis os olvida.
—Pudiera muy bien ser, y lo he pensado a veces.
—¡A menos que no os haga traición, el solapado!
—¡Oh!
—Ya sabéis que Aramis es un astuto zorro.
—Sí, mas traicionarme…
—Mirad; en primer lugar os tiene secuestrado.
—¡Cómo que me tiene secuestrado! ¿Estoy secuestrado yo?
—¡Pardiez!
—¡Quisiera que me lo probaseis!
—Nada, más fácil. ¿Salís alguna vez?
—Jamás.
—¿Montáis a caballo?
—Nunca.
—¿Permiten que vuestros amigos se aproximen a vos?
—No.
—Pues bien, amigo mío, no salir nunca, no montar nunca a caballo, y no poder ver a sus amigos, es lo que se llama estar un hombre secuestrado.
—¿Y con qué fin me había de tener secuestrado Aramis? —preguntó Porthos.
—Vamos a ver, Porthos —dijo D’Artagnan—; sed sincero.
—Lo seré.
—Aramis ha sido el que ha formado el plano de las fortificaciones de Belle-Île, ¿no es cierto? Porthos se sonrojó.
—Sí —dijo—; pero no ha hecho más.
—Precisamente, y a mi juicio no es gran trabajo.
—Eso creo yo también.
—Bien; me alegro de que seamos del mismo parecer.
—Ni ha ido siquiera una vez a Belle-Île —dijo Porthos.
—Ya lo veis.
—Yo era el que iba a Vannes, como lo habréis podido ver.
—Decid como lo he visto. Pues bien, ahí está el negocio, querido Porthos. Aramis, que no ha hecho más que los planos, quería hacerse pasar como el ingeniero, mientras que a vos, que habéis edificado piedra por piedra la muralla, la ciudadela y los baluartes, quería relegaros a la clase de simple constructor.
—De constructor, es decir, ¿de albañil?
—De albañil, eso es.
—¿De amasador de mortero?
—Precisamente.
—¿De peón?
—Justo.
—¡Vaya, vaya, con mi querido Aramis! ¿Os creéis, sin duda, todavía de veinticinco años?
—Y no es eso todo, sino que a vos os considera de cincuenta.
—Hubiera querido verle hincando el pico.
—Sí.
—Un hombre que padece de gota.
—Sí.
—Y de mal de piedra.
—También.
—A quien faltan tres dientes.
—Cuatro.
—¡Mientras que yo, mirad!
Y separando Porthos sus labios, enseñó dos hileras de dientes algo menos blancos que la nieve, pero tan limpios, duros y sanos como el marfil.
—No podéis figuraros, Porthos —dijo D’Artagnan— lo mucho que le place al rey una hermosa dentadura. La vuestra me decide, y quiero presentaros al rey.
—¿Vos?
—¿Por qué no? ¿Creéis que no tengo en la Corte tanto poder como pueda tercer Aramis?
—¡Oh, no!
—¿Supondréis que tenga la menor pretensión de atribuirme las fortificaciones de Belle-Île?
—No, por cierto.
—De modo que ya veis que sólo puede llevarme a ello vuestro interés.
—No me queda la menor duda.
—Pues bien, yo soy amigo íntimo del rey, y la prueba es, que cuando hay que comunicarle alguna cosa desagradable, siempre me encargo yo de hacerlo.
—Pero, amigo mío, si vos me presentáis…
—¿Qué?
—Se incomodará Aramis.
—¿Contra mía?
—No, contra mí.
—¡Bah! Lo mismo da que os presente yo, que os presente él, ya que de todos modos debéis ser presentado.
—Es que me tenían que hacer vestidos.
—¡Si los tenéis espléndidos!
—¡Oh! Los que tenía encargados eran mucho más hermosos.
—Mirad que al rey le gusta la sencillez.
—Entonces seré sencillo. Pero ¿qué dirá el señor Fouquet cuando sepa que he marchado?
—¿Estáis acaso prisionero bajo palabra?
—No, por cierto. Mas le tengo prometido no alejarme sin avisarle antes.
—Bueno; ahora iremos a eso. ¿Tenéis algo que hacer aquí?
—¿Yo? Nada… Al menos nada importante.
—A menos que le sirváis a Aramis como intermediario para algo grave.
—A fe que no.
—Ya comprenderéis que lo digo por interés vuestro. Quiero suponer, por ejemplo, que estuvieseis encargado de enviar a Aramis mensajes, cartas.
—¡Ah!, Cartas, sí. Le envío ciertas cartas.
—¿Adónde?
—A Fontainebleau.
—¿Y tenéis esas cartas?
—Pero…
—Dejadme hablar. ¿Tenéis esas cartas?
—Ahora precisamente acabo de recibir una.
—¿Interesante?
—Lo supongo.
—¿No las leéis?
—No soy curioso.
Y Porthos sacó del bolsillo la carta del soldado que Porthos no había leído, pero sí D’Artagnan.
—¿Sabéis lo que debéis hacer? —preguntó D’Artagnan.
—¡Pardiez! Lo que hago siempre: remitirla.
—No.
—Pues qué… ¿guardarla?
—Tampoco. ¿No os han asegurado que esa carta era interesante?
—Y mucho.
—Pues bien: ¿lo que habréis de hacer es llevarla vos mismo a Fontainebleau Aramis?
—Sí.
—Tenéis razón.
—Y puesto que el rey está allí…
—Aprovecharemos la oportunidad…
—Para presentaros al rey.
—¡Cuerno de buey! D’Artagnan, sois el único para hallar expedientes.
—Por tanto, en vez de mandar, a nuestro amigo mensajeros más o menos fieles, le llevamos la carta nosotros mismos.
—Pues no se me había ocurrido siquiera, a pesar de que la cosa no puede ser más sencilla.
—Por eso urge mucho, querido Porthos, que marchemos al momento.
—En efecto —dijo Porthos—, cuanto antes salgamos, menos retraso sufrirá el despacho de Aramis.
—Porthos, discurrís con mucha solidez, y en vos la lógica favorece a la imaginación.
—¿Os parece? —dijo Porthos.
—Es resultado de los estudios sólidos —contestó D’Artagnan—. Conque vamos.
—Pero ¿y la promesa que he hecho al señor Fouquet? —preguntó Porthos.
—¿Qué promesa?
—La de no salir de Saint-Mandé sin avisarle.
—¡Vaya, amigo Porthos —dijo D’Artagnan— qué niño sois!
—¿Por qué?
—¿No vais a Fontainebleau?
—Iré.
—¿No veréis allí al señor Fouquet?
—Sí.
—¿Probablemente en la cámara del rey?
—¡En la cámara del rey! —repitió majestuosamente Porthos.
—Pues os acercáis a él y le decís: «Señor Fouquet, tengo la honra de avisaros que acabo de ausentarme de Saint-Mandé».
—Y —dijo Porthos con igual majestad— viéndome el señor Fouquet en Fontainebleau en la cámara del rey, no podrá decir que miento.
—Justamente abría la boca para deciros eso mismo, amigo Porthos; pero en todo me adelantáis. ¡Qué naturaleza tan privilegiada la vuestra! La edad no ha hecho mella en vos.
—No mucho.
—De modo que no hay más que hablar.
—Así es.
—¿No tenéis ya más escrúpulos?
—Creo qué no.
—Entonces partamos.
—Voy a hacer que ensillen mis caballos.
—Tengo cinco.
—¿Qué habéis hecho traer de Pierrefonds?
—Que me ha regalado el señor Fouquet.
—Querido Porthos, no hay necesidad de cinco caballos para dos personas; además, que tengo ya tres en París, y serían entre todos ocho, número que considero excesivo.
—No lo sería si tuviese aquí a mis criados; pero ¡ay! no los tengo.
—¿Echáis de menos a vuestros criados?
—A Mosquetón; Mosquetón me hace falta.
—¡Qué corazón tan excelente! —exclamó D’Artagnan—. Pero, creedme, dejad aquí vuestros caballos, como habéis dejado allá a Mosquetón.
—¿Por qué?
—Porque tal vez más adelante…
—¿Qué?
—Podrá resultar que el señor Fouquet no os haya dado nada.
—No comprendo —dijo Porthos.
—Ni hay necesidad.
—Sin embargo…
—Más adelante os lo explicaré, Porthos.
—Apuesto que es cuestión política.
—Y de la más sutil.
Porthos bajó la cabeza al oír la palabra: política; luego, tras un instante de reflexión, añadió:
—Os confieso, D’Artagnan, que no soy político.
—¡Bien lo sé, diantre!
—¡Oh! Nadie sabe eso. Vos mismo me lo habéis dicho, vos, el valiente de los valientes.
—¿Qué he dicho yo, Porthos?
—Que cada uno tiene sus días.
—Eso me habéis dicho, y yo lo he experimentado. Hay días en que se encuentra menos placer en recibir estocadas que en otros.
—Esa es mi idea.
—Y la mía, aunque no crea en los golpes que matan.
—¡Diantre! Pues a algunos habéis muerto.
—Sí, pero a mí nunca me han matado.
—No es mala la razón.
—De consiguiente, no creo que haya de morir nunca por la hoja de una espada o la bala de un mosquete.
—Entonces, ¿no tenéis miedo a nada…? ¡Ah! ¿Al agua acaso?
—No tal, que nado como una nutria.
—¿A las cuartanas?
—Nunca las he tenido ni creo haya de tenerlas jamás; pero os manifestaré una cosa…
Y Porthos bajó la voz.
—¿Cuál? —preguntó D’Artagnan, acomodándose al diapasón de Porthos.
—Que tengo un miedo horrible a la política —dijo Porthos.
—¡Ah! ¡Bah! —exclamó D’Artagnan.
—¡Poco a poco! —dijo Porthos con voz estentórea—. Yo he visto a Su Eminencia el cardenal Richelieu y a Su Eminencia el cardenal Mazarino; el uno seguía una política roja, y el otro una política negra. Yo nunca he estado más contento de la una que de la otra: la primera hizo cortar la cabeza al señor de Marcillac, al señor de Thou, al señor de Cinq-Mars, al señor de Chalais, al señor de Boutteville y al señor de Montmorency; la segunda ha hecho ahorcar a una multitud de frondistas, a cuyo partido pertenecíamos también nosotros, amigo.
—No hay tal —dijo D’Artagnan.
—¡Oh, sí! Porque si yo tiraba de la espada por el cardenal, daba tajos por el rey.
—¡Querido Porthos!
—Voy a terminar. Mi miedo a la política es tal, que si hay política en esto, prefiero volverme a Pierrefonds.
—Tendríais razón para ello, si tal hubiera; pero conmigo, querido Porthos, no hay nada de política. La cosa es clara; habéis trabajado en fortificar a Belle-Île; el rey tuvo deseos de conocer el nombre del hábil ingeniero que ha hecho esos trabajos; vos sois tímido, como todos los hombres de mérito; quizá Aramis trate de dejaros en la obscuridad. Pero yo os tomo por mi cuenta, os hago salir a luz, os presento, y el rey os recompensa. Esta es toda mi política.
—¡Esa es también la mía, pardiez! —dijo Porthos tendiendo la mano a D’Artagnan.
Pero D’Artagnan conocía la mano de Porthos; sabía que aprisionada una mano común entre los cinco dedos del barón, jamás salía de ellos sin contusiones. Tendió, pues, a su amigo, no la mano, sino el puño. Porthos ni siquiera lo advirtió. Después de lo cual, salieron ambos de Saint-Mandé.
Los guardianes cuchichearon entre sí ciertas palabras, que D’Artagnan comprendió, pero que se guardó muy bien de hacer comprender a Porthos. «Nuestro amigo —dijo para sí— no era más ni menos que un prisionero de Aramis. Veremos lo que resulta de la liberación de este conspirador».