Durante todo aquel largo y violento debate entre las ambiciones de la Corte y los amores del corazón, uno de nuestros personajes, el que menos desatendido debía ser tal vez, se hallaba olvidado completamente y reducido a una posición poco lisonjera.
En efecto, D’Artagnan, D’Artagnan, porque es preciso llamarle por su nombre para que se recuerde que ha existido. D’Artagnan no tenía nada que hacer en aquel mundo brillante y frívolo. Después de haber seguido al rey a Fontainebleau, y de haber visto todas las diversiones pastoriles y todos los disfraces cómico-heroicos de su soberano, el mosquetero había llegado a persuadirse de que aquello no bastaba a tenerle satisfecho.
Acometido a cada paso por personas que le decían:
—¿Cómo os parece que me cae este traje, señor de D’Artagnan?
Les respondía con su voz placentera y socarrona:
—Os hallo tan bien vestido como el mono más hermoso de la feria de San Lorenzo.
Era éste uno de aquellos cumplimientos que acostumbraba a hacer D’Artagnan cuando no quería hacer otro: de consiguiente, no había más remedio que contentarse con él de grado o por fuerza.
Y cuando le preguntaban:
—Señor D’Artagnan, ¿cómo os vestís esta noche?
Respondía:
—Lo que haré será desnudarme. Lo cual hacía reír hasta a las damas.
Pero después que el mosquetero pasó dos días de aquel modo, y conoció que ningún asunto serio se ventilaba, y que el rey había olvidado o parecía haber olvidado completamente a París, Saint-Mandé y Belle-Île; que el señor Colbert soñaba con morteretes y fuegos artificiales; Que las damas tenían un mes, por lo menos, para dar y recibir miradas; D’Artagnan solicitó al rey una licencia para asuntos de familia. En el momento en que D’Artagnan hacía aquella petición, el rey se acostaba, cansado de tanto bailar.
—¿Conque queréis dejarme, señor de D’Artagnan? —preguntó con aire de sorpresa.
Luis XIV no llegaba a comprender nunca que se separase nadie de su lado cuando podía tener el insigne honor de permanecer cerca de su persona.
—Señor —dijo D’Artagnan—, os dejo porque no os sirvo de nada. Si al menos pudiera tener yo el balancín mientras vos bailáis, entonces sería otra cosa.
—¿No sabéis, mi apreciado señor de D’Artagnan —replicó gravemente el rey—, que se baila sin balancín?
—¡Ah! —repuso el mosquetero sin dejar su imperceptible ironía—. No lo sabía, en efecto.
—¿No me habéis visto bailar? —preguntó el rey.
—Sí, más creo que las dificultades irían en aumento. Me he engañado; razón de más para retirarme. Señor, lo siento; pero Vuestra Majestad no necesita de mí, y demás, si me necesitase, ya sabría dónde hallarme.
—Está bien —dijo el rey. Y le concedió la licencia.
No buscaremos, pues, a D’Artagnan en Fontainebleau, porque sería cosa inútil; pero, con la venia de nuestros lectores, lo hallaremos en la calle de los Lombardos, en «El Pilón de Oro», en casa de nuestro distinguido amigo Planchet.
Son las ocho de la noche, hace calor, y sólo se ve abierta una ventana en un cuarto entresuelo.
Un olor de especias, unido al olor menos exótico del fango de la calle, subía a las narices del mosquetero.
D’Artagnan, recostado en un sillón de respaldo plano, con las piernas no estiradas, sino colocadas sobre un escabel, formaba el ángulo más obtuso que puede suponerse.
Sus ojos, tan astutos y movibles ordinariamente, estaban fijos y casi velados, y habían tomado por punto de mira invariable el trocito de cielo azul que se ve detrás de los desgarrones de las chimeneas, porción justa y precisa de azul que se necesitaría para remendar uno de los sacos de lentejas o de judías que formaban el principal mueblaje de la tienda del piso bajo.
Así tendido, así abismado en sus observaciones ultrafenestrales, no era ya el hombre de guerra ni el oficial de Palacio, sino un pechero bostezando entre la comida y la cena, y entre la cena y la hora de acostarse; uno de esos cerebros osificados, que no tienen sitito para la menor idea, merced a la tenacidad con que la materia acecha en los puestos de la inteligencia, y vigila el contrabando que pudiera hacerse, introduciendo en el cerebro un síntoma de pensamiento.
Hemos dicho que era de noche; las tiendas se iban iluminando, al paso que se cerraban las ventanas de los cuartos superiores; una patrulla de la ronda dejaba oír el ruido desigual de sus pasos.
D’Artagnan continuaba sin oír cosa alguna ni divisar más que el trocito azul de su cielo.
A dos pasos de él, enteramente en la sombra, se hallaba acostado Planchet sobre un saco de maíz, con el vientre sobre el saco y los brazos bajo la barba, mirando a D’Artagnan pensar, soñar o dormir con los ojos abiertos.
La observación duraba ya largo tiempo.
Planchet principió por hacer:
—¡Hum! ¡Hum!
D’Artagnan no se movió.
Planchet conoció entonces que era necesario apelar a un medio más eficaz, y, después de maduras reflexiones, lo que halló más ingenioso en las circunstancias del momento fue dejarse rodar desde el saco al suelo, murmurando contra él mismo la palabra:
—¡Imbécil!
Pero, a pesar del ruido ocasionado por la caída de Planchet, D’Artagnan, que en el transcurso de su vida había oído ruidos mucho más extraños, no hizo el menor caso de aquél.
Por lo demás, una enorme carreta, cargada dé piedras, desembocaba por la calle de Saint-Médéric y embebía en el ruido de sus ruedas el ruido de la caída de Planchet.
Sin embargo, éste creyó ver sonreírse imperceptiblemente a D’Artagnan como en señal de aprobación tácita a la palabra imbécil.
Por lo que, haciéndole cobrar algún ánimo, se aventuró a decir:
—¿Dormís acaso, señor de D’Artagnan?
—No, Planchet; ni siquiera duermo —respondió el mosquetero.
—Mucho siento —dijo Planchet— haber oído la palabra siquiera.
—¿Y por qué? ¿No es palabra inteligible?
—Sí tal, señor de D’Artagnan.
—¿Pues qué?
—Es que esa palabra me aflige.
—Desarróllame tu aflicción, Planchet —dijo D’Artagnan.
—Si no dormís siquiera, según vuestra expresión, tanto vale a no tener el consuelo de dormir. O mejor, es como si dijerais en otros términos: «Planchet, me aburro hasta no poder más».
—Planchet, ya sabes que no me aburro jamás.
—Excepto hoy, ayer y anteayer.
—¡Bah!
—Señor de D’Artagnan, hace ocho días que habéis venido de Fontainebleau; hace ocho días que no tenéis nada que ordenar, ni podéis hacer maniobrar a vuestra compañía. Os falta el ruido de los mosquetes, de los tambores y de todo el aparato real; y yo, que también he llevado mosquete, sé perfectamente lo que es eso.
—Planchet —respondió D’Artagnan—; te aseguro que no me aburro lo más mínimo.
—Entonces, ¿qué hacéis ahí echado como un muerto?
—Amigo Planchet, en el sitio de La Rochela, cuando yo permanecía allí, cuando tú estabas, cuando estábamos nosotros, en fin, había un árabe que tenía adquirida cierta celebridad por la destreza con que apuntaba las culebrinas. Era un mozo de talento, aunque de color extraño, de color de aceituna. Pues bien, ese árabe, luego que había comido o trabajado, se tumbaba como yo lo estoy en este momento, y fumaba ciertas hojas mágicas en un gran tubo con boquilla de ámbar, y si acertaba a pasar algún jefe y le echaba en cara que estuviese durmiendo siempre, le respondía tranquilamente: «Más vale estar sentado que de pie, acostado que sentado, muerto que acostado».
—Ese árabe era tan lúgubre por su valor como por sus sentencias —dijo Planchet—; me acuerdo de él muy bien, y también de que cortaba cabezas de protestantes con mucha satisfacción.
—Precisamente; y por cierto que las embalsamaba cuando valían la pena.
—Sí, y cuando se hallaba en esa operación, con todas sus hierbas y todas sus grandes plantas, tenía las trazas de un cestero haciendo azafates.
—Sí, Planchet; así era en efecto.
—¡Oh! También yo tengo memoria.
—Lo creo; más, ¿qué me dices de su razonamiento?
—Señor, lo encuentro exacto en parte, pero estúpido en otra.
—Explícate, Planchet, explícate.
—Pues bien, señor, en efecto, más vale estar sentado que de pie; eso es incontestable, sobre todo cuando se halla uno fatigado, en ciertas circunstancias… (y Planchet sonrió con aire picaresco). Más vale estar acostado que sentado; pero, en cuanto a la última proposición de que más vale estar muerto que acostado, declaro que la encuentro absurda; que mi preferencia absoluta está por la cama, y que, si no sois vos de mi opinión, es porque, como he tenido el honor de deciros hace poco, os aburrís soberanamente.
—Planchet, ¿conoces al señor de La Fontaine?
—¿El farmacéutico de la esquina de la calle Saint-Médéric?
—No, el fabulista.
—¡Ah! Maese Cuervo.
—Exactamente; pues bien, yo soy su liebre.
—¿Tiene también una liebre?
—Y toda especie de animales.
—¿Y qué hace su liebre?
—Piensa.
—¡Ah!
—Planchet, yo soy como la liebre del señor de La Fontaine, y pienso.
—¿Conque piensa? —preguntó inquieto Planchet.
—Sí, Planchet; tu habitación es bastante triste para inclinar a uno a la meditación; me parece que no podrás menos de convenir en ello.
—Sin embargo, tenéis vistas a la calle.
—¡Pardiez! Hay que ver lo recreativo que es, ¿eh?
—No por eso es menos cierto, señor, que si habitáis la parte de atrás os aburriríais igualmente… No, quiero decir que pensaríais más todavía.
—No lo sé, a fe mía, Planchet.
—Si a lo menos —repuso el abacero— fuesen vuestros pensamientos de la especie del que os condujo a la restauración de Carlos II.
Y Planchet hizo asomar a sus labios una sonrisita que no carecía de significación.
—¡Hola, hola! ¿Eres ambicioso, Planchet?
—¿No hay por ahí algún otro rey a quien restaurar, señor de D’Artagnan, u otro Monk a quien meter en algún cajón?
—No, mi querido Planchet, todos los reyes están en sus tronos… quizá no tan bien como yo en esta silla, pero al fin mantiénense en ellos.
Y D’Artagnan exhaló un suspiro.
—Señor de D’Artagnan —dijo Planchet—, me estáis dando pena.
—Tienes excelente corazón, Planchet.
—¡Una sospecha me asalta, Dios me perdone!
—¿Cuál?
—Que os vais poniendo flaco, señor de D’Artagnan.
—¡Oh! —murmuró D’Artagnan dándose una puñada en el tórax, que resonó como una coraza hueca—; no puede ser, Planchet.
—Es que —dijo Planchet con efusión— si enflaquecieseis en mi casa…
—¿Qué?
—Sería capaz de cometer un atentado.
—¿Cómo?
—Sí.
—Veamos: ¿qué harías?
—Buscar al que es causa de vuestra pena.
—¿Conque tengo una pena?
—Sí, una tenéis.
—No, Planchet.
—Os digo que sí. Tenéis una pena, y eso es lo que os pone flaco.
—¿Estás cierto de que voy enflaqueciendo?
—A ojos vistas… ¡Málaga! Si continuáis enflaqueciendo, cojo mi tizona y me voy a cortar la cabeza al señor de Herblay.
—¡Cómo! —dijo D’Artagnan dando un brinco en su silla—. ¿Qué estás diciendo, Planchet, ni qué tiene que ver con vuestra abacería el nombre del señor de Herblay?
—¡Bien, bien! Enojaos cuanto queráis, ofendedme, si os agrada; pero ¡pardiez! que sé muy bien lo que me sé.
Durante esta segunda salida de Planchet, se había colocado D’Artagnan de modo que no se le escapase una sola de las miradas de aquél; es decir, que se hallaba sentado, con las manos apoyadas sobre las rodillas y el cuello estirado en la dirección del digno abacero.
—Veamos —dijo—, explícate, y dime cómo has podido proferir semejante blasfemia. El señor de Herblay, tu antiguo jefe, amigo mío, un eclesiástico, un mosquetero transformado en obispo… ¿Te atreverías a levantar tu acero contra él, Planchet?
—Sería capaz de levantarlo contra mi padre, cuando os veo en ese estado.
—¡El señor de Herblay, un gentilhombre!
—Poco me importa que sea un gentilhombre o no. Lo que sé es que os hace estar triste, y de estar triste se pone uno flaco. ¡Málaga! No quiero que el señor de D’Artagnan salga de mi casa más flaco que entró.
—¿Y por qué me hace estar triste? Explícate.
—Hace tres noches que tenéis pesadillas.
—¿Yo?
—Sí, y en ellas no hacéis más que repetir: «¡Aramis, solapado Aramis!».
—¿Eso he dicho? —preguntó D’Artagnan.
—Sí por cierto, a fe de Planchet.
—Bien, ¿y qué? Ya sabes el proverbio que dice: «Quimeras son los sueños».
—No, porque en estos tres días, siempre que habéis salido no habéis dejado de preguntarme al volver: «¿Has visto al señor de Herblay?». O bien: «¿Has recibido alguna carta del señor de Herblay para mí?».
—Pero creo que nada tenga de particular que me interese por ese querido amigo —dijo D’Artagnan.
—Sí, por cierto, mas no hasta el punto de enflaquecer.
—Planchet, ya engordaré, te doy mi palabra de honor.
—Bien, señor; la acepto, pues sé que cuando dais vuestra palabra, eso es sagrado…
—No soñaré más con Aramis.
—¡Muy bien!
—No te preguntaré tampoco si hay carta del señor de Herblay.
—¡Perfectamente!
—Pero vas a explicarme una cosa.
—Hablad, señor.
—Ya sabes que soy naturalmente observador.
—Lo sé muy bien…
—Y hace poco has pronunciado un juramento singular…
—Sí.
—Que no te había oído jamás.
—¿Malagá, queréis decir?
—Precisamente.
—Es el juramento que empleo desde que soy abacero.
—Lo encuentro muy natural; ése es el nombre de unas pasas.
—Es mi juramento de ferocidad; cuando llego a decir ¡malagá!, ya no soy un hombre.
—Pero es el caso que no te conocía ese juramento.
—Así es, señor; me lo han dado. Y, al pronunciar Planchet estas palabras, guiñó el ojo con cierto aire de truhanería que llamó la atención de D’Artagnan.
—¡Je, je! —dijo.
—¡Je, je! —repitió Planchet.
—¡Hola, hola, señor Planchet!
Qué diantre, señor! —dijo Planchet—. Yo no soy como vos, ni me paso la vida en pensar.
—No haces bien.
—Quiero decir, en aburrirme, señor: ya que la vida es corta, ¿por qué no aprovecharla?
—Por lo que veo, eres filósofo epicúreo, Planchet.
—¿Y por qué no? La mano está buena, y escribe y pesa azúcar y especias; el pie está seguro, se baila y se pasea; el estómago tiene dientes, se devora y se digiere; el corazón no está aún muy encallecido… Pues bien, señor…
—¿Qué? Veamos.
—¡Ahí está…! —dijo el abacero restregándose las manos. D’Artagnan cruzó una pierna sobre otra.
—Planchet, amigo mío —dijo—, ¿sabes que me dejas estupefacto de sorpresa?
—¿Por qué?
—Porque te revelas a mí bajo un aspecto del todo nuevo. Lisonjeado Planchet en alto grado, continuó restregándose las manos hasta arrancarse la epidermis.
—¡Ah! ¡ah! —dijo—. ¿Creéis que porque sea un bestia, soy un imbécil?
—Bien, Planchet; eso ya es un razonamiento.
—Seguid bien mi idea, señor. Yo he dicho para mí —prosiguió Planchet—: sin placer, no hay felicidad sobre 1.ª tierra.
—¡Qué verdad es eso que has icho, Planchet! —interrumpió D’Artagnan.
—Pues procurémonos, si no placer, por lo menos consuelos.
—¿Y consigues consolarte?
—Sí, por cierto.
—¿Y a ver cómo?
—Armándose de un broquel para ir a combatir el fastidio. Arreglo mi tiempo de paciencia, y la víspera, precisamente, del día en que veo que voy a aburrirme, me divierto.
—¿Y no es más difícil que eso?
—No.
—¿Y has hallado eso tú solo?
—Yo solo.
—¡Pues es prodigioso!
—¿Qué os parece?
—Afirmo que tu filosofía no tiene igual en el mundo.
—Entonces seguid mi ejemplo.
—No deja de ser tentador.
—Haced lo que yo.
—No desearía otra cosa; pero no todas las almas tienen un mismo temple, y quizá si tuviese que divertirme como tú, me aburriría terriblemente.
—¡Bah! Probad.
—Vamos a ver, ¿qué haces tú?
—¿Habéis notado que suelo ausentarme de vez en cuando?
—Sí.
—¿Y de cierta manera?
—Periódicamente.
—Así es; ¿conque lo habéis notado?
—Amigo Planchet, ya conocerás que cuando dos se están viendo todos los días, si uno de ellos se ausenta, le falta al otro. ¿No te falto yo a ti, cuando estoy en campaña?
—¡Inmensamente! Soy como cuerpo sin alma.
—Esto supuesto, continuemos.
—¿Y a qué épocas suelo ausentarme?
—Los días 15 y 30 de cada mes.
—¿Y estoy fuera?
—Unas veces dos días, otras tres, otras cuatro… según.
—¿Y qué suponéis que voy a hacer?
—Compras.
—Y al volver me encontráis con el semblante…
—Muy satisfecho.
—Ya veis que vos mismo decís que vengo siempre satisfecho. ¿Y a qué habéis atribuido esa satisfacción?
—A que marchaba bien tu comercio; a que las compras de arroz, de ciruelas, de cogucho, de peras en conserva y de melaza, te salían a pedir de boca. Tú has tenido siempre un carácter muy pintoresco, y así es que jamás he extrañado verte optar por ese ramo, que es uno de los comercios más variados y más dulce al carácter, en cuanto a que casi todas las cosas que en él se manejan son naturales y aromáticas.
—Perfectamente, señor; pero ¡qué equivocado estáis!
—¡Yo equivocado! ¿En qué?
—En creer que voy cada quince días a compras o a ventas. ¡Oh señor! ¿Cómo diablos habéis podido figuraros semejante cosa? ¡Jo, jo, jo!
Y Planchet comenzó a reír en términos de inspirar a D’Artagnan las dudas más injuriosas acerca de su propia inteligencia.
—Declaro —dijo el mosquetero que no llegan a tanto mis alcances.
—Así es, señor.
—¿Cómo que así es?
—Necesario es que así sea, cuando vos lo decís; pero advertid que eso no os hace perder nada en mi concepto.
—¡Vamos, no es poca fortuna! No, sois hombre de ingenio, y, cuando se trata de guerra, de táctica y de golpes de mano, ¡diantre!, los reyes valen muy poco a vuestro lado; mas en punto a descanso del alma, a regalos del cuerpo, a dulzuras de la vida, no me habléis de los hombres de genio, señor, porque son sus propios verdugos.
—Querido Planchet —dijo D’Artagnan con viva curiosidad—; llegas a interesarme en el más alto grado.
—A que os aburrís ahora menos que antes, ¿no es verdad?
—No me aburría; no obstante, desde que has empezado a hablarme, estoy más divertido.
—Vamos, vamos, ¡excelente principio! Respondo de llegar a curaros.
—No deseo otra cosa.
—¿Queréis que haga la prueba?
—Al instante.
—Está bien. ¿Tenéis aquí caballos?
—Sí; diez, veinte, treinta.
—No hay necesidad de tantos: con dos, basta.
—Están a tu disposición, Planchet.
—¡Bueno! Vendréis conmigo.
—¿Cuándo?
—Mañana.
—¿Adónde?
—Esto es preguntar ya demasiado.
—Sin embargo, no podrás menos de convenir en que es importante que sepa a dónde voy.
—¿Os agrada el campo?
—Medianamente, Planchet.
—Entonces, ¿preferís la ciudad?
—Según y cómo.
—Pues bien, os llevo a un sitio mitad ciudad, mitad campo.
—Sea enhorabuena.
—A un punto en que estoy seguro que os divertiréis.
—Muy bien.
—¡Y cosa extraña! A un punto de donde habéis venido por aburriros en él.
—¿Yo?
—Terriblemente.
—¿De modo que es a Fontainebleau adonde vas?
—A Fontainebleau, sí, señor.
—¿Tú a Fontainebleau?
—Yo en persona.
—¿Y qué vas a hacer allí, Dios santo?
Planchet contestó a D’Artagnan con un guiño de malicia.
—¿Tienes allí tierras, pícaro?
—¡Oh! Una miseria, una bicoca.
—¿Y para eso vamos?
—Es que es cosa buena, palabra de honor.
—¿Conque voy a la casa de campo de Planchet? —dijo D’Artagnan.
—Cuando gustéis.
—¿No hemos dicho mañana?
—Pues bien, mañana; así como así, mañana estamos a 14, víspera del día en que temo aburrirme; así, pues, convenido.
—Convenido.
—¿Me prestáis uno de vuestros caballos?
—El mejor.
—No; prefiero el más dócil, porque ya sabéis que nunca he sido buen jinete, y en la abacería he acabado de perder la costumbre. Luego…
—¿Qué?
—Luego —repuso con otro guiño—, no quiero fatigarme.
—¿Y por qué? —se aventuró a preguntar D’Artagnan.
—Porque entonces no me divertiría —contestó Planchet.
Y enseguida se levantó del saco de maíz, estirándose y haciendo crujir todos sus huesos, unos tras otros, con cierta armonía.
—¡Planchet, Planchet! —exclamó D’Artagnan—. Declaro que no hay sobre la tierra sibarita que se te pueda comparar. ¡Ay, Planchet! Ya se conoce que no hemos comido juntos todavía un tonel de sal.
—¿Por qué, señor?
—Porque no te conozco aún —dijo D’Artagnan—; y vuelvo de hecho a creer definitivamente lo que pensé de ti el día en que en Boulogne estrangulaste, o poco menos, a Lubin, el criado del señor Wardes; quiero decir que eres hombre de recursos.
Planchet prorrumpió en una risa llena de fatuidad, dio las buenas noches al mosquetero y bajó a su trastienda, que le servía de dormitorio.
D’Artagnan recobró su primera posición en la silla, y su frente, desarrugada por un momento, tomó una expresión más meditabunda que nunca. Había olvidado ya las locuras y los sueños de Planchet.
«Sí —se dijo reanudando el hilo de sus ideas, interrumpidas por el grato coloquio que hemos puesto en conocimiento de nuestros lectores—, sí, todo está en esto:
»1.º Saber lo que Baisemeaux quería de Aramis;
»2.º Saber por qué Aramis no me comunica noticias suyas;
»3.º Saber dónde está Porthos. "En estos tres puntos está el misterio.
»Ahora bien; puesto qué nuestros amigos nada nos dicen, valgámonos de nuestra pobre inteligencia. Uno hace lo que puede, ¡pardiez!, o ¡malagá!, como dice Planchet».