Capítulo LXIVEl sorteo

A las ocho de la noche hallábanse todos reunidos con la reina madre. Ana de Austria, en traje de ceremonia y engalanada con los restos de su hermosura y todos los recursos que la coquetería puede poner en manos hábiles, disimulaba, o procuraba más bien disimular, a la turba de jóvenes cortesanos que la rodeaban y admiraban todavía, merced a las combinaciones que dejamos expuestas en el capítulo anterior, los estragos ya visibles de aquella enfermedad que debía llevarla al sepulcro algunos años después.

Madame, casi tan coqueta como Ana de Austria, y la reina, sencilla y natural como siempre, estaban sentadas a sus lados y se disputaban sus agasajos.

Las camaristas, reunidas en cuerpo de ejército para resistir con más fuerza, y, de consiguiente, con mejor éxito, a los maliciosos dichos que los cortesanos les dirigían, prestábanse, como un batallón en cuadro, el mutuo auxilio de un buen ataque y de una buena defensa.

Montalais, hábil en semejante guerra de tiradores, protegía toda la línea con el fuego incesante que dirigía contra el enemigo.

Saint-Aignan, desesperado del rigor, insolente a fuerza de ser obstinado, de la señorita de Tonnay-Charente, procuraba volverle la espalda; pero, vencido por el irresistible resplandor de los dos grandes ojos de la hermosura, volvía a cada paso a consagrar su derrota con nuevas sumisiones, a las que no dejaba de contestar la señorita de TonnayCharente con nuevas impertinencias.

Saint-Aignan no sabía a qué santo encomendarse.

La Vallière tenía, no una corte, sino un principio de cortesanos. Saint-Aignan, con la esperanza de a raerse por medio de su maniobra las miradas de Atenaida, fue a saludar a la joven con un respeto que a ciertos espíritus miopes les había hecho creer en la voluntad de contrapesar a Atenaida con Luisa.

Pero éstos eran solamente los que no habían visto ni oído referir la escena de la lluvia. Sólo que, como la mayoría estaba ya informada, y bien informada, su favor declarado había atraído hacia ella a los más hábiles como a los más imbéciles de la Corte.

Los primeros, porque decían, unos como Montaige: «¡Qué sabemos!»; y otros, como Rabelais: «Puede ser».

El mayor número siguió a aquéllos, como en las cacerías cinco o seis podencos hábiles siguen solos la pista de la presa, en tanto que el resto de la traílla no sigue más que la pista de los podencos.

Las reinas y Madame examinaban los trajes de sus camaristas, así como los de otras damas, dignándose olvidar por un instante que eran reinas, para acordarse de que eran mujeres.

Lo cual equivale a decir que destrozaban sin piedad a las pobres víctimas.

Las miradas de ambas princesas recayeron simultáneamente sobre La Vallière, la cual, según hemos dicho, se hallaba a la sazón rodeada de mucha gente.

Madame no tuvo piedad.

—Verdaderamente —dijo inclinándose hacia la reina madre—, si la suerte fuese justa, debería favorecer a la pobre La Vallière.

—Eso no es posible —repuso la reina madre, sonriendo.

—¿Por qué?

—No hay más que doscientos billetes, y no todos han podido ser puestos en lista.

—¿Conque no entra en suerte?

—No.

—¡Qué lástima! Pues hubiese podido ganarlos y venderlos.

—¡Venderlos! —exclamó la reina.

—Sí; con eso hubiera podido formarse una dote, y no se vería obligada a casarse sin llevar nada, como le sucederá probablemente.

—¡Oh! ¡Bah! ¡Pobre niña! —dijo la reina madre—. Pues qué, ¿no tiene vestidos?

Y pronunció estas palabras como mujer que nunca ha podido saber lo que era medianía.

—¡Caramba! Dios me perdone, pero me parece que trae el mismo vestido que llevaba esta mañana en el paseo, y que habrá podido conservar, gracias al cuidado que se tomó el rey de ponerla a cubierto de la lluvia.

En el mismo instante en que pronunciaba Madame estas palabras, entraba el rey.

Las dos princesas no hubieran advertido quizá esta llegada, tan ocupadas como se hallaban en murmurar, si Madame no viera de pronto turbarse a La Vallière, de pie frente a la galería, y decir algunas palabras a los cortesanos que la rodeaban, los cuales se apartaron al punto. Este movimiento hizo que Madame mirase hacia la puerta, mientras el capitán de los guardias anunciaba al rey.

A aquel anuncio, La Vallière, que hasta entonces había tenido los ojos fijos en la galería, los bajó de pronto.

El rey entró.

Presentóse con una magnificencia llena de gusto, y conversaba con Monsieur y el duque de Roquelaure, los cuales iban, el primero a la derecha, y el segundo a la izquierda del rey.

El rey se adelantó primero hacia las reinas, a quienes saludó con gracioso respeto. Cogió la mano de su madre, la besó, dirigió algunos cumplidos a Madame sobre la elegancia de su traje, y principió a dar la vuelta a la asamblea.

La Vallière fue saludada lo mismo que las demás.

Luego volvió Su Majestad adonde estaban su madre y su mujer. Cuando los cortesanos notaron que el rey no había dirigido más que una frase trivial a aquella joven tan solicitada por la mañana, sacaron al momento una conclusión de aquella frialdad.

La conclusión fue que el rey había atenido un capricho, pero que el capricho había pasado ya.

Sin embargo, una cosa era de advertir, y es, que junto a La Vallière, y en el número de los cortesanos, se hallaba el señor Fouquet, cuya respetuosa urbanidad servía de escudo a la joven en medio de las distintas emociones que la agitaban visiblemente.

Disponíase el señor Fouquet a hablar más íntimamente con la señorita de La Vallière, cuando se aproximó el señor Colbert, y después de hacer una reverencia a Fouquet con todas las reglas de la más respetuosa cortesanía, pareció resuelto a instalarse al lado de La Vallière para trabar conversación con ella.

Fouquet dejó al punto el puesto. Montalais y Malicorne devoraban con los ojos toda aquella maniobra y enviábanse mutuamente sus observaciones.

Guiche, colocado en el hueco de una ventana, no veía más que a Madame. Mas como ésta, por su parte, fijaba con frecuencia su mirada en La Vallière; los ojos de Guiche, guiados por los de Madame, se encaminaban también alguna que otra vez hacia la joven.

La Vallière sentía como por instinto que le abrumaba cada vez más el peso de todas aquellas miradas, cargadas unas de interés y otras de envidia; pero no tenía para compensar su padecimiento ni una palabra de interés de parte de sus compañeras, ni una mirada amorosa del rey.

De manera que nadie podría decir lo que padecía la pobre muchacha. La reina madre hizo acercar entonces el velador donde estaban los billetes de la rifa, en numero de doscientos, y rogó a madame de Motteville que leyese la lista de los elegidos.

Excusado es decir que esa lista estaba formada con sujeción a las reglas de la etiqueta: primero figuraba el rey, luego la reina madre, la reina, Monsieur, Madame, y por este orden los demás.

Latían los corazones al escuchar aquella lectura. Bien habría trescientos convidados en la habitación de la reina. Cada cual se preguntaba si su nombre figuraría en el número de los privilegiados.

El rey escuchaba con tanta atención como los demás. Pronunciado el último nombre, vio que La Vallière no estaba incluida en la lista.

Por lo demás, todos pudieron advertir aquella omisión.

El rey se puso encendido, como siempre que sufría alguna contrariedad.

La Vallière, apacible y resignada, no manifestó la menor emoción. Durante toda la lectura no había el rey apartado de ella los ojos; la joven mostrábase en extremo complacida bajo aquella feliz influencia que sentía extenderse en rededor suyo, sin que su alegría y su pureza le permitieran abrigar en su alma y en su ánimo otro pensamiento que no fuese amor.

El rey pagaba con la duración de su mirada aquella profunda abnegación, mostrando de este modo a su amante que comprendía toda la extensión y delicadeza de ella.

Cerrada la lista, todos los semblantes de las mujeres omitidas u olvidadas no pudieron menos de manifestar su descontento.

Malicorne quedó olvidado también en el número de los hombres, y su gesto dijo claramente a Montalais, a quien le había cabido igual olvido:

—¿Será cosa de que nos compongamos con la fortuna, de modo que no nos deje olvidados?

—¡Oh! ¡Sí tal! —respondió la sonrisa inteligente de la señorita Aura.

Distribuyéronse los billetes entre todos los incluidos, por su orden de numeración.

El rey recibió primero el suyo, luego la reina madre, la reina, Monsieur, Madame, y así los otros.

Entonces abrió Ana de Austria un saquito de piel de España que contenía doscientos números grabados en otras tantas bolas de nácar, y lo presentó abierto a la más joven de sus camaristas, a fin de que sacase una bola.

La ansiedad general, en medio de todos aquellos preparativos hechos lentamente, era más bien de codicia que de curiosidad.

Saint-Aignan se inclinó al oído de la señorita de Tonnay-Charente:

—Ya que cada uno de nosotros tiene su número, unamos nuestra suerte, señorita —le dijo—: Si gano, son para vos los brazaletes; si ganáis, me contentaré con una sola mirada de vuestros encantadores ojos.

—No —repuso Atenaida—; si ganáis, serán vuestros los brazaletes. A cada cual lo suyo.

—Sois inexorable —exclamó Saint-Aignan—, y os contestaré con esta redondilla; Iris bella que a mis penas Os manifestáis esquiva…

—¡Silencio! —dijo Atenaida—. Que vais a impedirme oír el número premiado.

—¡Número uno! —gritó la joven que había sacado la bola de nácar del saquito de piel de España.

—¡El rey! —exclamó la reina madre.

—¡El rey ha ganado! —repitió la reina, gozosa.

—¡Oh! ¡El rey! ¡Vuestro sueño! —exclamó Madame, gozosa también, acercándose al oído de Ana de Austria.

El rey fue el único que no dio señal alguna de satisfacción. Únicamente dio gracias a la fortuna de lo que había hecho en su favor dirigiendo un ligero saludo a la joven que había sido elegida como mandataria de fugaz diosa. Luego, recibiendo de manos de Ana de Austria, en medio de los murmullos codiciosos de toda la asamblea, el estuche que contenía los brazaletes:

—¿Son realmente preciosos estos brazaletes? —preguntó.

—Examinadlos —repuso Ana de Austria— y juzgad por vos mismo.

El rey los miró atentamente.

—Sí —dijo—. ¡Admirable es, en efecto, este medallón! ¡Qué bien acabado!

—Sí que lo está —añadió Madame.

La reina María Teresa conoció fácilmente, y a la primera ojeada, que el rey no le ofrecería los brazaletes, pero, como tampoco parecía pensar siquiera en ofrecerlos a Madame, se dio por satisfecha, o poco menos.

El rey tomó asiento.

Los cortesanos que gozaban de mayor familiaridad vinieron entonces sucesivamente a admirar de cerca la alhaja, que muy luego, con la venia del rey, fue pasando de mano en mano.

Seguidamente, todos, entendidos o no, lanzaron exclamaciones de sorpresa y abrumarán al rey a felicitaciones.

Había motivo, en efecto, para que todo el mundo admirase, unos los diamantes, otros el grabado.

Las damas mostraban patentemente su impaciencia por ver aquel tesoro monopolizado por los caballeros.

—Señores, señores —dijo el rey, a quien nada pasaba inadvertido—; nadie diría sino que lleváis brazaletes como los sabinos; dejad que los vean las damas, que me parece son en este punto más inteligentes que vosotros.

Semejantes palabras le parecieron a Madame el principio de una decisión que se esperaba.

Leía, además, esa bienhadada creencia en los ojos de la reina madre.

El cortesano que los tenía en el instante de lanzar el rey aquella observación en medio de la agitación general, se apresuró a poner los brazaletes en manos de la reina María Teresa, la cual, sabiendo que no le estaban destinados, los miró muy por encima y los pasó a manos de Madame.

Esta, y, más particularmente todavía, Monsieur, fijó en los brazaletes una detenida mirada de codicia.

Luego pasó la alhaja a las damas inmediatas, pronunciando una sola palabra, pero con acento que equivalía a una larga frase:

—¡Magníficos!

Las damas que recibieron los brazaletes de manos de Madame emplearon el tiempo que les pareció conveniente en examinarlos, y enseguida los hicieron circular por su derecha.

Mientras tanto conversaba el rey tranquilamente con Guiche y Fouquet. Dejaba hablar, más bien que escuchaba.

Acostumbrados a ciertos giros de frases, su oído, como el de todos los hombres que ejercen sobre otros una superioridad incontestable, no recogía de los discursos pronunciados en torno suyo más que la palabra indispensable que merece una contestación.

En cuanto a su atención, estaba en otra parte. Vagaba con sus ojos. La señorita de Tonnay-Charente era la última de las damas inscritas para los billetes, y, como si hubiera tomado jerarquía según su inscripción, no tenía después de ella más que a Montalais y a La Vallière.

Al llegar los brazaletes a estas últimas, nadie pareció hacer alto en ello.

La humildad de las manos en que momentáneamente estaban aquellas joyas, les quitaba toda su importancia.

Lo cual no impidió, sin embargo, que a Montalais le brincase el corazón de alegría, de envidia y de codicia a la vista de aquellas hermosas piedras, más todavía que por aquel exquisito trabajo.

Era indudable que si a Montalais le hubiesen dado a elegir entre el valor pecuniario y la belleza artística, habría preferido sin titubear los diamantes a los camafeos.

De suerte que le costó gran trabajo hacerlos pasar a manos de su compañera La Vallière.

La Vallière fijó en las alhajas una mirada casi indiferente.

—¡Oh! ¡Qué preciosos son estos brazaletes y qué magníficos! —exclamó Montalais—. ¿Y no te extasías en ellos, Luisa? ¿Has dejado de ser mujer?

—No —respondió la joven con un tono de encantadora melancolía—. ¿A qué desear lo que no puede pertenecemos?

El rey, con la cabeza inclinada hacia adelante, escuchaba lo que la joven iba a decir.

Apenas la vibración de aquella voz llegó a herir su oído, se levantó lleno de satisfacción, y, atravesando todo el círculo para ir adonde estaba La Vallière:

—Os equivocáis, señorita —dijo—; sois mujer, y toda mujer tiene derecho a las alhajas de mujer.

—¡Oh! —exclamó La Vallière—. ¿Vuestra Majestad no quiere creer en mi modestia?

—Creo, señorita, que tenéis todas las virtudes, tanto la franqueza como las demás; por consiguiente, os conjuro que digáis francamente lo que pensáis de estos brazaletes.

—Que son tan hermosos, Majestad, que sólo pueden ser ofrecidos a una reina.

—Celebro mucho que sea ésa vuestra opinión, señorita; los brazaletes son vuestros, y el rey os ruega que los aceptéis.

Y como La Vallière, con un movimiento parecido al espanto, alargase vivamente el estuche al rey, el rey rechazó dulcemente con su mano la mano trémula de La Vallière.

Un silencio de sorpresa, más fúnebre aún que un silencio sepulcral, reinaba en toda la asamblea Y, sin embargo, por el lado donde estaban las reinas, nadie había oído lo que el rey dijera, ni comprendido lo que había hecho.

Una caritativa amiga se encargó de esparcir la noticia. Fue la señorita de Tonnay-Charente, a quien Madame había hecho seña que se aproximase.

—¡Dios mío! —exclamó Tonnay-Charente—. ¡Qué afortunada es esa La Vallière! ¡El rey le ha regalado los brazaletes!

Madame se mordió los labios con tal coraje, que la sangre brotó en la superficie de la piel.

La reina joven miraba sucesivamente a La Vallière y a Madame, y se echó a reír.

Ana de Austria apoyó su barba en su hermosa y blanca mano, y permaneció largo rato absorta por una sospecha que le roía el ánimo, y por un dolor terrible que le roía el corazón.

Guiche, viendo palidecer a Madame, adivinando la causa de aquella palidez, abandonó precipitadamente la asamblea y desapareció.

Malicorne pudo deslizarse entonces hasta donde se hallaba Montalais, y, a favor del tumulto general de las conversaciones:

—Aura —le dijo—, tienes cerca de ti nuestra fortuna y nuestro porvenir.

—Sí —contestó aquélla.

Y abrazó tiernamente a La Vallière, a quien en su interior estaba tentada de estrangular.