Ana de Austria había suplicado a la reina que fuese a verla. Enferma hacía algún tiempo, y cayendo desde lo alto de su hermosura y de su juventud con aquella rapidez de descenso que marca la decadencia de las mujeres que han luchado mucho, la reina Ana veía unirse al padecimiento físico el dolor de no figurar ya sino como recuerdo vivo en medio de los jóvenes ingenios y potentados de su corte. Las advertencias de su médico y las de su espejo la desconsolaban mucho menos que los avisos inexorables de la sociedad de los cortesanos, que, semejantes a las ratas de los barcos, abandonan la cala donde va a penetrar el agua a causa de las averías del tiempo.
Ana de Austria no se hallaba satisfecha con las horas que le consagraba su primogénito.
El rey, buen hijo, pero con más afectación que cariño, dedicaba en un principio a su madre una hora por la mañana y otra por la noche; pero, desde que se encargó de los asuntos del Estado, las visitas de la mañana y de la noche se redujeron sólo a media hora, y poco a poco quedó suprimida la de la mañana.
Veíanse en misa, y hasta la visita nocturna era a veces reemplazada por una entrevista, bien en el aposento del rey en tertulia, o bien en el de Madame, adonde corría gustosa la reina por miramiento a sus dos hijos.
De ahí nacía el inmenso ascendiente de Madame sobre la Corte, que hacía de su sala la verdadera tertulia real.
Ana de Austria lo comprendió. Viéndose enferma y condenada por sus padecimientos a hacer una vida retirada, se desconsoló al prever que la mayor parte de sus días y sus noches transcurrirían solitarios, inútiles, desesperados.
Recordaba con terror el aislamiento en que la tenía en otro tiempo el cardenal Richelieu; noches fatales e insoportables, en las cuales le quedaba, no obstante, todavía el consuelo de la juventud y de la belleza, que van siempre acompañadas de la esperanza.
Entonces formó el proyecto de trasladar la Corte a su habitación y de atraer a Madame con su brillante escolta a la morada, triste ya y sombría, donde la que era viuda y madre de un rey de Francia se veía reducida a consolar de su viudez anticipada a la esposa, siempre llorosa, de un rey de Francia.
Ana reflexionó.
Mucho había intrigado durante su vida. En los buenos tiempos, cuando su juvenil cabeza concebía proyectos siempre felices, tenía a su lado, para estimular su ambición y su amor, una amiga más ardiente y ambiciosa que ella misma, una amiga que la había amado, cosa rara en la Corte, y que, por mezquinas consideraciones, habían alejado de ella.
Mas después de tantos años, si se exceptúan a las señoras de Motteville y la Molena, nodriza española, confidente suya por el doble carácter de compatriota y de mujer, ¿quién podía lisonjearse de haber dado un excelente consejo a la reina?
¿Quién, asimismo, entre aquellas cabezas juveniles, podría recordarle el pasado, por el cual vivía solamente?
Ana de Austria acordóse de la señorita de Chevreuse, desterrada primero, más bien por su voluntad que por la voluntad del rey, y muerta después en el destierro siendo mujer de un obscuro hidalgo.
Se preguntó lo que en tal caso le habría aconsejado la señora de Chevreuse en otro tiempo, cuando estaban metidas en sus intrigas comunes; y, después de una seria meditación, le pareció que aquella mujer astuta, llena de experiencia y sagacidad, le respondía con su tono irónico:
—Toda esa juventud es pobre y ambiciosa. Necesita oro y rentas para alimentar sus placeres: sujetadla por medio del interés.
Ana de Austria adoptó ese plan. Su bolsa estaba bien provista; disponía de una suma considerable que Mazarino había reunido para ella y colocado en sitio seguro. Poseía, además, las más hermosas pedrerías de Francia, especialmente unas perlas de tal magnitud, que hacían suspirar al rey cada vez que las veía, porque las perlas de su corona no eran más que granos de mijo al lado de las otras.
Ana de Austria no tenía ya belleza ni encantos de que poder disponer. Se hizo rica y presentó como cebo a los que viniesen a hacerle la corte, ya buenos escudos que poder ganar en el juego, ya buenos regalos hábilmente hechos los días de buen humor, así como algunas concesiones de rentas que solicitase del rey, y que se había decidido a hacer para sostener su crédito.
Desde luego ensayó este medio con Madame, cuya posesión era la que más tenía en estima de todas.
Madame, no obstante la intrépida confianza de su carácter y de su juventud, se dejó llevar por completo, y, enriquecida paulatinamente con donativos y cesiones, fue tomando gusto a aquellas herencias anticipadas.
Ana de Austria empleó igual medio con Monsieur y con el rey mismo, y estableció loterías en su habitación.
El día de que hablamos se trataba de una reunión en el cuarto de la reina madre, y esta princesa rifaba dos brazaletes de hermosísimos brillantes y de un trabajo delicado.
Los medallones eran unos camafeos antiguos del mayor valor. Considerados como renta, no representaban los diamantes una cantidad considerable, pero la originalidad y rareza de aquel trabajo eran tales, que se deseaba en la Corte, no sólo poseer, sino ver aquellos brazaletes en los brazos de la reina, y los días en que los llevaba puestos considerábase como un favor el ser admitido a admirarlos besándole las manos.
Hasta los cortesanos habían dado rienda suelta a su imaginación para establecer el aforismo de que los brazaletes no habrían tenido precio si no les hubiera cabido la desgracia de hallarse en contacto con unos brazos como los de la reina.
Este cumplimiento había tenido el honor de ser traducido a todos los idiomas de Europa, y circulaban sobre el particular más de mil dísticos latinos y franceses.
El día en que Ana de Austria se decidió por la rifa, era un día decisivo: hacía dos días que el rey no iba al cuarto de su madre.
Madame estaba de mal humor desde la célebre escena de las dríadas y de las náyades.
El rey no estaba enojado, pero una distracción poderosísima le tenía completamente apartado del torbellino y de las diversiones de la Corte.
Ana de Austria llamó la atención de la concurrencia anunciando su proyectada rifa para la noche siguiente.
Al efecto, quiso ver a la reina joven, a quien, como hemos dicho, había pedido una entrevista por la mañana.
—Hija mía —le dijo—, tengo que anunciaros una buena nueva. El rey me ha dicho de vos las cosas más afectuosas. El rey es joven y fácil de distraer; pero, en tanto que permanezcáis a mi lado, no se atreverá a separarse de vos, a quien por otra parte profesa el más vivo cariño. Esta noche hay rifa en mi habitación. ¿Vendréis?
—Me han dicho —repuso la reina con cierto asomo de tímida reconvención— que Vuestra Majestad iba a rifar sus valiosos brazaletes, cuyo mérito es tal, que no hubiéramos debido consentir que saliesen del guardajoyas de la Corona, aun cuando no fuese más que porque os han pertenecido.
—Hija mía —dijo entonces Ana de Austria conociendo todo el pensamiento de su nuera y procurando consolarla de no haberle hecho aquel regalo—, era preciso atraer para siempre a mi tertulia a Madame.
—¿A Madame? —murmuró ruborizándose la reina.
—Sí, por cierto: ¿no os parece mejor tener en vuestro cuarto a una rival para vigilarla y dominarla, que saber que el rey está siempre en su cuarto dispuesto a galantearla y a dejarse galantear? Esa rifa es el cebo de que me valgo para ello. ¿Me lo censuráis todavía?
—¡Oh, no! —murmuró María Teresa dando una mano con otra, con ese impulso propio de la alegría española.
—¿Ni sentiréis ya tampoco, querida mía, que no os haya dado esos brazaletes, como era mi intención?
—¡Oh! ¡No, no, querida madre…!
—Pues bien, hija mía, tratad de poneros guapa, y que sea brillante nuestra tertulia: cuanta más alegría manifestéis, pareceréis más encantadora y eclipsaréis a todas las damas en esplendor y dignidad.
María Teresa se retiró entusiasmada.
Una hora más tarde recibía Ana de Austria a Madame, y, llenándola de caricias:
—¡Buenas noticias! —le dijo—. Al rey le ha agradado sobremanera la idea de mi rifa.
—Pues a mí no tanto, señora —repuso Madame—; ver unos brazaletes tan hermosos como ésos en otros brazos que los vuestros o los míos, es cosa a que no me puedo acostumbrar.
—¡Vaya! —dijo Ana de Austria ocultando bajo una sonrisa un agudo dolor que le acometió en aquel momento—. No toméis las cosas tan a pechos, ni vayáis a mirarlas por el lado peor.
—Señora, la suerte es loca, y según me ha dicho, habéis puesto doscientos billetes.
—Así es; pero no ignoráis que sólo ha de haber un ganancioso.
—Indudablemente. Pero ¿quién será…? ¿Podéis decírmelo? —preguntó desesperada Madame.
—Ahora me recordáis que he tenido un sueño esta noche… ¡Oh! ¡Mis sueños son buenos…! ¡Duermo tan poco!
—¿Qué sueño…? ¿Estáis mala?
—No —dijo la reina ahogando con una constancia admirable el tormento de otra punzada en el seno—. He soñado que le tocaban los brazaletes al rey.
—¿Al rey?
—Vais a preguntarme qué es lo que el rey puede hacer con los brazaletes, ¿no es cierto?
—Así es.
—Y pensáis que sería una fortuna que el rey obtuviese los brazaletes… porque entonces se vería obligado a regalarlos a alguien.
—A vos, por ejemplo.
—En cuyo caso los regalaré yo a mi vez, porque no iréis a suponer —dijo riendo la reina— que ponga esos brazaletes en rifa por gusto de ganar, y sí sólo por regalarlos sin causar envidias. Pero si la suerte no quisiera sacarme del apuro, entonces corregiré a la suerte, y ya tengo pensado a quién he de ofrecer los brazaletes.
Estas palabras fueron pronunciadas con una sonrisa tan expresiva, que Madame debió corresponder a ella con un beso en señal de gracias.
—Pero —repuso Ana de Austria—, ¿no sabéis tan bien como yo que si el rey obtuviese los brazaletes no me los devolvería?
—Entonces se los daría a la reina. No, por la misma razón que tiene para no devolvérmelos a mí, pues si hubiese querido dárselos a la reina, no tenía necesidad de valerme de él para hacerlo.
Madame lanzó una mirada oblicua a los brazaletes, que resplandecían en su estuche sobre una consola inmediata.
—¡Qué hermosos son! Pero olvidamos —añadió— que el sueño de Vuestra Majestad no es más que un sueño.
—Mucho extrañaría —replicó Ana de Austria— que mi sueño me engañase, porque rara vez me ha sucedido.
—Entonces, podéis ser profeta.
—Ya os he dicho, hija mía, que casi nunca sueño; ¡pero es una coincidencia tan rara la de ese sueño con mis ideas! ¡Se ajusta tan perfectamente a mis combinaciones!
—¿Qué combinaciones?
—Por ejemplo, la de que los brazaletes fuesen para vos.
—Entonces no le tocarán al rey.
—¡Oh! —dijo Ana de Austria—. No hay tanta distancia del corazón de Su Majestad al vuestro… a vos, que sois su hermana amada… No hay tanta distancia, repito, que pueda decirse que el sueño sea engañoso. Examinad y pensad bien las probabilidades que tenéis a vuestro favor.
—Veamos.
—En primer lugar, la del sueño. Si el rey gana, de seguro son para vos los brazaletes.
—Admito esa probabilidad.
—Si la suerte os es propicia, entonces no hay que dudar que son vuestros…
—Naturalmente; también es admisible.
—Luego si la suerte se decide por Monsieur…
—¡Oh! —exclamó Madame prorrumpiendo en una carcajada—. Se los daría al caballero de Lorena.
Ana de Austria se echó a reír como su nuera, es decir, de tan buena gana, que le repitió el dolor y se puso lívida en medio de aquel acceso de hilaridad.
—¿Qué tenéis? —dijo asustada Madame.
—Nada, nada; el dolor de costado… He reído mucho… Estábamos en la cuarta probabilidad.
—¡Oh! Lo que es ésa no la veo.
—¡Oh! Lo que es ésa no la veo.
—Perdonad, que no estoy excluida de entrar en suerte, y, si me tocan los brazaletes, estáis segura de mí.
—¡Gracias, gracias! —exclamó Madame.
—Espero que os consideréis como favorecida, y que ahora empiece a tomar mi sueño a vuestros ojos aspecto de realidad.
—Me dais realmente esperanza y confianza —dijo Madame—, y los brazaletes ganados de este modo serán mucho más valiosos para mí.
—¿Conque hasta la noche? —¡Hasta la noche!
Y ambas princesas se separaron. Ana de Austria, después que se marchó su nuera, dijo entre sí, examinando los brazaletes:
—Preciosos son, efectivamente, puesto que por ellos me conciliaré esta noche un corazón, al paso que habré adivinado un secreto.
Y, volviendo luego hasta su desierta alcoba:
—¿Es de este modo como te habrías manejado tú, pobre Chevreuse? —dijo lanzando al aire su voz—. Sí, ¿no es verdad?
Y, con el eco de aquella invocación, se reanimó en ella, como un perfume de otro tiempo, toda su juventud, toda su loca imaginación, toda su felicidad.