Capítulo LXIITobías

Dos horas después de haber partido el carruaje del superintendente por orden de Aramis, conduciendo a ambos hacia Fontainebleau con la rapidez de las nubes que corrían en el cielo bajo el último soplo de la tempestad, estaba La Vallière en su cuarto con un sencillo peinador de muselina, terminando su almuerzo junto a una mesita de mármol.

De pronto se abrió la puerta y entró un ayuda de cámara a avisar que el señor Fouquet pedía permiso para ofrecerle sus respetos.

La Vallière se hizo repetir dos veces el recado; la pobre niña no conocía al señor Fouquet más que de nombre, y no acertaba a adivinar qué podía tener ella de común con un superintendente de Hacienda.

No obstante, como éste podía venir de parte del rey, y, en vista de la conversación que hemos referido, la cosa era muy posible, echó una ojeada al espejo, prolongó algo más todavía los largos bucles de sus cabellos, y ordenó que se le hiciese entrar.

No obstante, La Vallière no podía menos de experimentar cierta turbación. La visita del superintendente no era un suceso vulgar en la vida de una dama de la corte. Fouquet, tan célebre por su generosidad, su galantería y su delicadeza con las mujeres, había recibido más invitaciones que pedido audiencias.

En no pocas casas la presencia del superintendente había significado fortuna. En no pocos corazones había significado amor.

Fouquet entró respetuosamente en el cuarto de La Vallière, presentándose con aquella gracia que era el carácter distintivo de los hombres eminentes del siglo, y que hoy no se comprende ni aun en los retratos de la época, donde el pintor trató de hacerlos vivir.

La Vallière correspondió al respetuoso saludo de Fouquet con una reverencia de colegiala, y le indicó una silla.

—No me sentaré, señorita —dijo—, hasta tanto que me hayáis perdonado.

—¿Yo? —preguntó La Vallière.

—Sí, vos.

—¿Y qué os he de perdonar, Dios mío?

Fouquet fijó una mirada penetrante en la joven, y no creyó ver en su rostro más que ingenua extrañeza.

—Veo, señorita —dijo—, que tenéis tanta generosidad como talento, y leo en vuestros ojos el perdón que solicitaba. Pero no me basta el perdón de los labios, os lo prevengo, porque necesito sobre todo el perdón del corazón y del alma.

—A fe mía, señor —dijo La Vallière—, os juro que no os comprendo.

—Esa es aún mayor delicadeza —replicó Fouquet—, y veo que no queréis que tenga que avergonzarme en vuestra presencia.

—¡Avergonzaros en mi presencia! Pero, por favor, caballero, ¿de qué os tenéis que avergonzar?

—¿Sería tal mi suerte —exclamó Fouquet— que mi modo de proceder no os haya ofendido?

La Vallière se encogió de hombros.

—Veo, caballero —replicó—, que estáis hablando en enigmas, y soy, a lo que parece, demasiado ignorante para comprenderos.

—Sea —dijo Fouquet—; no insistiré más. Decidme únicamente que puedo contar con vuestro perdón, y quedaré tranquilo.

—Señor —dijo La Vallière con cierto asomo de impaciencia—, no puedo daros más que una respuesta, y espero que os deje satisfecho. Si supiese la ofensa que decís haberme hecho, os la perdonaría; con mucha más razón lo haré no conociéndola…

Fouquet mordióse los labios, como lo habría hecho Aramis.

—Entonces —dijo—, puedo esperar que, a pesar de lo ocurrido, quedaremos en buena inteligencia, y me haréis el favor de creer en mi respetuosa amistad.

La Vallière creyó que principiaba ya a comprender.

¡Oh!, dijo para sí. No hubiera creído al señor Fouquet tan solícito en buscar la fuente de un favor tan reciente.

Y luego; en alta voz:

—¿Vuestra amistad, señor? —dijo—. Creo que en el ofrecimiento que me hacéis de vuestra amistad sea para mí todo el honor.

—Conozco, señorita —repuso Fouquet—, que la amistad del amo puede parecer más brillante y deseable que la del servidor; pero os garantizo que esta última será por lo menos tan fiel y desinteresada como la que más.

La Vallière se inclinó; había, en efecto, mucha convicción y rendimiento en la voz del superintendente.

Así fue que le alargó la mano.

—Os creo —dijo.

Fouquet tomó la mano que le alargaba la joven.

—Entonces —añadió—, ¿no tendréis inconveniente en devolverme esa desdichada carta?

—¿Cuál? —preguntó La Vallière. Fouquet volvió a examinarla, como había hecho antes, con toda la penetración de su mirada.

Igual ingenuidad de fisonomía, igual candor de semblante.

—Ea, señorita —dijo después de aquella negativa—, me veo obligado a confesar que vuestro proceder es el más delicado del mundo, y no me tendría por hombre honrado si temiera algo de una joven tan generosa como vos.

—En verdad, señor Fouquet —respondió La Vallière, con profundo sentimiento me veo precisada a repetiros que no acierto a comprender vuestras palabras.

—Pero, en fin, señorita, ¿no habéis recibido ninguna carta mía?

—Ninguna, os lo aseguro —respondió con firmeza La Vallière.

—Bien, eso me basta; y ahora, señorita, permitidme que os renueve la seguridad de todo mi aprecio y respeto.

E, inclinándose, se retiró para ir a reunirse con Aramis, que le aguardaba en su casa, dejando a La Vallière con la duda de si se habría vuelto loco el superintendente.

—¿Qué tal? —preguntó Aramis, que esperaba a Fouquet con impaciencia—. ¿Habéis quedado satisfecho de da favorita?

—Encantado —respondió Fouquet—: es mujer de talento y de corazón.

—¿No se ha encontrado resentida?

—Lejos de eso, ni aun ha dado a entender que comprendiese.

—¿Que comprendiese qué?

—Que yo le hubiese escrito.

—Con todo, por fuerza habrá debido comprenderos para devolveros la epístola, porque supongo que os la habrá devuelto.

—¡Ni pensarlo!

—Por lo menos os habréis asegurado de que la ha quemado.

—Mi querido señor de Herblay, hace una hora ya que estoy hablando a medias palabras, y por divertido que sea ese juego, comienza a cansarme. Oídme bien: la pequeña ha fingido no comprender lo que decía, y ha negado que haya recibido carta alguna; por consiguiente, es claro que no ha podido ni devolvérmela ni quemarla.

—¡Oh, oh! —dijo Aramis con inquietud—. ¿Qué me decís?

—Digo que ha jurado formalmente no haber recibido carta alguna.

—Pues no lo comprendo… ¿Y no habéis insistido?

—He insistido hasta la impertinencia.

—¿Y ha negado siempre?

—Siempre.

—¿Y no se ha desmentido ni una sola vez?

—No.

—¿Entonces, querido, le habéis dejado nuestra carta en sus manos?

—No ha habido otro remedio.

—Pues es una gran falta.

—¿Y qué diantres habríais hecho en mi lugar?

—Verdaderamente, no se le podía obligar, pero es cosa que me inquieta: semejante carta no puede quedar en sus manos.

—¡Oh! Esa joven es generosa.

—Si lo fuese os habría devuelto la carta.

—Os aseguro que es generosa; he leído en sus ojos, y me precio de tener algún conocimiento en eso.

—Entonces, la creéis de buena fe.

—Con todo mi corazón.

—Pues yo entiendo que estamos en un error.

—¿Cómo en un error?

—Creo que, efectivamente, como ella os ha dicho, no ha recibido ninguna carta.

—¡Cómo! ¿Ninguna carta?

—Lo que digo.

—Supondríais…

—Supongo que, por algún motivo que ignoramos, vuestro hombre no ha entregado la carta.

Fouquet dio un golpe en el timbre.

Un sirviente se presentó.

—Que venga Tobías —dijo.

Un momento después entraba un hombre de mirar inquieto, labios delgados, brazos cortos y cargado de espaldas.

Aramis clavó en él su mirada penetrante.

—¿Me permitís que le interrogue yo mismo? —preguntó Aramis.

—Hacedlo —dijo Fouquet.

Aramis hizo un ademán para dirigir la palabra al lacayo, pero se detuvo.

—No —dijo—, porque vería que dábamos demasiada importancia a sus respuestas; interrogadle vos; entretanto haré yo como que escribo.

Aramis se sentó en efecto a una mesa, con la espalda vuelta al lacayo, cuyos gestos y miradas examinaba en un espejo paralelo.

—Ven aquí, Tobías —dijo Fouquet.

El lacayo acercóse con paso bastante seguro.

—¿Cómo has desempeñado mi comisión? —le preguntó Fouquet.

—Como siempre, monseñor —replicó Tobías.

—Vamos a ver.

—Penetré en el aposento de la señorita de La Vallière, que estaba en misa, y puse el billete encima de su tocador. ¿No es eso lo que me encargasteis?

—Sí; ¿y no ha habido más?

—Nada más, monseñor.

—¿No había nadie allí?

—Absolutamente nadie.

—¿Te ocultaste como te encargué?

—Sí.

—¿Volvió ella?

—Diez minutos después.

—¿Y nadie pudo coger la carta?

—Nadie, porque nadie entró.

—De fuera, bien, pero ¿y del interior?

—Desde el lugar en que estaba escondido podía ver hasta el fondo de la cámara.

—Escucha —dijo Fouquet, mirando fijamente al lacayo—. Si esa carta ha ido casualmente a otro destino, confiésalo; porque, sí se ha cometido algún error, lo pagarás con tu cabeza.

Tobías se estremeció, pero se recobró al punto.

—Monseñor —dijo—, he puesto la carta en el sitio que he dicho, y no pido más que media hora para probaron que la carta se halla en poder de la señorita de La Vallière, o para traeros la carta misma.

Aramis observaba con gran atención al lacayo.

Fouquet no desconfiaba de él, pues aquel hombre le había servido bien por espacio de veinte años.

—Anda —dijo—; está bien; mas tráeme la prueba de lo que dices. El lacayo salió.

—Veamos, ¿qué pensáis? —preguntó Fouquet a Aramis.

—Pienso que es preciso, por un medio u otro, averiguar la verdad. La carta habrá llegado o no a poder de La Vallière; en el primer caso, es necesario que La Vallière os la devuelva, o que os dé la satisfacción de quemarla en vuestra presencia; en el segundo, es necesario recobrar la carta, aunque tengamos que gastar para ello un millón. ¿No es ése vuestro parecer?

—Sí; pero, a decir verdad, querido obispo, creo que exageráis la situación.

—¡Qué ciego sois! —murmuró Aramis.

—La Vallière, a quien tomamos por una política consumada, no es más que una coqueta que aguarda que yo le haga la corte, porque he principiado a hacérsela, y que habiéndose asegurado ya del amor del rey, querrá tenerme sujeto con la carta. Nada encuentro en eso de particular.

Aramis movió la cabeza.

—¿No es ésa vuestra opinión? —preguntó Fouquet.

—Esa mujer no es coqueta —dijo Aramis.

—Permitidme deciros…

—¡Oh! Conozco a las mujeres coquetas —dijo Aramis.

—¡Amigo mío, amigo mío!

—¿Queréis decir que ha transcurrido mucho tiempo desde que hice mis estudios? No importa; las mujeres no varían.

—Sí; pero los hombres cambian, y hoy día sois más suspicaz que en otro tiempo.

Luego, echándose a reír:

—Vamos a ver —dijo—; si La Vallière quiere darme una tercera parte de su amor, y al rey las otras dos terceras partes, ¿no encontraréis aceptable la condición?

Aramis se levantó con impaciencia.

—La Vallière —dijo— ni ha amado ni amará a nadie más que al rey.

—Pero, en último resultado —dijo Fouquet—, ¿qué haríais vos?

—Preguntadme mejor qué hubiera hecho.

—Bien, ¿y qué habríais hecho?

—En primer lugar, no hubiese dejado salir a ese hombre.

—¿A Tobías?

—¡Sí, a Tobías, que es un traidor!

—¡Oh!

—¡Estoy seguro! No le hubiera dejado salir sin que me hubiese dicho la verdad.

—Aún es tiempo.

—¿De veras?

—Llamémosle, e interrogadle vos mismo.

—¡Corriente!

—Pero os aseguro que será inútil. Lo tengo hace veinte años, y jamás ha incurrido en torpeza alguna, lo cual —añadió riendo Fouquet— no hubiera tenido nada de extraño.

—Llamadle, sin embargo. Creo haber visto esta mañana esa cara muy en conversación con uno de los hombres del señor Colbert.

—¿Dónde?

—Delante de las caballerizas.

—¡Bah! Todos mis sirvientes están a matar con los de ese pedante.

—Digo que le he visto, y su rostro, que me debía ser desconocido cuando entró hace poco, me ha chocado de un modo desagradable.

—¿Por qué no despegasteis los labios mientras permaneció aquí?

—Porque en este momento es cuando veo claro en mis recuerdos.

—¡Oh! —dijo Fouquet—. Empezáis a asustarme.

Y dio un golpe en el timbre.

—Quiera el Cielo que no sea tarde —dijo Aramis.

Fouquet llamó otra vez. El ayuda de cámara ordinario se presentó.

—Pronto, que venga Tobías —ordenó Fouquet.

El ayuda de cámara volvió a cerrar la puerta.

—Supongo que me dais carta blanca, ¿no?

—Entera.

—¿Puedo usar todos los medios para averiguar la verdad?

—Sí.

—¿Hasta la intimidación?

—Os constituyo procurador general en mi lugar.

Esperaros diez minutos, pero inútilmente.

Fouquet, impaciente, llamó de nuevo en el timbre.

—¡Tobías! —gritó.

—Monseñor —dijo el criado—, le están buscando.

—No debe estar lejos, pues no le he encargado ningún mensaje.

—Voy a ver, monseñor.

Y el ayuda de cámara cerró la puerta.

Entretanto se paseaba Aramis impaciente, pero en silencio, por el gabinete. Pasaron diez minutos más. Fouquet volvió a llamar de manera capaz de despertar a toda una necrópolis.

El criado volvió bastante trémulo para hacer sospechar alguna mala noticia.

—Monseñor debe de padecer alguna equivocación —dijo antes de que Fouquet le preguntase—; por fuerza ha dado monseñor alguna comisión a Tobías, pues ha ido a las caballerizas, y ha ensillado por sí mismo el mejor corredor de monseñor.

—¿Y qué?

—Ha partido.

—¡Se fue! —exclamó Fouquet—. ¡Que corran tras él y me lo traigan!

—¡Bah, bah! —dijo Aramis cogiéndole de la mano—. Un poco de calma, ya que el mal está hecho.

—¿Cómo que está hecho el mal?

—Yo estaba cierto de ello. Ahora procuraremos evitar la alarma; calculemos el resultado del golpe, y veamos de remediarlo, si es posible.

—De todos modos —replicó Fouquet—, no creo el mal tan grave.

—¿Os parece así? —dijo Aramis.

—Sin duda. Es muy natural que un hombre escriba un billete amoroso a una mujer.

—Un hombre, sí; un súbdito, no; especialmente cuando esa mujer es la que ama el rey.

—Es que, amigo mío, el rey no amaba a La Vallière hace ocho días; no la amaba ayer, y la carta es de ayer. Era difícil que adivinara yo el amor del rey cuando no existía ese amor.

—Está bien —replicó Aramis—, pero, por desgracia, la carta no estaba fechada. Eso es lo que me atormenta, sobre todo. ¡Ah! Si llevara fecha de ayer, no tendría el menor asomo de inquietud por vos. Fouquet se encogió de hombros.

—¿Estoy por ventura en tutela —repuso—, hasta el punto de que el rey sea rey de mi cerebro y de mi carne?

—Tenéis razón —dijo Aramis—; no demos a las cosas más importancia de la que conviene; además… si nos vemos amenazados, medios tenemos de defensa.

—¡Amenazados! —exclamó Fouquet—. Supongo que no contaréis esa picadura de hormiga en el número de las amenazas que puedan comprometer mi fortuna y mi vida, ¿no es eso?

—Cuidado, señor Fouquet, que la picadura de una hormiga puede matar a un gigante, si la hormiga es venenosa.

—Pero esa omnipotencia de que habláis, ¿desapareció ya?

—No; soy omnipotente, pero no inmortal.

—Veamos; lo que más urge por ahora es encontrar a Tobías. ¿No opináis lo mismo?

—¡Oh! Fin cuanto a eso, no le hallaréis —dijo Aramis—; y si lo consideráis necesario, dadlo por perdido.

—Mas en alguna parte estará —dijo Fouquet.

—Tenéis razón; dejadme obrar —respondió Aramis.