Capítulo LXILa lluvia

En aquel instante, y en la misma dirección que acababan de tomar el rey y La Vallière, iban también dos hombres, sin cuidarse poco ni mucho del estado de la atmósfera, sólo que en vez de seguir la calle de árboles, caminaban bajo los árboles.

Llevaban inclinada la cabeza, como personas que piensan en graves negocios. Ninguno de ellos había visto a Guiche ni a Madame, ni al rey y a La Vallière.

De pronto pasó por el aire algo así como una llamarada, seguido de un rugido sordo y lejano.

—¡Ah! —exclamó uno de ellos levantando la cabeza—. Ya tenemos encima la tempestad. ¿Volvemos a las carrozas, mi querido Herblay?

Aramis levantó los ojos y examinó la atmósfera.

—¡Oh! —dijo—. No hay prisa todavía.

Luego, prosiguiendo la conversación en el punto en que sin duda la había dejado:

—¿Conque decís —añadió— que la carta que escribimos anoche debe de estar a estas horas en manos de la persona a quien iba dirigida?

—Digo que la tiene ya de seguro.

—¿Por quién la habéis remitido?

—Por mi correveidile, como ya tuve el honor de decir.

—¿Y ha traído contestación?

—No le he vuelto a ver: indudablemente la pequeña estaría de servicio en el cuarto de Madame, o vistiéndose en el suyo, y le habrá hecho aguardar. En esto llegó la hora de partir y salimos, por lo cual no he podido saber lo que habrá ocurrido.

—¿Habéis visto al rey antes de marchar?

—Sí.

—¿Y qué tal se ha mostrado?

—Bondadosísimo… o infame, según haya sido veraz o hipócrita.

—¿Y las fiestas?

—Se verificarán dentro de un mes.

—¿Y se ha convidado él mismo?

—Con una tenacidad en que he reconocido a Colbert.

—Perfectamente.

—¿No os ha desvanecido la noche vuestras ilusiones?

—¿Acerca de qué?

—Acerca del auxilio que podéis proporcionarme en esta ocasión.

—No; he pasado la noche escribiendo, y ya están las órdenes dadas para ello.

—Tened presente que la fiesta costará algunos millones.

—Yo contribuiré con seis… Agenciaos dos o tres, por vuestra parte, para todo evento.

—Sois un hombre admirable, querido Herblay.

—Pero —preguntó Fouquet con un resto de inquietud—, ¿cómo es que manejando millones de esa manera no disteis de vuestro bolsillo a Baisemeaux los cincuenta mil francos?

—Porque entonces me hallaba tan pobre como Job.

—¿Y ahora?

—Ahora soy más rico que el rey —dijo Aramis.

—Estoy contento —dijo Fouquet—, pues me precio de conocer a los hombres y sé que sois incapaz de faltar a vuestra palabra. No quiero arrancaron vuestro secreto, y así no hablemos más de ello.

En aquel momento oyóse un sordo fragor que estalló de repente en un fuerte trueno.

—¡Oh, oh! —murmuró Fouquet—. ¿Qué os decía yo?

—Volvamos a las carrozas —dijo Aramis.

—No tendremos tiempo —dijo Fouquet—, pues comienza a llover con fuerza.

En efecto, como si el cielo se hubiera abierto, un diluvio de gruesas gotas hizo resonar casi al mismo tiempo la cima de los árboles.

—¡Oh! —dijo Aramis—. Aún tenemos tiempo de llegar a los carruajes antes de que las hojas se impregnen de agua.

—Mejor sería —observó Fouquet— retirarnos a una gruta.

—¿Hay alguna por aquí? —preguntó Aramis.

—Conozco una a pocos pasos de aquí —dijo Fouquet con una sonrisa.

Luego, como quien procura orientarse:

—Sí —añadió—, porque aquí es.

—¡Qué dichoso sois en tener tan buena memoria! —dijo Aramis son— riéndose a su vez—; pero ¿no teméis que si vuestro cochero no nos ve regresar, crea que hayamos vuelto por otro camino y siga los carruajes de la corte?

—¡Oh! —dijo Fouquet—. No hay tal peligro; cuando dejo apostados mi cochero y mi carruaje en un sitio cualquiera, sólo una orden expresa del rey es capaz de hacerlos mover de allí; y, además, creo que no somos los únicos que nos hayamos alejado tanto, pues si no me engaño oigo pasos y ruido de voces.

Y al pronunciar estas palabras, se volvió Fouquet, separando con su bastón un espeso ramaje que le ocultaba el camino.

Aramis miró por la abertura al mismo tiempo que Fouquet.

—¡Una mujer! —exclamó Aramis.

—¡Un hombre! dijo Fouquet.

—¡La Vallière!

—¡El rey!

—¡Oh, oh! ¿Será que el rey conoce también vuestra caverna? No me extrañaría, porque me parece que está en buenas relaciones con las ninfas de Fontainebleau.

—No importa —replicó Fouquet—; de todos modos, vamos a la gruta; si no la conoce, veremos lo que hace; y si la conoce, como tiene dos aberturas, en tanto que entra el rey por una, saldremos nosotros por la otra.

—¿Está lejos? —preguntó Aramis—. Pues gotean ya las hojas.

—Vedla aquí.

Fouquet separó algunas ramas, y dejó al descubierto una excavación de roca, oculta completamente con brezos, hiedra y espesa bellotera. Fouquet mostró el camino. Aramis le siguió.

En el momento de entrar en la gruta, Aramis se volvió.

—¡Oh! —exclamó éste—. Pues entran en el bosque y se dirigen hacia este lado.

—Cedámosle entonces el puesto —dijo Fouquet sonriéndose—; pero no creo que el rey conozca esta gruta.

—En efecto —repuso Aramis—; veo que lo que andan buscando es un árbol más espeso.

No se equivocaba Aramis, pues el rey miraba a lo alto y no en torno suyo.

Luis llevaba del brazo a La Vallière y le tenía cogida la mano con la suya.

La Vallière comenzaba a insinuarse en la hierba húmeda.

Luis miró con mayor atención en derredor de sí, y, viendo una enorme encina de espeso ramaje, llevó a La Vallière bajo aquel árbol.

La pobre muchacha miraba a su alrededor, y parecía que deseaba y temía al mismo tiempo que la siguiesen.

El rey la hizo recostar en el tronco del árbol, cuya circunferencia, protegida por las ramas, estaba tan seca como si en aquel momento no cayese la lluvia a torrentes; él mismo púsose delante de ella con la cabeza descubierta.

Al cabo de un instante, algunas gotas que filtraron por entre las ramas del árbol le cayeron al rey en la frente, sin que hiciera éste el menor caso.

—¡Oh, Majestad! —murmuró La Vallière, llevando su mano al sombrero del rey.

Mas Luis se inclinó y se negó obstinadamente a cubrirse la cabeza.

—Esta es la ocasión de ofrecer nuestro sitio —dijo Fouquet a Aramis.

—Esta es la ocasión de escuchar y no perder una palabra de lo que se digan —respondió Aramis al oído do Fouquet.

En efecto, callaron ambos y pudieron percibir la voz del rey.

—¡Ay, Dios mío! Señorita —dijo el rey—, adivino vuestra inquietud; creed que siento de corazón haberos aislado del resto de la comitiva, y, lo que es peor, para traeros a un sitio donde estáis expuesta a la lluvia. Ya os han caído algunas gotas. ¿Sentís frío?

—No, Majestad.

—Sin embargo, veo que tembláis.

—Majestad, es que temo que se interprete torcidamente mi ausencia en momentos en que estarán ya todos reunidos.

—Os propondría que volviésemos a tomar los carruajes, señorita; pero, mirad y escuchad; decidme si es posible marchar con un aguacero como éste.

En efecto, el trueno retumbaba y la lluvia caía a torrentes.

—Además —prosiguió el rey—, no hay interpretación posible en perjuicio vuestro. ¿No estáis con el rey de Francia, es decir, con el primer caballero del reino?

—Ciertamente, Majestad —respondió La Vallière—, y me hacéis en ello un honor grandísimo; por eso no es por mí por quien temo las interpretaciones.

—¿Pues por quién?

—Por vos, Majestad.

—¿Por mí, señorita? —dijo el rey sonriéndose—. No os comprendo.

—¿Ha olvidado ya Vuestra Majestad lo que pasó anoche en el cuarto de Su Alteza Real?

—¡Oh! Os suplico que olvidemos eso, o más bien permitidme que sólo lo recuerde para agradeceros una vez más vuestra carta y…

—Majestad —dijo La Vallière—, el agua penetra hasta aquí, y seguís con la cabeza descubierta.

—Os suplico que sólo nos ocupemos de vos, señorita.

—¡Oh! Yo —dijo sonriendo La Vallière— soy una provinciana habituada a correr por las praderas del Loira y por los jardines de Blois, haga el tiempo que quiera. En cuanto a mis vestidos —añadió, mirando su pobre traje de muselina—, bien ve Vuestra Majestad que no pierdo gran cosa.

—En efecto, señorita; más de una vez he notado que casi todo lo debéis a vos misma y nada a vuestro traje. No sois coqueta, y eso es para mí una gran cualidad.

—Majestad, no me hagáis mejor de lo que soy, y decid sólo que no puedo ser coqueta.

—¿Por qué?

—Pues —dijo sonriendo La Vallière— porque no soy rica.

—¡Entonces confesáis que os gustan las cosas hermosas! —exclamó vivamente el rey.

—Majestad, sólo encuentro hermoso lo que está al alcance de mis facultades, y todo cuanto es superior a mí…

—¿Os es indiferente?

—No, lo juzgo extraño, como cosa que me está prohibida.

—Y yo, señorita —dijo el rey—, advierto que no estáis en la Corte bajo el pie en que debéis estar. Sin duda no me han hablado lo suficiente acerca de los servicios de vuestra familia, y creo que mi tío ha descuidado de un modo poco conveniente la fortuna de vuestra casa.

—¡Oh! ¡No, Majestad! Su Alteza Real, el señor duque de Orléans, ha sido siempre muy bondadoso con mi padrastro, el señor de Saint-Remy. Los servicios han sido humildes, y podemos afirmar que hemos sido recompensados según sus obras. No todos tienen la fortuna de hallar ocasiones en que poder servir a su rey con brillo. De lo que estoy cierta es de que, si se hubiesen presentado esas ocasiones, habría tenido mi familia el corazón tan grande como su deseo; pero no hemos tenido esa suerte.

—Pues bien, señorita, a los soberanos toca enmendar el destino, y me encargo con el mayor placer de reparar inmediatamente, con respecto a vos, los agravios de la fortuna.

—¡No, Majestad, no! —exclamó con viveza La Vallière—. Os ruego que dejéis las cosas en el estado en que se hallan.

—¡Cómo, señorita! ¿Rehusáis lo que debo, lo que quiero hacer por vos?

—Todos mis deseos están cumplidos, señor, con habérseme concedido formar parte de la servidumbre de Madame.

—Mas, si rehusáis para vos, aceptad al menos para los vuestros.

—Majestad, vuestras generosas intenciones me deslumbran y me asustan, pues al hacer por mi casa lo que vuestra bondad os impulsa a hacer, Vuestra Majestad nos creará envidiosos, y a ella enemigos. Dejadme, señor, en mi medianía; dejad a todos los sentimientos que yo pueda abrigar la grata delicadeza del desinterés.

—¡Admirable es vuestro lenguaje, señorita! —exclamó el rey.

—Tiene razón —murmuró Aramis al oído de Fouquet—, pues es cosa a la que no debe estar habituado.

—Pero —replicó Fouquet—, ¿y si da igual contestación a mi billete?

—¡Bien! —dijo Aramis—. No prejuzguemos y esperemos el fin.

—Y luego, querido Herblay —añadió el superintendente dando poca fe a los sentimientos que había manifestado La Vallière—, no pocas veces es un cálculo muy hábil el echarla de desinteresado con los reyes.

—Eso es justamente lo que me decía yo a mí mismo —repuso Aramis—. Escuchemos.

El rey se acercó a La Vallière, y, como el agua filtrase cada vez más a través del ramaje de la encina, sostuvo su sombrero suspenso por encima de la cabeza de la joven.

La joven levantó sus encantadores ojos azules hacia el sombrero que la resguardaba del agua, y meneó la cabeza exhalando un suspiro.

—¡Oh Dios mío! —dijo el rey—. ¿Qué triste pensamiento puede llegar a vuestro corazón, cuando le formo un escudo con el mío?

—Majestad, voy a decíroslo. Ya había tocado esta cuestión, no fácil de discutir por una joven de mi edad; pero Vuestra Majestad me ha impuesto silencio. Vuestra Majestad no se pertenece; Vuestra Majestad es casado; todo sentimiento que alejase a Vuestra Majestad de la reina, impulsándole a ocuparse de mí, sería para la reina origen de profundo pesar.

El rey quiso interrumpir a la joven, pero ella continuó en ademán de súplica.

—La reina ama a Vuestra Majestad con un afecto fácil de comprender, y sigue con ansiedad cada uno de los pasos de Vuestra Majestad que le separan de ella. Habiendo tenido la dicha de encontrar un marido semejante, pide al Cielo con lágrimas que le conserve la posesión de él, y está celosa del menor movimiento de vuestro corazón.

El rey quiso de nuevo hablar, pero La Vallière volvió a interrumpirle.

—¿No será una acción muy culpable —le dijo— que viendo Vuestra Majestad una ternura tan intensa y tan noble, diese a la reina motivo de celos? ¡Oh! ¡Perdonadme esta palabra, Majestad! ¡Dios mío! Bien sé que es imposible, o mejor dicho, que debería ser imposible que la reina mas grande del mundo llegara a tener celos de una pobre muchacha como yo. Pero esa reina es mujer, y su corazón, lo mismo que el de otra cualquiera, puede dar entrada a sospechas que los perversos no descuidarían de envenenar. ¡En nombre del Cielo, señor, no nos ocupéis de mí, pues no lo merezco!

—¡Ay, señorita! —exclamó el rey—. ¡Sin duda no observáis que al hablar de esa manera cambiáis mi estimación en admiración!

—Majestad, tomáis mis palabras por lo que no son; me veis mejor de lo que soy; me hacéis más grande de lo que Dios me ha hecho. Gracias por mí, Majestad; porque si no estuviera cierta de que el rey es el hombre más generoso de su reino, creería que quiere burlarse de mí.

—¡Oh! ¡Seguramente no creéis semejante cosa! —exclamó Luis.

—Majestad, me vería precisada a creerlo si el rey continuara empleando el mismo lenguaje.

—Soy entonces un príncipe bien desgraciado —dijo el rey con una tristeza en que no había la menor afectación—; el príncipe más desgraciado de la cristiandad, puesto que no puedo conseguir que mis palabras merezcan crédito a la persona que más aprecio en este mundo, y que me destroza el corazón negándose a creer en mi amor.

—¡Oh, Majestad! —dijo La Vallière, apartando dulcemente al rey, que se había acercado a ella cada vez más—. Me parece que la tempestad va cediendo, y cesa de llover.

Pero, en el momento en que la pobre niña, por huir de su corazón, indudablemente muy de acuerdo con el del rey, pronunciaba aquellas palabras, se encargaba la tempestad de desmentirla. Un relámpago azulado iluminó el bosque de un modo fantástico, y un trueno semejante a una descarga de artillería estalló sobre la cabeza de los dos jóvenes, como si la elevación de la encina que los resguardaba hubiese provocado el trueno.

La joven no pudo contener un grito de espanto.

El rey la aproximó con una mano a su corazón, y extendió la otra por encima de su cabeza como para protegerla del rayo.

Hubo un instante de silencio, en que aquel grupo, encantador como todo lo que es joven, permaneció inmóvil, mientras que Fouquet y Aramis lo contemplaban, no menos inmóviles que La Vallière y el rey.

—¡Oh! ¡Majestad! ¡Majestad! —exclamó La Vallière—. ¿Oís?

Y dejó caer la cabeza sobre su hombro.

—Sí —dijo el rey—; ya veis como no cesa la tempestad.

—Majestad, eso es un aviso. El rey sonrió.

—Majestad, es la voz de Dios que amenaza.

—Pues bien —repuso el rey—, acepto realmente ese trueno como un aviso, y hasta como una amenaza, si de aquí a cinco minutos se renueva con la misma fuerza y con igual violencia; mas si así no sucede, permitidme creer que la tempestad es la tempestad, y no otra cosa.

Y al mismo tiempo levantó el rey la cabeza como para examinar el cielo.

Pero, como si el cielo fuese cómplice de Luis, durante los cinco minutos de silencio que siguieron a la explosión que tanto había atemorizado a los dos amantes, no se dejó oír el menor ruido, y, cuando se repitió el trueno fue ya alejándose de una manera visible, como si en aquellos cinco minutos la tempestad, puesta en fuga, hubiera recorrido diez leguas, azotada por las alas del viento.

—Y ahora, Luisa —dijo el rey por lo bajo—, ¿me amenazaréis aún con la cólera celeste? Ya que habéis querido hacer del rayo un presentimiento, ¿dudaréis todavía que al menos no es un presentimiento de desgracia?

La Vallière levantó la cabeza: en aquel intervalo el agua había filtrado la bóveda de ramaje y le corría al rey por el rostro.

—¡Oh! ¡Majestad! ¡Majestad! —dijo La Vallière con acento de temor irresistible, que conmovió al rey hasta el extremo—. ¡Y por mí permanece el rey descubierto de ese modo y expuesto a la lluvia…! ¿Pues quién soy yo?

—Bien lo veis —dijo Luis—; sois la divinidad que hace huir la tempestad; la diosa que vuelve a traernos el buen tiempo.

En efecto, un rayo de sol pasaba a la sazón a través del bosque, haciendo caer como otros tantos diamantes las gotas de agua, que rodaban sobre las hojas o caían verticalmente por los intersticios del ramaje.

—Majestad —dijo la joven casi vencida, pero haciendo un último esfuerzo—; reflexionad en los sinsabores que vais a tener que sufrir por mi causa. En este momento. ¡Dios santo!, os andarán buscando por todas partes. La reina debe de estar alarmada, y Madame… ¡oh, Madame! —exclamó la joven con un sentimiento que se asemejaba al espanto.

Este nombre produjo algún efecto en el rey, el cual se estremeció y soltó a La Vallière, a quien había tenido abrazada hasta entonces.

Después se adelantó hacia el paseo para mirar, y volvió casi con ceño adonde estaba La Vallière.

—¿Madame habéis dicho? —dijo el rey.

—Sí, Madame… Madame, que está celosa también —repuso La Vallière con acento profundo.

Y sus ojos, tan tímidos, tan castamente fugitivos, atreviéronse por un momento a interrogar los ojos del rey.

—Pero —replicó Luis haciendo un esfuerzo sobre sí mismo— me parece que Madame no tiene por qué estar celosa de mí; Madame no tiene derecho alguno…

—¡Ay! —exclamó La Vallière.

—¡Señorita! —dijo el rey con acento casi de reconvención—. ¿Seríais vos también de las que piensan que la hermana tiene derecho a estar celosa del hermano?

—No me corresponde penetrar los secretos de Vuestra Majestad.

—¡Oh! También lo creéis como los demás —exclamó el rey.

—Creo que Madame está celosa, sí, señor —respondió firmemente La Vallière.

—¡Dios mío! —exclamó el rey con inquietud—. ¿Lo habéis echado de ver acaso en su modo de portarse con vos? ¿Os ha hecho algo que podáis atribuir a semejantes celos?

—¡De ningún modo, Majestad! ¡Soy yo tan poca cosa!

—¡Oh! Es que si así fuese… —exclamó Luis con singular energía.

—Majestad —interrumpió La Vallière—, ya no llueve, y creo que alguien se acerca.

Y, olvidando toda etiqueta, se apoyó en el brazo del rey.

—Bien, señorita —replicó Luis—; dejemos que vengan. ¿Quién osaría llevar a mal que haya hecho compañía a la señorita de La Vallière?

—¡Por favor, Majestad! Van a extrañar que os hayáis mojado de ese modo, que os hayáis sacrificado por mí.

—No he hecho más que cumplir con mi deber de caballero —contestó el rey—; y ¡ay de aquel que no cumpla con el suyo y critique la conducta de su rey!

En efecto, en aquel momento veíanse asomar por el paseo algunas cabezas, solícitas, curiosas, como si buscaran algo, y que, habiendo divisado al rey y a la joven, parecieron haber hallado lo que buscaban.

Eran los enviados de la reina y de Madame, los cuales se quitaron el sombrero en señal de haber visto a Su Majestad.

Pero Luis, a pesar de la confusión de La Vallière, no dejó por eso su actitud respetuosa y tierna.

Enseguida, después que todos los cortesanos estuvieron reunidos en la avenida, cuando todo el mundo pudo ver la muestra de deferencia que había dado a la joven permaneciendo de pie y con la cabeza descubierta delante de ella durante la tempestad, le ofreció el brazo, la llevó hacia el grupo que esperaba, respondió con la cabeza a los saludos que cada cual le hacía, y, sin dejar el sombrero de la mano, la condujo hasta su carroza.

Y, como la lluvia continuara todavía, último adiós de la tempestad que se alejaba, las demás damas, que por respeto no habían subido a su carruaje antes que el rey, recibían sin capa ni capotillo aquella lluvia de la que el rey resguardaba con su sombrero, en lo que era posible, a la más humilde de entre ellas.

La reina y Madame debieron ver, como las otras, aquella exagerada cortesanía del rey; Madame perdió la continencia hasta el punto de dar con el codo a la joven reina, diciéndole:

—¡Pero mirad, mirad!

La reina cerró los ojos como si hubiese sentido un vértigo; se llevó la mano al rostro, y subió a la carroza.

Madame subió detrás de ella. El rey montó a caballo, y, sin inclinarse con preferencia a ninguna portezuela, volvió a Fontainebleau, con las riendas sobre el cuello de su caballo, pensativo y todo absorto.

Cuando la multitud estuvo alejada, cuando oyeron que iba extinguiéndose el ruido de caballos y carruajes, cuando se hubieron asegurado de que nadie podía verlos, Aramis y Fouquet salieron de su gruta.

Luego, en silencio, pasaron a la avenida.

Aramis echó una mirada, no sólo en toda la extensión, que tenía detrás y delante de sí, sino en la espesura del bosque.

—Señor Fouquet —dijo, cuando se hubo asegurado de que todo estaba solitario—, es preciso a toda costa hacernos con la carta que habéis escrito a La Vallière.

—Será cosa fácil —repuso Fouquet— si mi sirviente no la ha entregado.

—Es preciso; en cualquier caso, que sea cosa posible, ¿entendéis?

—Sí; el rey ama a esa joven; ¿no es cierto?

—Mucho; y lo peor es que ella ama al rey con pasión.

—Lo cual quiere decir que mudamos de táctica, ¿no es verdad?

—Sin duda alguna; no tenéis tiempo que perder. Es preciso que veáis a La Vallière, y que, sin pensar más en haceros amante suyo, lo que es imposible, os declaréis su más celoso amigo y su más humilde servidor.

—Así lo haré —contestó Fouquet—, y sin repugnancia; esa muchacha me parece plena de corazón.

—O de astucia —dijo Aramis—; pero, en ese caso, razón de más. —Y añadió, tras una breve pausa—: O mucho me engaño, o esa jovencita será la gran pasión del rey. Subamos al carruaje, y a galope tendido a Palacio.